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ALTERAR SIN MOLESTAR. SOBRE LA CURADURÍA DEL PABELLÓN CHILENO EN LA BIENAL DE VENECIA

Entrar al museo ha sido complejo desde el inicio de la pandemia, puesto que, entre aforos reducidos, medidas de seguridad especiales, horarios restringidos y falta de personal, estos espacios han quedado al final de la lista de prioridades de la autoridad. Fue más fácil ir al mall a comprar calcetines que hacer cita para ir a ver una exposición, cuestión que expresa el modo en que la cultura se ha visto también privatizada, en la medida que los únicos “bienes y servicios” artísticos que se han visto promovidos han sido las plataformas de streaming y, con mucha suerte, algunas webs de museos que han digitalizado sus colecciones (pero no en Chile), todo para ver en casa —siempre y cuando tengas la plata y los equipos necesarios para suscribirte o navegar—.

Uno no quisiera caer en la caricatura del anti-establishment que afirma con liviandad que las élites no quieren a una ciudadanía educada, pero en estos tiempos se hace difícil desconocer que desde la autoridad no existe ningún interés por reactivar a nuestro sector, castigándonos tanto a los profesionales como a los públicos.

Ahora, más difícil es ingresar al museo cuando aparte de barreras sanitarias, las propias exposiciones se hacen un trago difícil de pasar. Quizá para Miradas Alteradas de Voluspa Jarpa, estos tiempos de públicos reducidos le ha jugado una buena pasada, ya que al final del día pocos podrán ver la exposición. No es fácil de digerir llegar a una muestra “internacional” y encontrarse con desastres como el que uno presencia al pasearse por el ala sur del Museo Nacional de Bellas Artes, porque se asume que hay cierto nivel en las propuestas (el que se supone garantizaron los jurados que seleccionaron este proyecto para ser presentado en el Pabellón Chileno de la Bienal de Venecia).

Vista de la exposición «Miradas Alteradas», de Voluspa Jarpa, en el Museo Nacional de Bellas Artes, Chile, 2021. Foto: Felipe Merino. Cortesía: MNBA
Vista de la exposición «Miradas Alteradas», de Voluspa Jarpa, en el Museo Nacional de Bellas Artes, Chile, 2021. Foto: Felipe Merino. Cortesía: MNBA

Lamentablemente, caminar por esta larga y enredada exposición supone para los espectadores entre una sensación de absoluta desconexión con el mundo, y una sobre saturación bastante cansadora: cinco sectores distintos proponen tres núcleos temáticos de una amplitud considerable: el Museo del hombre hegemónico, la Galería de los retratos subalternos y la Ópera emancipatoria. Las propias condiciones del espacio no hacen nada fácil el recorrido, ya que la gradualidad y acumulación que uno esperaría se ve alterada por las dos entradas que tienden a confundir al paseante: ¿por dónde se inicia el recorrido propuesto? ¿la museografía se adaptó realmente a las condiciones espaciales del museo?

Si Venecia es el evento más importante del mundo del arte, al ver Miradas Alteradas uno llega a preguntarse por la pertinencia de esta propuesta como representante del pabellón de un país como Chile que, de un modo bastante curioso, se ve subrepresentado en esta curaduría. Si bien hay elementos que hablarían de una cierta territorialidad local, a ratos parece que la voluntad expansiva de la artista y su curador, Agustín Pérez Rubio, tienden a desdibujar cualquier anclaje que no sea el de la propia Venecia: un evento global y masivo, donde miles de turistas circulan con una atención difusa, y los países como Chile tienen que esforzarse por aparecer siquiera en las crónicas que relatan los highlights de cada versión. Lo que quiero decir es que, al ingresar a la exposición, bien podríamos estar viendo un proyecto de algún artista sudafricano, norteamericano, español u holandés. Si no fuera por la abrumadora cantidad de logos que refieren a Chile, uno entraría a dudar. Sabemos que el sistema artístico hegemónico (colonial) les ha asignado a las periferias el rol de lo alterno, lo local, mientras que los centros siempre pueden referirse al mundo desde una perspectiva universalista. En este caso, pareciera que la curaduría se quiso resistir a estos encasillamientos, pero por eso pierde mucha de su potencia crítico-transformadora que le habría dado el trabajar desde una perspectiva situada (es decir, tomando sus condiciones de producción como sustrato de la obra).

