CUIDADO CON LA CURADURÍA: EL CASO LEPPE
La Sala Matta del Museo Nacional de Bellas Artes nos recibe con unas sillas blancas de terraza y una pequeña televisión de esas antiguas. En la pantalla aparece una señora que lee en voz alta un papel que no vemos. Su lectura es algo actuada, y la cámara la enfoca en primer plano, de modo que no tenemos mucha más opción que examinar su gestualidad, su pelo desarreglado, su piel rosada. Esta mujer es la madre de Carlos Leppe, quien en 1980 lee un relato donde expresa la intensa relación que tiene con su hijo, y describe mediante esta actuación el modo en que sus destinos están imbricados a tal punto que desea que mueran juntos para evitar el dolor de tener que ver al otro partir antes de tiempo.
“Si yo muero él va a sufrir, y si él muriera yo sufriría lo indecible. Creo que mi vida no tendría razón de ser y lo único que le pediría yo a Dios es que nos muriéramos el mismo día para así no sufrir ni el uno ni el otro. Porque sólo de pensarlo me desespero. Me enloquezco. Y toda esta afección que tengo a los nervios se debe a que pienso demasiado en él”.
Leppe y su madre, la madre y Leppe, dos cosas, una misma cosa. La voz de la madre se mezcla con la voz del hijo, quien lee el mismo texto en una acción realizada en 1987 en España desde el interior de la sala. Esta sincronía no es casual, ya que refuerza la identificación e interdependencia que existía entre ambos, y que de algún modo fue eje de la obra que Leppe instaló en torno a su propia biografía (que, como toda autopercepción, es siempre ficción, siempre obra de arte).
Este cruce de audios que nos da la bienvenida rápidamente se convierte casi en una maldición. Una vez que ingresamos completamente a la Sala Matta, los sonidos se multiplican y, entre aullidos, declamaciones, un bolero y un mambo, no tenemos claridad de hacia dónde dirigirnos ni de dónde viene cada cosa.
La exposición en cuestión se llama El día más hermoso y es la primera retrospectiva de Carlos Leppe después de su muerte en el año 2015. Curada por Amalia Cross y con museografía del arquitecto Smiljan Radic, se venía anunciando hace tiempo y, dada la importancia de Leppe en el campo artístico chileno, era también ansiosamente esperada. En general, las obras del artista podían ser vistas en archivos de video medio traficados, intervenidos con algún texto o incompletos, por lo que tener en una sala casi todas las piezas realizadas por el artista constituye un logro importante que celebrar.
Sin embargo, las diez obras seleccionadas a ratos desconciertan al espectador (especializado y “general”), no tanto por su contenido, como suele ocurrir con el histriónico Leppe, sino que más bien por el modo escogido para exhibirlas. Radic diseñó una serie de módulos cúbicos en rafia, similares a las llamadas “bolsas matuteras”, donde debemos ingresar para ver los videos proyectados de cada obra.
Me imagino que aquel vínculo con las bolsas de feria debe ser lo que la curaduría imaginó como simbólicamente vinculado a lo ‘popular’ propio de Leppe; de lo contrario, sería una elección, al menos, caprichosa. Al interior de los módulos que operan como pequeñas salas encontramos sillas metálicas blancas y un suelo acolchado, por lo que podríamos sentarnos ahí sin problemas (también uno se siente a ratos como en una sala de manicomio). Si bien el gesto es amable con el espectador que no puede estar de pie por más de cinco minutos viendo una sola pieza, el problema surge en el momento en que el material se vuelve relevante, es decir, cuando la obra no “se deja” ver.
Me refiero aquí a un error de escala monumental en toda la exposición; por un lado, las proyecciones son extremadamente pobres en su calidad (los proyectores parecen ser corrientes y la trama de tela plástica no posee la densidad suficiente para que veamos bien la imagen); y por otro, el sonido no parece estar calibrado de modo que cuando ingresemos a una “bolsa matutera” podamos realmente escuchar el audio de ese video y no el de otros tres al mismo tiempo.
¿Qué ocurrió aquí? ¿Acaso no calcularon la intensidad de cada audio antes de diseñar esta museografía dedicada exclusivamente a video? ¿Acaso los proyectores con mayor cantidad de lúmenes escaseaban? Es difícil entender que una curaduría de piezas audiovisuales sea tan poco cuidadosa con la naturaleza misma de los materiales trabajados, y me hace pensar rápidamente en un problema que de algún modo trasciende a la curaduría en sí y recae más bien en la museografía, que atenta contra su propia misión.
Probablemente la idea de una “estructura blanda” y “efímera” es seductora en contextos experimentales o propios de la arquitectura actual en tanto que disciplina, pero cuando hablamos de museografía estamos pensando en dispositivos que antes que una “marca autoral” deben responder a su función mediadora y de comunicación. Si el diseño no logra presentar las obras de un modo accesible al público, está mal hecho, sin importar quién lo hizo o qué tan innovadora parezca la propuesta.
