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CARTA ABIERTA: RECURSOS HUMANOS O HABLEMOS DE PRECARIZACIÓN

Hace unos días conversaba con William Contreras Alfonso mientras grabábamos un capítulo del podcast Hablemos de Arte sobre abusos en el arte. William, siendo de Colombia, compartía exactamente las mismas experiencias que yo, posiblemente las mismas experiencias que cada uno de quienes están leyendo ahora este pequeño texto han tenido alguna vez trabajando en cultura; una experiencia vital aparentemente inherente al arte. Porque allá donde preguntemos, a alguien le han pagado a destiempo o simplemente no le han pagado, le han ofrecido experiencia, currículo o un chance para comenzar a cambio de su esfuerzo, le han hecho ghosting, no le han hecho contrato, no les han pagado horas extras a pesar de trasnochar porque a la mañana siguiente el horario sigue siendo el mismo, le han cambiado la reunión encima de la hora, le han negociado hasta la humillación, le han dado respuestas insólitas o llanamente inexplicables; en mayor o menor medida, los han menospreciado.

Esas experiencias vitales de las que hablo han hecho sentir a más de alguno frustraciones enormes, miedos, inseguridades, ganas de desertar, si, ganas de abandonar. Sin duda, la dulce promesa de que en otros campos laborales las cosas son diferentes, el trato es menos mezquino o al menos más transparente, en donde la mera existencia de un ente regulador menos arbitrario, que vela por certezas mínimas civilizatorias, como el sueldo, parece plácido – paradójico. En la conversación con William, me acordaba del entrañable Toby Flenderson, ese personaje nimio, blando, que encerrado en los confines de la oficina siempre estaba atiborrado de carpetas y archivadores en donde las quejas de los empleados se iban acumulado por culpa de un jefe arrebatado e imprudente. Pero ¿dónde está el Toby Flenderson de la cultura cuando se lo necesita? ¿A quién comunicarle nuestras angustias y aprensiones para que al menos queden archivadas por las manos flácidas de recursos humanos?

¡Quien no haya pasado por alguna de esas experiencias que tire la primera piedra! Y no me refiero aquí sólo a la relación entre artistas y galeristas, o galeristas y coleccionistas, me refiero también a la de artistas con artistas, a la de iniciados con novatos, a de coleccionistas con artistas y artistas con coleccionistas, curadores con montajistas, directoras con empleados, profesores con alumnos, etc.; si el campo del arte, al igual que todos los otros campos, es uno en constante disputa -como se señala desde la sociología-, el nuestro debe ser de los más salvajes: sus violencias estructurales son más profundas y desreguladas que en cualquier otro.

El asunto, como bien lo explica Nathalie Heinich, tiene sus orígenes en el segundo tercio del siglo XIX, en el nacimiento del artista como categoría social, entendido, claro, no exclusivamente como pintor; sin duda, escritores, poetas, músicos, compositores -por nombrar algunos- caen en el mismo saco. Ese momento marcó un hito, pues, si bien el artista categorizado socialmente se contraponía a los valores burgueses, no necesariamente se oponía a los aristocráticos. Ese es el asunto polémico. A ese fenómeno, la autora le denomina la aristocratización del creador.

Así, el burgués, estereotipado como el sujeto de plata y poder, no necesariamente tiene prestigio: “Una carrera burguesa es algo que uno puede intentar lograr, pero difícilmente algo con lo que todos sueñen”. Pocos deben fantasear con ser el mejor contador del mundo o un auditor interno connotado, no así aristócrata, quien posee prestigio en la diletancia, dispuesto siempre a disfrutar de los placeres de la vida sin muchas restricciones. Es el gozador por excelencia. Esa es la experiencia estética del aristócrata en el mundo.  

De esta manera se establece la pugna entre el heroísmo artístico autónomo y el mercantilismo, entre “la autoimagen heroica de los creadores y la mercantilización impersonal del mercado». Sin embargo, como reflexiona Heinich, “algunas características aristocráticas están presentes en los artistas modernos: no sólo el prestigio que los rodea sino también la dificultad de trazar los límites de su categoría, lo que los hace difíciles incluso de contar; y su valorización del desinterés que, tanto para los nobles como para los artistas, se considera lo contrario de los valores burgueses”.