¿Qué motiva a este proyecto curatorial a abandonar lo local para destacarse como un proyecto global y enciclopédico? Uno se imagina rápidamente que antes que cualquier cosa, lo que ocurre es que estamos en presencia de una artista ansiosa de posicionarse (y una curaduría igualmente ansiosa), pero también parece haber una estructura institucional algo extraviada, sin claros objetivos sobre el sentido que tiene llevar un proyecto artístico a Venecia. No quiero cuestionar las decisiones de los jurados que consideraron esta propuesta la mejor, pero me permito preguntar por lo que el Estado de Chile espera obtener de una exposición como ésta. ¿Es realmente esto lo que el sistema del arte chileno necesita para promover a artistas de mediana carrera? ¿Hay legibilidad para un proyecto tan amplio, en un espacio como éste? También cabe preguntarse por el sentido de escoger dos proyectos consecutivos –el anterior fue el de Bernardo Oyarzún- que se presentan como decoloniales en un espacio como la Bienal, siendo además este último fuertemente eurocéntrico.

En fin, podemos preguntar seriamente muchas cosas a las autoridades a cargo; es importante hacerlo también, porque además de cualquier cuestión de índole estrictamente simbólica, estamos hablando de un proyecto que se financia con el dinero de los contribuyentes. Ante todo, la transparencia y la defensa de lo público.

Vista de la exposición «Miradas Alteradas», de Voluspa Jarpa, en el Museo Nacional de Bellas Artes, Chile, 2021. Foto: Felipe Merino. Cortesía: MNBA
Vista de la exposición «Miradas Alteradas», de Voluspa Jarpa, en el Museo Nacional de Bellas Artes, Chile, 2021. Foto: Felipe Merino. Cortesía: MNBA
Vista de la exposición «Miradas Alteradas», de Voluspa Jarpa, en el Museo Nacional de Bellas Artes, Chile, 2021. Foto: Felipe Merino. Cortesía: MNBA

Me interesa destacar de esta exposición la profunda sensación de extravío que me vino al revisarla; no me refiero aquí a esta suerte de no-localización propia de la curaduría que ya mencioné, sino que más bien a una duda permanente por la pertinencia de lo expuesto. Cuando miraba la Galería de los retratos subalternos, más allá de algunas buenas pinturas (de unas dimensiones también llamativas), volvía a la pregunta por el sentido que tenía esa acumulación compulsiva. No entendí la oportunista presencia del retrato de Camilo Catrillanca (que fue agregado a última hora, ya que la selección del proyecto fue antes de su asesinato por parte de agentes del Estado en noviembre del 2018), y cómo esto podía vincularse con imágenes de histéricas, comunistas italianos y holandeses canibalizados. Si bien la curaduría podría responder que está citando los gabinetes de curiosidades, de un barroquismo desbordante o algo así, no deja de parecer efectista (y vacío) el gesto de esta “galería”. Uno habría preferido aquí mayor dedicación y síntesis, pero la verdad es que este constante exceso es la tónica a lo largo de todo el recorrido: cada gesto, cada elección temática parece entre pretenciosa y caprichosa.

El Museo del hombre hegemónico ya desde su descripción nos deja claras sus ambiciosas intenciones. La artista busca algo así como hacer justicia histórica ante una serie de acontecimientos patriarcales y coloniales ocurridos en distintos puntos del globo. Se refiere a un inconsciente hegemónico que estaría explorado mediante las obras de una latinoamericana, porque claro, ¿quién mejor para señalar el inconsciente de las potencias, que una voz “subalterna”? Esta pretendida distancia epistemológica es de por sí dudosa, puesto que asume que la colonialidad sería un fenómeno del que uno podría escindirse, así como así. Pero lo que revela es una expresión más del binarismo propio del modelo colonial, donde si Europa es el anverso, América resultaría su reverso, su espejo acusatorio (por lo tanto, una extensión de la misma).

Este “museo” se divide en seis casos de estudio, que son la parte más enciclopédica de la exposición. La artista recurre a múltiples medios y soportes para instalar un gabinete confuso y apretujado, donde cada caso está explicado en un espejo que, siguiendo la metáfora psicoanalítica, revela que el hombre hegemónico vive en cada uno de nosotros. Este obvio recurso tenía por objeto interpelar a un espectador promedio de Venecia, donde probablemente la idea de reconocerse como sujeto del colonialismo sea una sorpresa. Me permito dudar que entre la profusión de piezas y sobrediseño museográfico alguien realmente haya tenido ocasión de detenerse en algo (en especial si hay que recorrer rápido una serie de pabellones lejos de los Giardini, como es el caso de Chile).

