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RODRIGO ARAYA: ORDENADORES Y SIRVIENTES

Por César Vargas

El arte es una ciencia…
Sufre rítmicamente.

F. Pessoa

I

Dentro de pequeños espacios de relación interior, propiciados por cierto tipo de operaciones o proyectos artísticos, la experiencia de un teórico, un crítico o cualquiera que tome la palabra escrita para pensar el arte, deviene, inexcusablemente, como la experiencia de un ventrílocuo. Y, aun cuando esta figura-artefacto es en realidad un lugar común olvidado, precisamente, para que surta efecto el negocio del discurso sobre el arte, es justo saberla también como un arte. Es más, su estatuto artístico (necesariamente secundario) nace de una singular capacidad corporal, y está descrita en la etimología latina de la palabra ventrilocuus: el que habla con el vientre.

Hacer hablar a las obras es un acto de ventriloquía. Es un arte de hilos menores, pero no menos teatral de todo lo que ya implica una puesta en escena artística. A este cuidado de la escena teatral, pero más profundamente, al acontecimiento de que el teatro nace de su propia desaparición, pertenece la muestra Ordenadores y Sirvientes de Rodrigo Araya. Por eso resulta ventajoso utilizar acá la metáfora del ventrílocuo para referir la escena de la escritura en el análisis -donde lo ventajoso es ya el disimulo de que dicha metáfora fue anticipada por el concepto de obra manipulado en esta exhibición.

Desde este lugar, lo que el artista ha puesto a trabajar es una industria inmaterial de hilos, relaciones y dependencias que conectan por dentro la aparente neutralidad estética de los objetos en el arte y en los sistemas de representación de lo artístico. En esta exhibición hay una sensibilidad histórica y casi microfísica del paso del tiempo; la imagen, en la obsolescencia del propio o cualquier futuro, emerge como el acto de una pieza teatral en la cual todos los elementos quedan suspendidos dentro de un movimiento constelativo —y sin centro.

El hecho de que Rodrigo sea aparte de artista visual, músico, diseñador, editor y performer se deja ver con claridad en sus procesos. Reúne y atraviesa esas convenciones en la lógica constructiva de las obras, y éstas lo reclaman como el actor principal en los pequeños círculos de participación que inventa. Utiliza el performance como un éter que va expandiendo a cada obra, como si estas fueran uncidas por ciertos poderes de bajo presupuesto: el habla, el sonido, el tacto o el simple acto de llenar un vaso con licor. Aquello que está en suspensión comienza a vibrar y vivir gracias a esa potencia ontológica de la performatividad del artista.

Pone en acción una semiótica que impulsa el escrutinio de lo que entendemos como conocimiento estético, diluyendo aquellas intenciones jerárquicas, esencialistas y omnicomprensivas propias de una lectura hegemónica.

El modelo de una coexistencia estética conecta el cuerpo de cada obra a través de una interpenetrabilidad semiótica, abriendo así los procesos de identificación en los que se hacen visibles las relaciones, procedencias y tensiones que ellas portan. Así, el espacio exhibitivo se vuelve un escenario de relaciones micropolíticas en el cual las distinciones entre arte y diseño, alta y baja cultura, arte y artesanía, los géneros como sistemas de enunciación y la provisionalidad de las definiciones artísticas, devienen cuerpos retóricos para asociar e intercambiar libremente. Es decir, para interpretar las máscaras con las cuales jugar algún rol o posición más o menos conveniente en el teatro de las relaciones del mundo del arte.