Para esto hay varias explicaciones: que el arte puede recuperar la excelencia perdida por los (anti) valores del dinero, que quienes proviniendo de lugares acomodados no ven en las aspiraciones familiares un lugar donde concretar sus ambiciones, o bien, para quienes vienen de lugares menos privilegiados ven en el arte una forma de escapar de su origen. En todas estas figuras hay algo en común, como señala la autora: encuentran una ventaja en su marginalidad, ya sea patricia o popular. Las posiciones de origen tienden a borronearse para compartir el desdén por aquello que parece común, promedio o simplemente mediocre. Parafraseando a Heinich, esa solidaridad improbable se levanta en contra de toda la burocracia administrativa del trabajo: contra los horarios, la planificación programada, contra Excel, los facsímiles, los resultados, las escalas de valores, informes de avance o cualquier tipo de papeleos que suene demasiado al orden del trabajo del contador auditor, sujetos nimios, blandos, que encerrados en los confines de la oficina están siempre atiborrados de carpetas y archivadores.

A más de 100 años de ese momento formativo, las consecuencias son atroces, pues si bien mucho del contexto cambió -no sólo la posición del artista en sociedad, también la consideración de la sociedad hacia las artes-, no obstante la autoimagen del artista en el mayor de los casos sigue siendo la misma, y hoy el panorama es desolador. El doble tirón al que nos vemos enfrentados quienes estudiamos artes es brutal: por un lado, son carreras profesionalizantes con el apellido de vocacionales, pero por el otro, se impulsa el heroísmo artístico autónomo; en la formación misma radica la pugna histórica: una institución altamente burguesa, imparte estrategias altamente anti burguesas.

El resultado: un 83,1% de los trabajadores de la cultura son independientes, según los datos oficiales del Ministerio de las Culturas de Chile. Sumado a eso, el 12,5% que dice ser dependiente también es independiente. Eso quiere decir que casi el 100% de las 24.000 personas encuestadas sufre algún nivel de precarización. Esta situación más que triplica la informalidad nacional, de un 27,2% en el 2021, según los datos del INE. Esto supone, también, que sólo un eximio 35% de los trabajadores de la cultura tenga trabajo los 12 meses del año; el gran resto de la torta se las arregla como puede. Esto, insisto, sin hacer especial énfasis en las artes visuales, más bien revela una situación sistémica en la que podríamos seguir profundizando.

No obstante, lo que quiero señalar aquí es que la relación compleja que tiene el mundo del arte con las estructuras del trabajo no es natural, más bien cultural, creada, y de esa creación hay muchos quienes se han querido aprovechar o definitivamente se aprovechan, lo que ha producido relaciones espurias de trabajo que nos llevan a la situación actual. Como dice Hito Steyerl, pasamos del ámbito del trabajo al de la ocupación, y así, quienes entienden el arte como un medio para un fin, toman ventaja de la concepción cultural ocupacional/heroica artística para socavar más las relaciones bilaterales que cualquier sujeto tiene con su propio trabajo.

Háganse la pregunta: ¿cuánto cuestan sus obras? ¿cuánto cuesta nuestra hora de trabajo? Si se lo preguntan a cualquier otro profesional, seguro les dará una respuesta rápida. En el caso del arte, eso siempre se enmaraña, quizás algunos incluso digan “depende”. Quién no se ha visto atrapada con el cronograma que propone el formulario del Fondart, en plan ¿cómo voy a saber cuánto me voy a demorar en esto? o “no es medible en tiempo”.

El trabajo, dice la autora, se entiende fundamentalmente como un medio para un fin: un producto, una recompensa o un salario. Es una relación instrumental. También produce sujeción alienada. Mientras que una ocupación es totalmente lo opuesto: mantiene a la gente atareada en lugar de darle un trabajo remunerado. No depende de ningún resultado ni tiene necesariamente una conclusión. Como tal, no conoce la tradicional alienación ni ninguna idea correlativa de sujeto, en muchos casos se entiende como un proceso, concepto muy usual entre quienes nos dedicamos a la cultura.

La ocupación supone ser gratificante, espiritualmente placentera, mientras que la conceptualización burguesa del trabajo no: es extenuante y enajenante. Pero lo cierto es que en las condiciones laborales actuales, la cultura como ocupación no necesariamente es gratificante, muy por el contrario, parece ser que contiene lo peor de los dos mundos; en muchos casos es alienante, incluso sofocante, y no genera el goce que debería producir como ocupación.

