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UN MIXTAPE PARA RECORRER ANDER

Con curaduría de Juan José Santos, Ander: Resistencia Cultural en El Trolley y Matucana 19 recupera materiales que permiten reconstruir la escena new wave santiaguina (1983-1990). Lo que sigue es la bitácora de un espectador que, ordenada como un mixtape, invoca la memoria, atada con cintas de casetes, de algunos de los héroes que atravesaron la medianoche de la dictadura.


Panorámica de asistentes a uno de los tantos eventos multidisciplinares realizados en El Trolley. Gonzalo Donoso, sin fecha determinada

Segregada como campo de exterminio, en 1983, Santiago es más lúgubre que Bucarest en noviembre. Al sur-poniente, escuelas, industrias y universidades, por municipalización, quiebra o intervención, mutan en galpones abandonados; y, poco más allá, las soluciones habitacionales se confunden con nichos, y las plazas, con fosas comunes. Peor aún, uniformadas con los colores de la paleta cromática castrense -azul, gris y verde pétreos-, las personas, muertas/vivas, se enfilan como hormigas: en la comisaría, en el juzgado, en el paradero, en el PEM y el POJH y, las que protestan, en la posta, si no en la morgue.[1]

 Contra el tránsito de las hormigas, en esta ciudad de fríos terribles, también deambulan unos (pos)adolescentes a los que, “abajo en la costanera”, nadie les habla. Por efecto de la Ley de Amnistía de 1978 (n.º 2191), unos son retornados de exilios que se cuentan en lenguas extranjeras; otros, tras el crack bursátil, potenciales fugados de un arraigo cuyo horizonte cabe en la pantalla cóncava de un televisor de 14 pulgadas. A todos les cabe el mismo nombre: Pinochet boys.

Somos una generación única [. . .] que no tiene memoria para atrás. Los viejos, parece, no hablan de eso [. . .]. Ellos vivían otra época, tenían democracia. Eso ya es súper distinto como fenómeno [. . .]. A mí me contaban que antes del 73 había colores y gente hippie: fumaban todos pitos en la calle. Otra onda. Un relax, así. Y, ahora, nosotros, aquí, somos únicos, no tenemos memoria, nadie nos cuenta. Somos únicos dentro de un sistema súper represivo. E igual estamos acá vivos.[2]

Vista de la exposición “Ander”, en el Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago de Chile, 2022. Foto: Fernando Carrasco

THE SMITHS: “PANIC” (1987)

Si el lema de los punks fue no future, el de los Pinochet boys —hablo de una generación, no de la banda—, debe ser no memory. Así, en inglés, porque ni la lengua materna heredan. Claro, despojados de memoria, “piratean” una: en VHS, los domingos, mezclan los videoclips que burlan la ignorancia de los censores (Magnetoscopio Musical [TVN], Más Música [UCTV]); en casetes, martes o jueves, los singles que algún practicante, a la deriva como ellos, echa a correr en el trasnoche de la frecuencia modulada (Fusión Contemporánea [Beethoven], Melodías Subterráneas [Universidad de Chile]). Eso sí, antes que las cintas se gasten con el trajín de los cabezales de la radiocasetera (Rec + Play), estos Pinochet boys se aferran a la new wave: esa sensibilidad descaradamente pop que, con irónica afectación camp celebra, con la misma estridencia que llora, la fluidez impúdica de los géneros, sobre todo los musicales y sexuales, justo el día antes de que estalle la tercera guerra.

Por eso, en las canciones que se roban de la radio y la TV, las escenas de cruising son inevitablemente protagonizadas por adolescentes que tienen pesadillas con Little Boy, la bomba de 16 kilotones (“Enola Gay”, de OMD), por obreros que bailan al ritmo de los densímetros nucleares (“Being Boiled”, de The Human League), por pin-ups recién decapitadas (“Plante Claire”, de The B-52’s), por prostitutas travestis que se conservan en bencedrina (“The Queen Is Dead”, de The Smiths), por hustlers que no saben si se derriten por causa del efecto invernadero o de las resolana radioactiva (“To Cut the Long Story Short”, de Spandau Ballet).