Vista de la exposición “Ordenadores y Sirvientes”, de Rodrigo Araya, en Sagrada Mercancía, Santiago de Chile, 2021. Foto Felipe Ugalde
Vista de la exposición “Ordenadores y Sirvientes”, de Rodrigo Araya, en Sagrada Mercancía, Santiago de Chile, 2021. Foto Felipe Ugalde

II

En la forma de proceder de este proyecto no hay un objeto de reflexión, sino más bien un modo de reflexionar sobre los objetos. Y, más específicamente, sobre el cuerpo tecnológico de lo que llamamos objetual, esto es, la capa de sus signos, las miradas que los construyeron, las intenciones que lo programaron y la conducta que los realiza en su dimensión social e individual. Entiende la imagen en sentido expandido como el cuerpo —previo, fáctico y futuro— de todo objeto. En esa línea de análisis, una obra que nos puede ayudar a dibujar esta perspectiva es Imágenes fluidas I y II. Con este título el artista ha construido dos paneles (el primero del doble del tamaño que el segundo), al modo de bastidores de bajo presupuesto en los que, siguiendo los ejes horizontales y verticales de una cuadrícula, se han organizado las imágenes bajo patrones secuenciales de tipo formal, cromático, histórico y biográfico.

Estas enciclopedias pobres y bastardas están hechas de múltiples tipos de imágenes: envoltorios, boletas, reproducciones de obras de arte, fotografías y etiquetas de todo tipo de mercancías. Son el resultado de un comportamiento personal de acumulación que data de muchos años atrás, y que se renueva permanentemente. El principio de composición visual hace referencia a los algoritmos de búsqueda de imágenes en internet, creando un modelo de clasificación rudimentario en el cual corre la libre asociación de pistas, cifras e indicios. Imágenes fluidas corresponde a un proceso de agenciamiento metonímico en el que se va tejiendo un silencioso movimiento, casi como una vibración, el dictado de un leitmotiv: ¡Qué las obras sean infieles a cualquier origen![1] Por eso las pistas, cifras e indicios transforman la búsqueda de sentido en algo tan apremiante; de cierta manera, nos conmina a leer e inventar un relato acusando nuestra propia experiencia codificada por la eterna circulación de imágenes-mercancía.    

Lo que vuelve interesante a esta pieza en su precariedad analógica es, justamente, la línea diacrónica que abre en relación al presente de las imágenes del régimen digital de las redes. Estos Atlas Mnemosyne inventan una estructura de narraciones en movimiento y, con ello, logran poner en el centro del escenario una semiosis interactiva de producción de subjetividad. Dan el tono de un problema mayor porque trabajan con el flujo mismo de los signos (puro valor de cambio), o sea, el cuerpo intersubjetivo inmanente de nuestra vida social. Este fenómeno estético-político despunta el problema de las tecnologías del yo como uno de los ejes recurrentes en la obra de este artista. Por eso, estos cuadros de imágenes, si bien se organizan bajo una lógica de clasificación aditiva, no están producidos siguiendo la virtualidad en su vocabulario expresivo, sino en su condición tecnológica de artefacto de producción historiográfica del «yo».

La obligación del diseño en sí en las plataformas de comunicación virtual conforma el gran plano de relación cultural contemporáneo. Desde este fenómeno, se me hace imposible sustraer la economía que ponen en juego estas imágenes fluidas, en tanto residuos de relaciones sociales del «yo». Cada sujeto es la estandarización de una empresa de vivencias, lugares y recuerdos, es decir, una empresa de imágenes en el más espectacular de los sentidos: tu vida te pertenece sólo como imagen. Si pensamos estos cuadros como un símil infratecnológico de lo que es una aplicación como Instagram, podemos armar en ellas nuestro propio relato, exponiendo así el tropo narrativo desde el que se constituye toda subjetividad humana. La grilla opera dándole cuerpo a un modelo de proliferación esquizoide de imágenes, propio de la desespacialización de la cultura de las redes digitales. Esta ya no tan nueva textura de las cosas, pone en movimiento una irradiación de comunicación y economía libidinal desde la cual el cuerpo es actuado en imágenes y controlado por una empresa: la subjetividad autoempleada del «yo».