Ante esto, uno podría rápidamente darse cuenta de que toda la exposición ha sido realmente adaptada a su dispositivo museográfico, a tal punto que cuesta diferenciar si es una exposición sobre Carlos Leppe o sobre Smiljan Radic. Esta cuestión es tan fuerte que incluso la curaduría se ve sobrepasada y relegada a un lugar de total irrelevancia; uno no puede evitar preguntarse si, ante dicha propuesta, Cross no percibió el atentado material que infringía cada “bolsa” sobre las obras.
A pesar de la intensidad e importancia de la obra de Leppe, no podemos dejar pasar el hecho de que una curaduría mal planteada puede afectarla a tal punto de hacerla irreconocible o incluso, irrelevante. Y es curioso que algo así ocurra con Leppe, que posee un trabajo que es puro desborde sensorial, simbólico y material.
Pero, más allá de la museografía, creo que es importante también señalar que la calidad de cada pieza de video es disímil y difícilmente podríamos elogiarla. Sumado a lo inadecuado de la tela plástica como telón de proyección, algunos archivos de video parecen no ser aptos para este tipo de exhibición.
El caso más evidente es Acción de la estrella (1979), donde el blanco y negro del material audiovisual, junto con la importante presencia de blancos en la acción misma, terminan por reducir toda la pieza a un triste juego de sombras y pixeles. Si bien es comprensible que por la naturaleza del video (u-matic, realizado por Gonzalo Mezza) no podamos ampliarlo al formato de la sala, esto debió tenerse en cuenta para: a) proyectar en menor tamaño el video; o b) restaurar la pieza de modo que pueda ser proyectada.
Es importante aquí tener en cuenta un concepto clave: la arqueología de los medios, que se refiere a un modo de reflexionar sobre las tecnologías mediales considerando la naturaleza histórica (o temporal) de cada tipo de tecnología. Si pensáramos desde esta noción, el trabajo con los materiales de Leppe, originalmente concebidos como videos para ser reproducidos en televisores (aspecto que la curaduría acertadamente señala como el eje de la cultura visual de la época), difícilmente deberían haber sido expuestos del modo en que fueron instalados en la sala.
La proyección digital, con sus características específicas, termina por «matar» algunos de los aspectos esenciales de los métodos de registro que originalmente fueron escogidos por el artista y por quienes le asistieron en esta labor (Mezza, Forch, Altamirano, entre otros). Aquí, el caso de la obra Las Cantatrices (1980) adquiere relevancia, ya que las tecnologías a las que recurrió Leppe, con la ayuda de Juan Forch, terminan por desvanecerse en un dispositivo de proyección débil y poco afín al video. Sabemos que originalmente esta pieza fue realizada para ser reproducida en televisores con tecnología de tubo de rayos catódicos (TRC), y que para alcanzar los saturados y vibrantes colores que están en el fondo de la imagen recurrieron al innovador chroma key, que en esa época parecía ofrecer infinitas posibilidades artísticas y comunicacionales.
La interacción de estas dos tecnologías produjo una obra que no solo impactaba al espectador por su contenido (Leppe gesticulando y tratando de retorcerse con el yeso que cubría parte de su cuerpo), sino que también impactaba sus sentidos por el intenso nivel de estímulo visual que generaba. Quizá esta sea una cuestión demasiado específica para abordar en un texto como este, pero para simplificar el asunto, es importante considerar que la televisión emite luz directamente al espectador (nos colocamos frente al aparato que, como una ‘ampolleta’ encendida, irradia luz hacia nosotros), mientras que el proyector dirige la luz hacia una superficie plana (como el telón) que la recibe y absorbe (en este caso, la luz atraviesa la tela, visible desde el reverso del cubículo o bolsa matutera). Para el observador casual, estas diferencias pueden parecer irrelevantes en la percepción de la obra. Sin embargo, me parece que una investigación sobre un artista medial de la envergadura de Leppe merece algo más de atención y cuidado (y discusión también).
Con respecto a los audios algo confusos, al ingresar a los cubículos resulta difícil prestar plena atención a lo que dice Leppe en sus performances, ya que debido a lo delgado de las «paredes», se filtran los sonidos de otros videos. Esto resulta curioso, dado que en algunas acciones las palabras del artista son fundamentales para el análisis (no es solo un cuerpo en movimiento en escena, sino también lo que dice), pero en la exposición misma se niega dicha posibilidad debido a la total ineficacia del dispositivo de audio escogido.