 Extraviados, de ellos una mitad viste nylon fluorescente (por el relámpago de Chernóbil o el polvo de Three Mile Island); la otra, de negro (por el hollín que tizna los cadáveres de los mineros en Aberfan). Como la ola que revienta en el malecón de una playa radiactiva, la new wave se escucha como una tromba sonora en que la vida, en todas sus formas, se mezcla con sus propios desechos.

Vista de la exposición “Ander”, en el Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago de Chile, 2022. Foto: Sebastián Mejía
Vista de la exposición “Ander”, en el Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago de Chile, 2022. Foto: Sebastián Mejía
Vista de la exposición “Ander”, en el Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago de Chile, 2022. Foto: Sebastián Mejía

CHARLY GARCÍA: “LOS DINOSAURIOS” (1983)

Cerca del 83, dos Pinochet boys aterrizan en Merino Benítez: Pablo Lavín, que viene de Londres, y Jordi Lloret, que llega de Barcelona. Diez años antes, a Lavín, el golpe lo pilló en Londres: medio forzado, estudió allá, en North East London Polytechnic (NELP), la universidad que, según las premisas del Radical History Review, formó a sus estudiantes mediante la ejecución de proyectos de intervención social en el East End (la trinchera donde los inmigrantes enfrentan la doctrina del shock de Thatcher con barricadas y 2 Tone).

A Lloret, en cambio, el golpe lo encontró en Santiago: militante con consecuente amenaza de desaparición, se guareció en Barcelona y, en plena Movida, se extravió cerca de El Raval (el barrio chino de Jean Genet, donde las editoriales de fanzines comparten piso con los prostíbulos).

En el East End, Lavín aprendió la táctica de las subculturas (Do It Yourself [DIY]); cerca de El Raval, en tanto, Lloret captó que, además del pop, la revuelta debía cruzar la clase, la etnia y el género (porque, a pesar del destape, el chovinismo catalán, a ellos, los fichó como sudacas). El resto, lo aprenden ya retornados.

Lavín y Lloret quieren recuperar dos galpones abandonados al poniente de Santiago. Insisten como si reventar los candados que los clausuran les permitiera recuperar la memoria de la que nadie les cuenta. Pero, sin duda, hacerlo conlleva peligros. Ambos rápidamente lo confirman. En San Martín 841, Lavín halla el gimnasio semiabandonado del sindicato de conductores de trolebuses y, para reabrirlo, debe persuadir a una directiva amenazada por soplones, tramitar permisos con alcaldes designados y esquivar los autos sin patente que se estacionan sobre la vereda. En Matucana 19, las mismas destrezas despliega Lloret cuando se propone rescatar el garaje de sus antepasados refugiados de la República española, entonces secuestrado por una red de abogados, cafiches, mafiosos, matones, mercachifles y notarios. Esto no es ni East London, ni El Raval: cuando el guardia de El Trolley no está “hecho mierda” (otra vez los tiras), las pintadas en la puerta de Matucana 19 dicen que “les quedan pocos días” (rondan soplones).[3] En Santiago, en el 83, los amigos del barrio, entre Matucana y San Martín, también pueden desaparecer dentro de sacos de nylon fluorescente.

Vista de la exposición “Ander”, en el Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago de Chile, 2022. Foto: Sebastián Mejía
Vista de la exposición “Ander”, en el Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago de Chile, 2022. Foto: Sebastián Mejía
Vista de la exposición “Ander”, en el Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago de Chile, 2022. Foto: José Delano

THE SPECIALS: “GOST TOWN” (1981)

A cada orilla, las olas les devuelven sus mismos desechos. En Coventry, Inglaterra, por ejemplo, en compás de 2 Tone, la new wave de The Specials recupera, con nylon y cajas de ritmo, la sofisticación proletaria de la música que define el estilo de las subculturas que borbotearon en las comunidades inmigrantes que arribaron a la metrópoli en la resaca del imperio británico (calipso, mento y ska). En Santiago, el afán de la new wave de El Trolley y Matucana 19 no es diferente: su galpón, Lavín lo abre en domingo, a las 16:00, con una tarde bailable como los de las quintas de recreo, porque así se hacía en la UP (jubilados, lanzas, prostitutas llegan de los primeros); el suyo, Lloret lo abre, en día de semana, desde las 9:00, con mesas de pimpón, para que los vecinos se arrimen como si fuera una feria persa (cesantes, montepiados, volados).