Vista de la exposición “Ordenadores y Sirvientes”, de Rodrigo Araya, en Sagrada Mercancía, Santiago de Chile, 2021. Foto Felipe Ugalde
Vista de la exposición “Ordenadores y Sirvientes”, de Rodrigo Araya, en Sagrada Mercancía, Santiago de Chile, 2021. Foto Felipe Ugalde
Vista de la exposición “Ordenadores y Sirvientes”, de Rodrigo Araya, en Sagrada Mercancía, Santiago de Chile, 2021. Foto Felipe Ugalde

III

Desde mi propia imaginación teórica creo que, efectivamente, Rodrigo Araya trabaja críticamente con el mercado de los signos y todo lo que conlleva la tecnología de redes para nuestras propias vidas contemporáneas. El «yo» como ese puro valor de cambio capaz de fluir libre para todas las tecnologías de control; los sistemas de representación y validación política de las democracias neoliberales; la cultura emocional de capitalismo en todas las formas de terapia posible; la comunicación como el nuevo escenario de competencia social y antropofagia; las pantallas como la superficie de la historia. Y, finalmente, la selfie como la consumación del destino histórico de toda imagen: una reverencia al capital. La conquista desmaterializada de la arquitectura panóptica y, con ello, el fin del cuerpo humano, devorado por sus propios órganos sexuales transformados ahora en los verdaderos vigilantes y policías de la vida humana.

Hay aquí un deseo por significar profundo en la tensión misma de lo que son hoy las superficies de control. En ese sentido pienso que, el modo en que este proyecto interlocuta con todo lo que acabamos de plantear, o sea, la forma en que se hace de un concepto crítico del presente, tiene que ver justamente con el uso y administración de ciertas tecnologías de suspensión que recorren interna y estructuralmente el sentido espacial de las piezas y la muestra. Consideremos lo siguiente como un acusar conciencia o una nota en sentido político.

Antes de que las obras y el proyecto mismo se planteara la materialización de cierto tipo de relaciones sociales y formas de construcción de sensibilidad y percepción, lo primero fue la utilización del espacio desde una poética de la suspensión. Ahí están demasiado presentes: los bastidores, el vestíbulo de cortinas como dispositivo de votación, la mesa, una repisa de vasos, los cuadros de resina. Son las técnicas de montaje de esas estructuras, en sus distintas economías de separación o relaciones de aire (respecto al suelo o la muralla), las que soportan y permiten la existencia de los objetos bajo un aspecto de flotación. Asimismo, cada obra deviene un aparato de captura y clasificación en los que distintas técnicas de suspensión van conectando el entre de imágenes, objetos, papeles, llaves, vasos, corchos, botellas, brazo cyborg, flor de utilería y cadena.

Saber leer significa aquí poder ver el proceso como una gramática del espacio; una gramática atravesada por la inteligencia editorial hecha sobre los propios vacíos y espacios en blanco que hay entre las cosas que actúan como objetos. El poder de interpelación ideológica que porta todo signo está condicionado, interrumpido y sometido a la belleza métrica del aire entre sí, y los vacíos necesarios propios de cualquier poética que no haga entrega demasiado fácil de sí misma.

Se puede percibir la función activa del espacio conteniendo la invisibilidad de las relaciones que conectan el juego significante entre objetos-imágenes de forma análoga a la experiencia —en tanto imagen mental— de lo que aporta el sentido de la memoria a la visualidad o de lo que aporta la voz a un texto. Esa potencia ontológica de lo performativo y sonoro se vuelve atmosférica, como si la autoría, y con ello la multiplicidad de capacidades que se reúnen ahí, se desvaneciera por cada intersticio y separación en la que se contiene la filigrana y clasificación del orden visual.

Toda esta gramática de la que hablamos cobra mayor profundidad en el entendido que esta exposición proviene del título de un artefacto-publicación del propio artista. Esta inversión respecto a la economía lineal y normalizada de exposición-catálogo-libro, tiene un fondo más complejo que una simple alteración de orden. Y, tiene que ver, ahora, con la destrucción del acto de suspensión de las cosas en el tiempo (aquello que permite fijar su identidad), para producir un nuevo acontecer de la materia que se ha detenido en aquel libro de artista. En cierto grado, la exposición sobre la que reflexionamos estaba ya contenida en la publicación, salvo que todavía no asumía la trama de su propio devenir, esto es, el espacio para existir de otra manera que la propia.

