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VELAR LA IMAGEN. FIGURAS DE LA PIETÀ EN EL ARTE CHILENO

“Hay dos momentos en la vida donde nuestros cuerpos son recogidos en los brazos de otro: cuando se nace, y cuando el cuerpo cae herido y debe ser asistido”. Con esta reflexión comienza el libro Velar la imagen. Figuras de la pietà en el arte chileno, escrito por la teórica del arte Paz López (Chile, 1981), quien en una serie de siete ensayos reformula el sentido de la pietà en el arte chileno.

La representación del duelo materno frente al hijo caído ha sido reproducida por numerosos creadores, sin embargo, para algunos artistas chilenos ­–como argumenta López– los protagonistas de sus pietàs son pobres, homosexuales, enfermos o huachos, los atormentados y los desposeídos.

La teórica cultural, crítica y ensayista Nelly Richard (1948) nos comparte su reseña de esta publicación de Mundana Ediciones (2021).

Ronald Kay y Raúl Zurita, Pietá, 2008, fotografía impresa sobre Arches BFK Rives de 300 gr. Cortesía de Sergio Parra

OSCURECIMIENTO, RELAMPAGUEOS

Por Nelly Richard

Este libro de Paz López se inscribe en el campo de las escrituras críticas sobre arte en Chile. Por ser este un libro que hace vibrar la relación entre imagen, pensamiento y escritura, amerita que nos preguntemos qué tipo de vinculación establece la autora entre el registro de la visualidad y el de la textualidad.  

 Paz se relaciona con el soporte y la materia de cada obra propagando ondas de resonancia sensible que nunca son estridentes sino tenues y reservadas o, mejor dicho, sutilmente graduadas.  En este libro la crítica no se refugia en lo categorial de algún fundamento del juicio. No ocupa el tono magisterial de la disertación filosófica. Tampoco aspira a la solvencia investigativa de una demostración de saber historiográfico.  Desde su misma configuración, el libro afina sus desajustes escriturales con el formato tecnificado del artículo universitario. La no sistematización de las citas que irrumpen en las páginas como claves más bien deambulatorias; lo escueto del libro y sus abreviaturas teóricas; lo refinado del tono escritural cuyo aliento se acopla al ritmo breve de la frase; el régimen de los afectos que acoge y protege la imagen en lugar de colocarla bajo la inquisición de un saber especializado, van en contra de las pretensiones (masculinas) de fortaleza de un conocimiento garantizado y verificable.

Las obras que comparecen en el libro están rodeadas por haces de significación leves e intermitentes, fugaces, que van desanudando y reanudando el sentido en una dimensión íntima. No hablo de la intimidad subjetiva de quien lee. Hablo, más bien, de la intimidad crítica que nace entre, por un lado, el acto de descifrar una imagen y, por otro, la búsqueda de figuras retóricas que dotarán de elocuencia y poeticidad a esta imagen.  La escritura de Paz, que surge de las latencias del ver, del entrever, ofrece un modo de entendimiento crítico que no clausura nada. Al contrario, los textos dejan que se filtren, en cada ejercicio de lectura, zonas de indeterminación semántica que difuminan el contenido del arte fuera de toda grilla de explicación o interpretación.  Lo evocativo es la modalidad que hace de lo dicho a medias palabras (sugerir: aludir-eludir) un resquicio oblicuo del sentido que deja aflorar el revés de la trama que compone las escenas más escondidas de cada obra.         

Las imágenes, en el libro de Paz, no se dejan consumir como simple reflejo visual de algo externo a la figuración artística que les da cuerpo y sustancia. Las imágenes son el resultado de una operación de arte que dispara flujos entrecortados de pensamiento visual en torno a lo que exhibe y a la vez esconde sus figuras.  Son imágenes que resguardan un secreto, y que solo pueden ser interpretadas mediante una lectura capaz de deslizarse por las fisuras y los huecos de la representación, moviéndose entre opacidad y develamiento, entre misterio y revelación.  Paz se interesa tanto en la materia estética de la imagen como en los artefactos técnicos que la confeccionan. Es su modo de tomar en serio todo lo que fragmenta y recorta las superficies (encuadres, desmarques), usando la discontinuidad de estos procedimientos para refutar el mito idealista-trascendente de la síntesis plena de una visión entera. 