Meses después, arriba el resto: actores constreñidos por las telenovelas, audiovisualistas hastiados de la publicidad, diplomáticos claustrofóbicos, liceanos cimarreros, universitarios sumariados y los oportunistas-depredadores profesionales. Por esto, me atrevería a decir que, más relevantes que los nombres propios de los protagonistas de los hitos artísticos que ocurren en El Trolley o en Matucana 19, son las formas de proyectar el futuro que, desde un Santiago-ghost-town, conciben Lavín y Lloret: la fiesta y la feria-persa, respectivamente.

Con la tolerancia heredada de las quintas de recreo, donde la ranchera convive con la revista, El Trolley ofrece shows donde los condenados del pasado conviven en promiscuidad con los proscritos del futuro: el 7 de diciembre de 1984, por ejemplo, el Hipólito de Vicente Ruiz superpone las coreografías de la new wave neoyorquina, como esa que bulle en Danceteria, con los compases del “Baño de mar a medianoche” (1964), de Cecilia. Y no menos ecuménicas son las jornadas de Matucana 19, variadas como ferias persas: el epítome de esta forma de convivencia es el encuentro 3.000 Mujeres, que se celebra la última semana de julio de 1987, y que, en tres tardes, congrega a un coro de artistas que comprende desde La Batucana, la poeta poblacional, hasta Paula Zobeck, la diseñadora new wave, mientras los puestos de comida los administran las pobladoras de La Patria, la olla común de La Florida. Sin ambages, entonces, ellas juntas se declaran feministas.

En esas fiestas, siempre nocturnas, y ferias, que se abren antes que caiga el sol, lo único que no cabe es la segregación de ambientes y pistas, por estilo o categoría, entre pelados comunes y celebridades VIP. El resto, sin excepción, se comparte: besos, cámaras, casetes, discos, revistas, películas, ropa, sintetizadores, también amantes. En la fiesta y en la feria, esta ética es intransable porque, a su manera, ambas son escuelas: cuando las aulas universitarias están clausuradas o intervenidas, estos son los espacios donde los Pinochet boys adquieren las competencias que nadie les enseña y que, en la primavera de 1988, permiten soñar la alegría que todavía no llega. Porque, ¿dónde más, sino en El Trolley o en Matucana 19, una banda de chicos del sur de la Alameda, como los Dadá, podía piratear las discotecas de vinilos importados por esos hijos de las élites que, desde Madrid, como Pago (Mario Carneyro) o, desde Londres, como Kittin Bulnes, retornaban a Santiago oriente?

Vista de la exposición “Ander”, en el Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago de Chile, 2022. Foto: Sebastián Mejía
Vista de la exposición “Ander”, en el Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago de Chile, 2022. Foto: Sebastián Mejía

Como los galpones del persa Biobío, Ander Expo tiene la disposición de una feria: en el subterráneo del MNBA (sala Matta), hay 28 estaciones, mejor aún, puestos con trabajos de más de 60 artistas y, entre esos puestos, 10 ofrecen materiales de tramoya para reconstruir producciones que tienen el estatuto de hitos: los montajes de (1) Cinema-utoppia (1985) y (2) 99 La Morgue (1987), de Teatro de Fin de Siglo, no (solo) de Ramón de Griffero, en El Trolley; (3) el mimodrama callejero Transfusión (1990), de Teatro del Silencio, en el garaje de Matucana 19; los performances (4) Hipólito (1984) y (5) En vivo (1985), de Vicente Ruiz, en El Trolley, y (6) Tiananmen (1989), de Las Yeguas del Apocalipsis, en Matucana 19; (7) las actuaciones de El Hombre Pájaro, Lorenzo Ayallapán (1985 y 1990), en El Trolley y en el garaje; (8) los shows de Electrodomésticos (1986 y 1989) en el Matucana 19; (9) la instalación Eclipse II, de Víctor Hugo Codocedo, en el mismo garaje; y (10) el encuentro 3.000 Mujeres (1987), también en Matucana 19.