Si acaso esta exposición opera en los pliegues del significante y difumina los límites que ponen en relación la construcción de las obras con el espacio (sin exagerar: todo se hizo en la galería); la curaduría y el performance; el arte sonoro y la [de]construcción del libro; la amistad y el trabajo; si es así, ha sido a condición de hacer perceptible los hilos de poder que existen entre todas esas actividades. Todo aquello ha quedado demostrado. Y, lo que llamamos un todo, no es otra cosa que la ubicuidad de lo enunciado, producido y encadenado desde una pasión visual por el significante, una pasión por el ver más allá de la propia visibilidad que ofrecen las obras en sus cuerpos temporales. Ese arte de los ordenadores y sirvientes entiende que el espacio de cada eslabón en una cadena es otra cosa que el espacio mismo… es el poder de unir en y desde la separación. Por eso, lo político de los espacios que cohesionan la exposición es similar y comparable a la función que complacen los signos no fonéticos en la escritura, como lo son el uso de espacios y puntuación. Esos signos de suspensión y pausa resultan esenciales a las formas en cómo el pensamiento encuentra su entonación y carácter, a saber, en este caso, al modo en cual éste se hace flujo reversible en el proceso creativo de ensamblar lo escrito y lo visual. 

Vista de la exposición “Ordenadores y Sirvientes”, de Rodrigo Araya, en Sagrada Mercancía, Santiago de Chile, 2021. Foto Felipe Ugalde
Vista de la exposición “Ordenadores y Sirvientes”, de Rodrigo Araya, en Sagrada Mercancía, Santiago de Chile, 2021. Foto Felipe Ugalde

IV

El proceso editorial deviene un sistema crítico de la realidad visual de los objetos. Y, al someterlos a un control distributivo en el espacio, van tejiendo una gramática de la composición. Así, en la intensidad maquínica del lenguaje como huella y pista, aquel procedimiento gramatical se deja ver como un conocimiento técnico y, más todavía, como un dispositivo para crear técnicamente relatos de identificación. En su pequeño libro sobre la domesticación de la vida y el arte del pastoreo, titulado Normas para el parque humano, Peter Sloterdijk, nos recuerda lo siguiente: “En otro tiempo, los conocimientos de gramática se consideraban en muchos lugares como el emblema por antonomasia de la magia. De hecho ya en el inglés medieval se derivó de la palabra grammar el glamour (la expresión referida al encanto, al hechizo, proviene de la palabra gramática): aquel que sabe leer y escribir, también otras cosas imposibles le resultarán sencillas”[2].

De esta nueva derivación etimológica se puede desplazar algo esencial al proceso de exposición. Tiene que ver con el gesto político de extraer a la precariedad un cierto glamur high tech, y con ello, lograr una suerte de encanto sincrónico entre lo visual y sonoro. La función de la sonoridad la cumplen aquí las pequeñas frases y poemas que se han insertado en lugares estratégicos de la instalación. La confluencia de ver y leer, organizada espacialmente, articulan el sentido de toda una tecnología sobre los modos de impedir la quietud de la experiencia. Es más, impedir que haya sujeto cognoscente de una sola sensación u objeto es una buena manera de situar el parámetro de lo que busca el artista. Las capas de lenguaje van diluyendo al sujeto espectador, desorientándolo para hacerlo fluir a otros límites de lo significa leer; saber unir las pistas y comenzar a dilucidar no sólo la comunidad visual de la información, sino también lo que esta exposición ha tramado a espaldas de dicho sujeto espectador.

El encanto por el cual se conectan lo visual y sonoro, la imagen y la poesía, pasa inevitablemente por una morfológica de convivencia planteada rigurosamente, pero desjerarquizadas de los valores artísticos que las podrían separar. La metonimia de las imágenes y los insertos de poemas en clave afectivo-burocrático, portan gracia desde la separación de su mundo; así, hacen aparecer como poético algo que está infinitamente banalizado en el valor de cambio que asume la palabra y la imagen en la comunicación cotidiana. Se pierde y se vuelve a encontrar el hilo del sentido, se hace autoría en el acto mismo de hacernos perder el rumbo, desorientarnos y dejarnos expuestos a múltiples capas de lo poético. Es en los pliegues de la palabra-imagen donde se van enganchando situaciones emocionales, la agudeza perceptiva, la recolección de experiencias menores y desventuradas, la irónica conciencia de saberse sometido por disímiles formas de virtualidad y, por supuesto, el perpetuo estreno de la vida cotidiana en su comicidad. 