En un recorrido más reciente, me encontré con que el audio de todas las obras había sido atenuado, y que el video de Épreuve d’artiste (realizado en 1982 y sonorizado en 2024) ya ni siquiera contaba con el pegajoso Mambo n°8 de Pérez Prado. Probablemente, este asunto del cruce de sonidos se había vuelto tan urgente que se tuvieron que tomar decisiones drásticas como la de simplemente cortar un audio problemático.
La exposición está acompañada de un gran catálogo de más de 200 páginas, donde encontramos el texto curatorial de Cross; Exteriores de Catalina Arroyo (madre del artista); Primera persona, de Nelly Richard y Carlos Leppe (proveniente de un manuscrito inédito); diez Libretos de obra (textos descriptivos de cada acción realizada por Leppe); y siete Textos performáticos de Carlos Leppe (realizados por el artista para distintas ocasiones).
La inclusión del texto inédito de Richard y Leppe es un acierto, ya que otorga cierta “legitimidad de base” a la investigación y exhibición al hacer pública la íntima relación afectivo-creativa que unió a esta dupla durante el periodo más intenso de producción del artista. Esto se vuelve crucial a la hora de analizar las obras de Leppe, ya que ahora pasan a ser también la expresión de un diálogo más que la invención solitaria del “artista genio”.
Esta reivindicación me parece relevante, pues sitúa la discusión sobre la neovanguardia chilena en torno a procesos de creación colectivos, donde el intercambio entre agentes “teóricos” y “artísticos” pierde especificidad y todo se mezcla y desdibuja. De hecho, en los Libretos de obra suele destacarse el modo en que Leppe desarrolla sus proyectos en vinculación con críticos, videastas, actores, maquillistas u otros artistas.
Sin embargo, resulta algo odioso el tono que adquieren estos últimos textos, con una predisposición algo pedante hacia los espectadores, ya que describen meticulosamente lo que ocurre en los videos que la propia exhibición presenta. Este detallismo obsesivo podría ser comprensible si no tuviéramos acceso directo a los materiales audiovisuales y el espectador (o más bien, el lector) tuviera que imaginar cómo son cada una de las obras descritas. Pero este no es el caso: las piezas están ahí, y el espectador tiene ojos para ver y oídos para escuchar.
Pareciera que la curaduría muestra, por un lado, una desconfianza brutal hacia los espectadores al describir de manera escolarizada todo lo que ven; y, por otro lado, se aferra a hipótesis rígidas que intentan ser defendidas a ultranza por la curadora, quien al dictar lo que debemos ver, intenta dirigir unívocamente nuestra comprensión de cada obra.
Probablemente, lo más complejo al presentar una obra contemporánea sea precisamente dejar de lado toda metafísica del sentido: es decir, nada tiene un significado a priori que debamos conocer; cada encuentro con la obra es siempre una oportunidad para descubrir nuevos sentidos que se dispersan en lo que podríamos llamar la ‘historia del arte’ o simplemente en la subjetividad del espectador.
Una última cuestión que considero digna de destacar es el arrojo de Cross en el texto introductorio de la exposición, donde expresa que esta viene a “despertar las fuerzas dormidas del arte de la performance en las nuevas generaciones”. Tal afirmación es ciertamente algo pretenciosa, pero también parece no coincidir con la escena de performance que actualmente se desarrolla en Chile (tanto de artistas jóvenes, como de los artistas más experimentados), donde no hay ningún “sueño” del cual Leppe deba despertarnos (la metáfora religiosa del despertar es también dudosa).
Si hay una cuestión que me parece relevante de exhibir el trabajo de Leppe es que refuerza las genealogías ya trazadas, donde la temprana desaparición del artista, sumado a su abandono de la performance podrían haber debilitado dichas vinculaciones históricas, pero en ningún caso esta muestra constituye un hito que presente un “antes y después” de la performance en Chile.
Finalmente, al reflexionar sobre el dispositivo museográfico fallido y este catálogo sobrecargado, parece que este último viene a compensar lo que las bolsas matuteras de Radic les restaron a las obras. Es casi como si el catálogo funcionara como una exposición paralela, ajena a lo que vemos en el museo, donde la curadora puede manejar de mejor manera las potenciales fugas de sentido o incluso las inadecuaciones técnicas del espacio y los dispositivos de reproducción.
Pero dicho “descompasamiento” no hace sino profundizar la falta de cuidado que vimos en la Sala Matta, donde el Leppe intenso, desbordante y abyecto fue reducido a una sutil y deslavada versión que decora las bolsas matuteras de vanguardia. En definitiva: esta exposición podría haber sido solo un catálogo.
Carlos Leppe: El día más hermoso se puede visitar hasta el 14 de julio de 2024 en la Sala Matta del Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA), Santiago de Chile.
La exposición es organizada por D21 Proyectos de Arte y financiada por el Fondo Nacional de Desarrollo Cultural y las Artes (2023).
Co-investigación de Vania Montgomery; edición de video y diseño de María Fernanda Pizarro.
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