Hago este rodeo por el asunto porque creo que es hora de repensar las formas laborales del arte, en un contexto de entrega de fondos públicos, en que se leen por doquier consignas en contra de la competitividad por las asignaciones, y las opciones se reducen más. El problema es que algunos, de diente largo, aprovechando las desventajas comparativas y el desbalance de fuerzas, explotan el pánico en propio beneficio, saltándose todos los requerimientos legales y humanos que como cultura occidental se han establecido, mínimos civilizatorios, como señalaba antes. Esos mínimos, para quienes puedan leer esto como el inicio de una revuelta bolchevique, no son precisamente las banderas del castrochavismo internacional que le quiere asestar el golpe final al statu quo del arte capitalista; no, más bien se trata de las bases consensuadas por el capital para no parar la máquina.

Feriados, sueldos mínimos, sueldos dignos, prenatales, postnatales, derecho a la silla, hora de almuerzo, pago de horas extras, pagos de vacaciones, etc, son las formas en las que operan las ocupaciones más capitalistas del mundo, menos en la cultura. De esta forma, nuestra propia pauperización -sin duda idealista- les sirve a otros para pegar el zarpazo y precarizar todos los niveles del sistema. Es que hay que entender que esa imagen inventada del artista heroico, autónomo, es y ha sido funcional históricamente para quienes tienen el capital para hacerlo, y ha sido tan devastadora para el resto que no ha hecho más que concentrar la cultura en un grupo minúsculo de personas que puede sostener el relato a tientas de desbaratar todas las lógicas laborales para abajo: las estadísticas son claras, en la cultura no se cumple ningún mínimo laboral.

Como dice el personaje principal de Bardo, vivimos autoconvenciéndonos de la importancia de las cosas que hacemos, del valor del reconocimiento, pero cuando llega, no sentimos nada, y claro, cómo sentirlo, si para obtenerlo tuvimos que atravesar todos los obstáculos posibles del mundo laboral cuesta arriba para que, más encima, habiéndolo logrado, llegue otro a negociarlo, omitiendo toda la violencia del proceso.

Por lo mismo, y para que esto no suene a una conversación triste de cantina, las buenas prácticas laborales entre colegas, al menos, son un mínimo. No obstante, una fiscalización más atenta tanto del Ministerio de las Culturas como del Ministerio del Trabajo a las instituciones culturales es esencial. Sin embargo, creo que transformar o superar la imagen del artista heroico, e insisto, en todos los niveles de la práctica artística -historiadores, curadores, artistas, filósofos, etc- es fundamental. Seguir reproduciendo este modelo a nivel universitario no genera más que dudas e incertidumbres en quienes recién comienzan en la vía del arte. Imposibilitados todos por el miedo, porque nos aparten, porque no nos llamen, porque nos castiguen, hemos puesto el pecho un millón de veces para no molestar o incomodar, para no perder un lugar apenas ganado a pulso. Pero lo cierto es que nuestro trabajo sostiene una infraestructura endeble que les sirve a otros para ganar el reconocimiento y el prestigio que nosotros no: otros artistas, instituciones, galeristas, coleccionistas, toman ventaja de esto estrujando los límites de lo legal.

En resumen, inventar nuevas formas laborales supone dejar atrás el heroísmo estoico de quien se sacrifica por la cultura y el arte sin ningún tipo de retribución. El arte y la cultura no son una ocupación, no es una forma de mantenernos ocupados, no es un hobby. Es, por cierto, un trabajo más como cualquier otro, al que se va a la universidad, se aprenden unas herramientas que luego se aplican en un sistema que ojalá nos remunere por aquello que adquirimos y desarrollamos en caso de que lo hayamos hecho. Lamentablemente, más que hacer el aguante contra el orden del dinero, le estamos haciendo un favor, porque ahí donde hay desregulación surgen las prácticas más abusivas posibles. Intercambiar la lógica de la ocupación por la del trabajo debe ser el desafío más grande de la cultura hoy.

José Tomás Fontecilla

Nace en Santiago de Chile. Es Licenciado en Historia y Teoría del Arte por la Universidad de Chile, y Máster en Estudios Avanzados en Historia del Arte. Durante los últimos años se ha dedicado a la docencia universitaria y a la gestión cultural. Ha trabajado en distintas galerías de arte y fundaciones en Chile, así como en la Bienal de Artes Mediales y el Museo de Arte Contemporáneo, entre otros. Ha publicado en las revistas Artishock, Arte al Límite y The Living Form, entre otras. En 2018 fue becado por el Patronato de Arte Contemporáneo (PAC) y Proyecto Siqueiros/Sala de Arte Público para participar en la Escuela de Crítica de Arte de La Tallera. Es co-fundador y co-anfitrión del podcast Hablemos de Arte.

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