15 / 07 / 2017 – 08:35

Un subalterno brinda su más caluroso

recibimiento a un gerente que se

encuentra de visita en el trabajo. El

deseo de obtener beneficios puede no ser

el motivo principal. El subalterno

quizás esté intentando, con todo tacto,

poner cómodo al gerente simulando

el tipo de mundo que cree que aquel

da por sentado.

Vista de la exposición “Ordenadores y Sirvientes”, de Rodrigo Araya, en Sagrada Mercancía, Santiago de Chile, 2021. Foto Felipe Ugalde
Vista de la exposición “Ordenadores y Sirvientes”, de Rodrigo Araya, en Sagrada Mercancía, Santiago de Chile, 2021. Foto Felipe Ugalde
Vista de la exposición “Ordenadores y Sirvientes”, de Rodrigo Araya, en Sagrada Mercancía, Santiago de Chile, 2021. Foto Felipe Ugalde
Vista de la exposición “Ordenadores y Sirvientes”, de Rodrigo Araya, en Sagrada Mercancía, Santiago de Chile, 2021. Foto Felipe Ugalde

V

El artista, autoconfeso, ha declarado que una de sus fascinaciones es lo que en el mundo de los magos e ilusionistas se denomina misdirection. Esta técnica de direccionar la mirada para engañar sobre el punto de atención y lograr hacer el truco, es sin duda un elemento que toma en uso esta exposición. Este es el espacio de dominio en el que cabe el sistema expositivo, el punto de autoconciencia de que saber exponer (literalmente) es saber también ocultar, ya no tras el velo de algo, sino a la libre vista de los espectadores. La gramática y la ilusión van de la mano, pero son las manos las que van desapareciendo de la escena para que pueda existir lo que convenimos llamar arte. Disolver la importancia y hacer aparecer la infinidad de gradaciones que hay entre el valor cero de algo y el valor artístico de ese algo, constituye el teatro mismo del arte. Igual a cualquier economía o religión este es un asunto de valores y creencias.

Esa liviandad que otorga el juego significante acusa conciencia en el arte de distraer la mirada: engañar en la mirada misma. Este procedimiento va adquiriendo gestualidades diversas que pueden aportar nuevas observaciones críticas cuando lo dirigimos a los sistemas de referencias y valores que acostumbramos a utilizar cuando catalogamos algo con el rótulo de artístico. En cierta forma, toda la arquitectura conceptual y procesual de la exposición gira en torno a ese fenómeno de codificación y descodificación de nuestros propios habitus de evaluación y categorización artística.

Al desublimar el valor que ha quedado coagulado en esas categorías, entendemos, cuán osificado y normalizado está el cuerpo retórico de nuestro propio comportamiento estético. La institución discursiva del arte no son más que la acumulación de plantillas, patrones, categorías respaldadas por la historia del arte y la crítica; en definitiva, la trama de subjetivación con la que opera la medida del valor cultural que nos permiten mirar algo como obra de arte. Por esto, entre otras cosas, la gestión de la percepción se muestra profundamente política en la técnica del misdirection: el valor que posee algo y el valor por asignar, se diluyen como se diluye la mirada atenta en la mirada distraída dentro del acto de una ilusión.


[1] ARAYA, Rodrigo. “Tus zonas erróneas”. Pág. 35. Colección Catálogos Galería Die Ecke Arte Contemporáneo, 2014.

[2] SLOTERDIJK, Peter. “Normas para el parque humano. Una respuesta a la Carta sobre el humanismo de Heidegger”. Pág. 24. Ediciones Siruela. Tercera edición, 2003.

Hasta el 26 de noviembre de 2021 en Sagrada Mercancía, Sazié 2065, Santiago de Chile.

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