Estimo, sí, que los hitos de esta serie necesitan mirarse como relatos breves de una narración enmarcada cuyo contenedor es una obra mayor e inaprensible: la fiesta o la feria también festiva. Entre ellas y las obras, la continuidad es tanto de materiales como de uso. Después de una función, en El Trolley, las escenografías de los montajes quedan instaladas como artificios en la pista de baile; igualmente, en Matucana 19, el slam de los punkies que siguen a Vandalik convive con las poleas de las que cuelgan todo tipo de lienzos. En esa promiscuidad de fabricación y uso, el nombre propio del “artista” desfallece y la obra deviene insumo de la experiencia de quien baila a través de ella.

Vista de la exposición “Ander”, en el Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago de Chile, 2022. Foto: Sebastián Mejía

APARATO RARO: “EL FUTURO” (1985)

Al serpentear entre estos puestos, garabateo lo que es obvio. Que El Trolley es un proyecto más vasto que el nombre propio de Griffero. Que Lavín lo concibe antes como un espacio de subversión, por ende, de trastorno de la cultura y que, por eso, en él, cabe de todo. Los afiches dispuestos en el muro que enfrenta la puerta de la sala Matta son la marginalia que así lo prueba: en el 841 de San Martín, Lavín hace lo imposible para que el heavy metal de Tumulto pueda disolverse en el canto del üñümche Lorenzo Ayllapán. Enseguida, apunto que, quince cuadras al poniente, Lloret reniega con idéntica determinación del elitismo de la (neo)vanguardia, del hermetismo de la Escena de Avanzada, y que, por lo mismo, quiere que lo que pasa en el garaje chorree la vereda como si fuese una alcantarilla en ebullición. Las revistas desplegadas en una mesa de lectura en la misma sala Matta, tampoco mienten: por el portón del 19 de Matucana, salen desde fanzines que recuerdan que a Víctor Jara no lo matamos todos, hasta volantes que anuncian los pasacalles de la troupe de Mauricio Celedón.

También, frente a una piscina de hule que recuerda las empleadas en Hipólito —en una escena climática, allí torturan al adolescente homosexual—, anoto que El Trolley y Matucana 19 no son trincheras sino, más bien, caletas; que por ellas pasan individuos castigados por el silencio que puede ser un tipo de violencia y que, en su deambular, se encuentran con performers que, como Vicente Ruiz, están más afanados en construir grupos de afinidad que propaguen afectos subversivos que en atribuirse autorías personales. (Y eso que casi un tercio de los artistas de la muestra, en algún momento, fue elenco de Ruiz).

En fin, serpenteo, miro y, a veces, no hago más que escuchar, porque varios puestos de esta feria ofrecen la posibilidad de hacerlo con audífonos (desde un fragmento de Cinema-utoppia hasta una muestra de casetes de la Banda 69, La Banda del Pequeño Vicio o Nadie). Mientras escucho, pienso en Enzo Blondel que, por esos años, cruza Santiago, de oriente a poniente, ida y vuelta, bajo toque de queda, y con su cámara captura las imágenes comunes que hoy son la memoria de los que no tuvieron memoria.

Vista de la exposición “Ander”, en el Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago de Chile, 2022. Foto: Sebastián Mejía

EMOCIONES CLANDESTINAS: “UN NUEVO BAILE” (1987)

Las fiestas de El Trolley y las ferias de Matucana 19 hacen patente que en ellas se consuman nuevas formas de bailar. Si el baile cotidiano suele ser una figuración del cortejo heterosexual, en estos galpones abandonados se ensayan otras: personas solas, parejas de personas de distinto género/sexo, parejas de personas del mismo género/sexo, grupos de combinatorias diversas. Así, con expresiones de género de ambigua espectacularidad, los bailarines disocian la díadas masculino/femenino o heterosexual/homosexual, para que sus términos se extravíen en las corrientes caprichosas de los fluidos corporales.