Son varios los nombres propios del arte chileno que Paz convoca en sus páginas: Kay, Zurita, Leppe, Dittborn, Babarovic, Las Yeguas del Apocalipsis, Langlois Vicuña, Dávila. ¿Qué reúne a estas obras? Una figura -la de la pietà- que se asoma entre distintos géneros artísticos y sexuales.  Paz inicia su libro con un desvíoal saltarse el repertorio iconográfico de la pietà dominado por la pintura, introduciendo el montaje de Kay-Zurita en la revista Manuscritos de 1975 como un montaje que sustituye los cuerpos humanos de la madre y del hijo por dos artificios mnemotécnicos: una cámara fotográfica y una tableta de escritura.  La primera aparición de la pietà en el libro es, entonces, protésica: reemplaza lo orgánico del cuerpo humano por el ensamblaje de un aparato de visualidad con un aparato de textualidad, siendo ambos máquinas de captación y fabricación de la imagen y la escritura. Dos máquinas que, por lo tanto, saben de registro, de huellas, de archivo, de grafía, porque se dedican a la inscripciónde las trazas, y que saben, también, de su borradura o desgaste cuando el original se torna deleble en la multiplicación de la copia. La lectura de esta obra fotomecánica de Kay-Zurita que inaugura el libro porta, entonces, como hendidurael drama de la desconfiguración del trazo y de la evanescencia de la memoria. Un drama en suspenso que no cesa de retornar en el arte que le interesa a Paz como un arte que se hace cargo de las roturas biográficas y narrativas de una memoria convulsa.      

Fuera de esta obra Kay-Zurita, las demás prácticas artísticas que comparecen en el libro pertenecen al género de la pintura, la fotografía o la performance. En todas ellas, la imagen que se exhibe y se oculta es una imagen traspasada de un soporte a otro; de una corporalidad a una presencia; de una presencia a una representación; de una representación al desdoblamiento de los pliegues que contienen el secreto de una opacidad, es decir, una resistencia a que la luz -o el conocimiento- lo clarifique todo. Por algo los signos de lo enlutado se refugian en el oscurecimiento como una sorda negativa a satisfacer el requisito dominante -colonizador- de que la vista lo abarque todo sin dejar nada en la penumbra.

Natalia Babarovic, Pietá, 2007, óleo sobre madera, 35 x 57 cm. Cortesía de la artista

«El simbolismo que Paz le atribuye a la figura de la pietà en las distintas obras que convergen en su libro evoca, más allá del duelo materno frente al hijo caído, la fragilidad de la carne, la vulnerabilidad del ser, la mortalidad de la existencia. Lo que ofrece, entonces, la figura de la pietà evocada por Paz es una reserva de piedad que les sirva de consuelo a los sobrevivientes de algún desastre: dictadura, pandemia o guerra».

        

La pietà, dice Paz, es “la representación por excelencia del duelo maternal frente al hijo caído”[1].  Pero cuando Paz habla de lo materno, por ejemplo, en la performance de Leppe con Dávila titulada La pietà, lo hace subrayando modos que tienen lo femenino y lo materno de no complementarse, desobedeciendo así las exigencias de la moral cristiana que consagra el núcleo procreador de la familia. Paz insinúa que lo femenino y lo materno pueden disociarse y, eventualmente, fisurarse debido al choque entre posiciones de identidad discordantes o perversas en el interior escindido de un mismo sujeto-mujer.  Sería interesante preguntarse, desde los escritos de Paz, cómo se relaciona ella con el feminismo. Algo me dice (aunque no haya nada explícito al respecto) que no se siente cómoda con una cierta dogmática feminista de la identidad-Una de las mujeres: una identidad-Una basada en el separatismo biológico-sexual de un cuerpo-esencia. Que tampoco adhiere a una cierta fetichización normativa de la Ley (que siempre lleva como reminiscencia el mandato castrador de la Ley del Padre) en tanto ley llamada por el feminismo a regular la policía de los cuerpos sometiendo la sexualidad a estricto control y vigilancia. Algo me dice que Paz le reprocharía a este feminismo dogmático su negación de la ambigüedad, de los tumultos del inconsciente, de las intrigas del deseo y de la ambivalencia de las pulsiones; su desconocimiento de que la sexualidad -en tanto conducta, pero, sobre todo, en tanto fantasía- nunca se va a dejar capturar del todo por una disciplina. Las ondulaciones de lo femenino que recorren el libro de Paz llevan como correlato la plasticidad del deseo:  un deseo que simula y disimula; que enreda y confunde los signos; que desorganiza las categorías en lugar de militar, unívocamente, a favor de aquellas consignas que promueven los activismos identitarios del “ser”, del “hablar como” o “en representación de”.          