Más libres, estos nuevos bailes se estrellan contra la pandemia del VIH. Al primer caso detectado en el mundo -en 1981-, en Chile, en 1984, le sigue la confirmación de seis personas viviendo con el virus y, enseguida, con la noticia de un fallecido (Edmundo Rodríguez, profesor de Castellano, vecino de Maipú). La prensa y el boca a boca empeoran todo con una retórica que alienta el prejuicio y, sobre todo, el pánico homosexual; peor, la estigmatización de los afectos entre personas del mismo sexo. Por eso, mucho tenían de protesta esos nuevos bailes raros. El delineador y el rímel son la pintura de guerra con la que asaltan la pista los chicos de una generación que descubre que al deseo le sobreviene el miedo, acaso, el castigo. Y decirlo no es una hipérbole: ¿cuántos chicos Ander fueron borrados de la historia tras recibir un diagnóstico que otros, indolentes, irresponsables, trataron como sentencia de muerte? O ¿cuántos viajes a Nueva York permitieron internar discos, pero también, terapias inalcanzables? En este contexto, ni el crossdressing ni las metáforas virales son cuestiones triviales.

Vista de la exposición “Ander”, en el Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago de Chile, 2022. Foto: Sebastián Mejía
Vista de la exposición “Ander”, en el Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago de Chile, 2022. Foto: Sebastián Mejía

CLAUDIO GUZMÁN: “CHILE, LA ALEGRÍA YA VIENE” (1987)

Repaso mis apuntes. En los puestos de Ander hay esquirlas que hablan de dos espacios en los que se ensayó la alegría que debía llegar en el 88. Como Blondel, Lavín, Lloret o Ruiz fueron muchos los Pinochet boys —como me gusta honrarlos— que se apropiaron de lo que la prensa llamó new wave para pensar lógicas de producción cultural basadas en la cooperación y la diversidad, y en la convicción de que el futuro podía hallarse en el pasado.

Ciertamente, esas lógicas de producción cultural fueron aniquiladas, ya sea por la gula de las industrias del entretenimiento que en estos espacios cooptaron la mano de obra calificada para producir spot publicitarios, campañas políticas y telenovelas, o por el rechazo de un sistema académico que declaró ilegible, cuando no frívolo, el aporte de quienes, por desdén o ética, no pactaron con la institucionalidad cultural ni con la burocracia de los posteriores fondos de cultura.

“Mal nos fue a todos”, repetía Andrés Pérez. Tuvo razón. Las lógicas que primaron fueron las de aquellos que se vanagloriaron de su vanguardismo y que procuraron convertir sus nombres propios en metáfora de una generación. Al final, el destino de El Trolley y el del garaje de Matucana 19, y de sus estilos de baile tan eufóricos como tristes, fue espeluznantemente parecido al de la democracia chilena.

Escena de la obra teatral «Cinema Utoppia», de Ramón Griffero, estrenada en El Trolley. Foto: Jorge Brantmayer, 1985.

[1] La reflexión sobre el monocromo que filtra la memoria generación la tomo del artista Raúl Miranda, diseñador del vestuario de Cinema-utoppia, en conversación personal.

[2] Miguel Conejeros, “Los rockeros chilenos”, Teleanálisis, cap. 13 (1986), https://youtu.be/PE_yaUgmGJQ.

[3] Jordi Lloret, “Rock en español: simulacros en la trastienda”, en Matucana 19: el garaje de la resistencia cultural (1985-1991), editado por Jordi Lloret, Alfonso Godoy y Rodrigo Araya (Santiago: Ocholibros, 2019), 125.


Ander: Resistencia cultural en El Trolley y Matucana 19, se presenta hasta el 8 de enero de 2023 en el Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA), José Miguel de la Barra 650, Santiago de Chile.

Cristián Opazo

Profesor asociado en el Departamento de Literatura de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Investiga sobre teatro latinoamericano. Es autor de “Pedagogías letales: ensayo sobre las dramaturgias chilenas del nuevo milenio” (Cuarto Propio, 2011) y editor de los volúmenes “Democracias incompletas: debates críticos en el Cono Sur” (Cuarto Propio, 2020 [con F. Blanco]) y “Humanidades al límite: posiciones globales en/contra la universidad global” (Cuarto Propio, 2022 [con M.R. Olivera-Williams]), entre otros. También, es editor de los números especiales “Cuerpos que no caben en la lengua”, de Cuadernos de Literatura 42 (2017), y “Cono Sur: didascalias para un segundo acto”, de Revista Iberoamericana 275 (2021 [con J. Cedeño]). Su próximo libro, “Rímel y gel: el teatro de las fiestas under”, será publicado en 2023.

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