En todo caso, el simbolismo que Paz le atribuye a la figura de la pietà en las distintas obras que convergen en su libro evoca, más allá del duelo materno frente al hijo caído, la fragilidad de la carne, la vulnerabilidad del ser, la mortalidad de la existencia. Lo que ofrece, entonces, la figura de la pietà evocada por Paz es una reserva de piedad que les sirva de consuelo a los sobrevivientes de algún desastre: dictadura, pandemia o guerra. Su don es hacer que su rememoración de los cuerpos de menos se sienta parte asistida de una comunidad en duelo. Aquí los cuerpos atravesados por el drama de la desaparición (muerte, pérdida, abandono, sacrificio) están presentes en “obras que estrechan contra su pecho a los atormentados y desposeídos: … comunistas, homosexuales, pobres, enfermos, huachos, travestis, sidosos”[2].  Estos son los cuerpos afligidos de la marginalidad urbana, del desecho social, de las periferias sexuales (Leppe, Dávila o Las Yeguas del Apocalipsis) a las que el arte dota de recursos performativos para que su condición de cuerpossustraídos de la representación legítima haga notar su disidencia de género(s) mediante una llamativa proliferación de artificios paródicos.  

La imagen de estos cuerpos desfavorecidos y maltratados, de estos cuerpos en pena que vagan y divagan, es lo que -según el título del libro- habría que velar. La palabra “velar” trae como sentido familiar el de realizar una guardia para acompañar a un fallecido.  Pero cuando se trata de “velar la imagen”, como lo reza el título del libro, podemos pensar, además, que se trata de “mantenerse en vela junto a la imagen como si fuera un cuerpo desfalleciente, acechado por la muerte” [3]. El libro de Paz usa la gravedad del tono y la solemnidad de los gestos a realizar en torno a este rescate de una presencia última como advertencia en contra de los múltiples peligros de banalización que sufre la iconicidad en tiempos de hipercapitalismo mediático. Ya lo escribió Mark Fisher: “bajo las condiciones de la memoria digital, es la pérdida misma la que se ha perdido”[4]. Y esto debido a la velocidad de sustitución medial de los cambios tecnológicos entre soporte y registro, copia y transcripción, archivo y documentación. Si lo que se ha perdido -digitalmente- es “la pérdida”, es decir, el sentimiento de desconsuelo por lo que falta irremediablemente, “velar la imagen” consistirá entonces, desde la reflexión estética, en proteger la materia de su entera disipación mediática en el universo virtual de las redes. Si, en la era de la virtualidad, se confunde lo vivo y lo muerto en una imagen que desaparece y se transmuta de soportes sin dejar huellas, “velar la imagen” será tratarla, dice Paz, como “una sepultura que cobija la ausencia y retarda la desaparición[5].

Paz López, Velar la imagen. Figuras de la pietà en el arte chileno. Mundana Ediciones, 2021, 113 páginas

«El libro de Paz es un libro querible. Es un libro de dolencias y apegos, un libro de fracturas y reparaciones que entiende la conmoción en el doble sentido de la palabra: el de una violenta o brusca alteración del orden (la revuelta social; la revuelta de los sentidos que sacude el arte) y el de una sentida desolación por los males que afectan a todo lo que vale la pena».

El desconsuelo de la pérdida ligado a una imagen agonizante no es compatible con la iluminación de un reflector de alta potencia ni con una luz saturada que impide distinguir los claroscuros de la tristeza o la aflicción.  Para no favorecer la sobre-iluminación del mensaje artístico, Paz recoge el filamento de luz incandescente que cuelga entre la pérdida y el rescate de la imagen. Podría decirse que su reflexión crítica en torno a la imagen dibuja un gesto inverso al que realiza el activismo lumínico del colectivo Delight Lab.  Mientras Delight Lab hipervisibiliza la imagen queriendo translucirlo todo con un haz inmaterial de blancura extrema, Paz busca en la textura sombría de las obras las medias tintas de lo que se estampa en ellas como borroneo de una lenta e inefable desaparición. Es la tardanza de la imagen en retirarse de escena lo que Paz inscribe como lamento o desesperanza, para que el arte crítico tenga cómo diferenciase del optimismo comunicacional que invade la sociedad de los medios.         

Bien sabemos que aquel arte que nos atrapa en sus misterios se resiste a la inmediatez del trato con una actualidad que habla en vivo y en directo. Es un arte cuyas poéticas evitan la simplificación ofrecida por el realismo de las falsas evidencias. El arte y el pensamiento saben que su temporalidad crítica es la del desencaje. Pueden interceptarse con la contingencia por la vía del diferimiento o incluso del anacronismo, de lo no contemporáneo como ranura e intersticio.  Los textos contenidos en este libro de Paz fueron atravesados por una doble contingencia: la de la revuelta social y la de la pandemia. La revuelta de octubre 2019 manifestó el tiempo agitado, frenético, del estallido que hizo saltar en mil pedazos todo el ordenamiento político e institucional de la razón neoliberal, caotizando a Chile con una negatividad desintegradora que aún no se reabsorbe.

Después del estallido, la pandemia secuestró los cuerpos en el aislamiento y el confinamiento de las cuarentenas a la vez que reemplazó el contacto físico y la experiencia sensible por tecnologías a distancia. La figura del duelo que alegoriza el libro de Paz, al recalcar la condición vulnerable de “una carne frágil y mortal”, nos remite a los cuerpos golpeados por la enfermedad. Su escritura, dedicada a esta carne frágil y mortal, restituye la carga de afectividad de la que nos han privado las estadísticas mundiales que contabilizan los muertos en tanto números según una mecánica serial y anestésica.

Pero el libro de Paz, aunque nadie lo crea, también nos sirve para repensar el imaginario de izquierda alzado en torno a la revuelta. Aun subyugada por la carga insurreccional de la revuelta, una cierta izquierda no se dispone a transitar por el duelo ni por la melancolía que suponen admitir el fin de la excepcionalidad de un acontecimiento. Tampoco la descomposición de un ideal de pureza y redención cifrado, por ejemplo, en la subversión popular de la calle. Siempre le ha costado a la izquierda (de esto nos habla el libro de Enzo Traverso, Melancolía de izquierda. Marxismo, historia y memoria) aceptar el decaimiento de un ideal salvador o resignarse a que un símbolo triunfante pueda cambiar de estado y forma hasta mutar en algo ya no tan glorioso como el mito que lo sublima, por mucho que la experiencia vital del acontecimiento seguirá teniendo el carácter de única e irremplazable en su apertura emancipadora. El libro de Paz admite que lo superlativo y lo mayúsculo pueden ver rebajadas sus escalas monumentales debido a distintos tipos de caída o repliegue de las fuerzas que las disminuyen. Muy lejos de la exacerbación o del paroxismo de la aspiración máxima, la escritura de Paz se dedica a palpar, con tacto y delicadeza, los hilvanes de la precariedad, del desarme y del entremedio.  

El libro de Paz, ¿qué duda cabe?, es un libro escrutador: un libro que indaga en los trasfondos de la imagen, que se devuelve sobre la problematicidad del ver prestándole atención a lo que reluce pero, también, a lo que desluce en la imagen. Es un libro hospitalario que le da refugio a los necesitados; un libro amoroso y generoso que le entrega suplementos de valor y coraje a los desvalidos; es un libro solidario que defiende la reciprocidad del atenderse unos a otros en medio del desamparo. Pero también, y sobre todo, el libro de Paz es un libro querible. Es un libro de dolencias y apegos, un libro de fracturas y reparaciones que entiende la conmoción en el doble sentido de la palabra: el de una violenta o brusca alteración del orden (la revuelta social; la revuelta de los sentidos que sacude el arte) y el de una sentida desolación por los males que afectan a todo lo que vale la pena.


[1] P. 14

[2] P. 15.

[3] Contratapa del libro. 

[4] Mark Fisher, Los fantasmas de mi vida, Buenos Aires, Caja Negra, 2019. p. 26.

[5] Contratapa del libro.

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