No entraré a interrogar la selección de casos de Jarpa, quien se desliza entre una cierta erudición clásica y el tipo de editorialidad de medios de internet como Vox, Insider o Vice, que trabajan con hitos interesantes y curiosos de la historia. Sin embargo, quiero destacar el último caso: “Stay-behind: los ejércitos secretos de sus majestades en contra de sí mismo”, donde vemos que la construcción espacial, junto con la diagramación de las infografías de las distintas operaciones de falsa bandera, dejan lucir la habilidad que Jarpa ha desarrollado para trabajar la documentación histórica como soporte de obra. Esta última parte, ubicada convenientemente en una de las rotondas del museo, permite desarrollar una experiencia mucho más plena, en la que la información se manifiesta también como forma.

Sabemos que el diseño museográfico con el que la curaduría ganó el concurso se hizo originalmente para un lugar distinto al que finalmente fue destinada la muestra (¿un error del Ministerio de las Culturas?), lo que ciertamente debió afectar toda la experiencia que los espectadores tuvieron del proyecto en Venecia (tuvieron que modificarlo para ocupar el espacio que definitivamente ocupó). Sin embargo, al ver todas las piezas a sus anchas, expandidas en grandes muros y con todo el espacio necesario, no deja de pesar una sensación de saturación sobre el espectador. Quizá no era la museografía la sobrecargada, sino que la propia curaduría.

Vista de la exposición «Miradas Alteradas», de Voluspa Jarpa, en el Museo Nacional de Bellas Artes, Chile, 2021. Foto: Felipe Merino. Cortesía: MNBA
Vista de la exposición «Miradas Alteradas», de Voluspa Jarpa, en el Museo Nacional de Bellas Artes, Chile, 2021. Foto: Felipe Merino. Cortesía: MNBA
Vista de la exposición «Miradas Alteradas», de Voluspa Jarpa, en el Museo Nacional de Bellas Artes, Chile, 2021. Foto: Felipe Merino. Cortesía: MNBA

La última parte de la exposición, la Ópera Emancipatoria, es quizá el capítulo más lamentable de toda esta exposición. Este segmento cuenta con la participación del sociólogo Alberto Mayol en la confección de las letras, y de la actriz y cantante Daniela Vega. La pieza cuenta con un video protagonizado por Vega, quien manipula y devora documentos en la Sala Medina de la Biblioteca Nacional, y en paralelo se ven tomas del paisaje cordillerano habitado por arrieros. No podemos obviar la grandilocuencia del propio género escogido: la ópera, que funciona como punto final de este extraño viaje que supone Miradas Alteradas.

El curador afirma que la ópera “devuelve la mirada desde el exotismo del colonizado, hacia lo exótico que hay en el colonizador, reuniendo conceptos con los que fueron definidas las colonias: raza y mestizaje, sujetos masculinos subalternos, canibalismo, concepciones de género, civilización y barbarie, y el conflicto entre monarquía y república”. Nuevamente nos encontramos con un juego de espejos, de miradas que van y vienen desde un supuesto punto de vista decolonial que sería capaz de completar al sujeto colonial (¿no podría ser esta una metáfora de la relación curador-artista dada en esta exposición?), y así llevarlo a un momento ilustrado y de absoluta conciencia. Da la impresión de que, en esta curaduría, el sustrato colonial de las relaciones políticas y económicas es solo un procedimiento psicológico, algo de “entrar en razón”, tal como quien va a una terapia y llega al punto donde “se da cuenta” de sus repeticiones y, por tanto, puede empezar a reelaborar sus traumas. En ese sentido, el proceso de crítica sobre el colonialismo adquiere un cariz liberal inusitado, puesto que asienta la transformación política en el interior del sujeto y su conciencia.

Algo que también merece examen es el imaginario sobre el que el video trabaja, donde vemos arrieros en su cotidiano, quienes se corresponden con los subalternos que se emancipan frente a la mirada de los hegemónicos, de acuerdo con la letra de la ópera. La inmensidad del paisaje andino, la libertad del arriero y su orgullo son tópicos ciertamente confusos, puesto que remiten al romanticismo europeo, una mirada exotizante que convirtió al gaucho y el huaso en símbolos de la barbarie (recordemos al Facundo de Sarmiento, de 1845), a la vez que los dotaba de características deseables en el europeo civilizado (la fuerza, la libertad, la hombría, el voluntarismo, entre otros). Si bien una obra siempre puede deslizarse en lo indeterminado y lo contradictorio, pareciera que en este caso la tentación por auto-exotizarse ante el ojo europeo se mezcló con las intenciones críticas de la curaduría, de lo contrario, no me explico cómo se puede conciliar un deseo emancipador con el imaginario romántico de la cordillera y el arriero.

Y esto me lleva al último punto en este breve repaso a Miradas Alteradas, y es la absoluta ceguera que manifiesta toda la curaduría con respecto a la colonialidad que habita en el fundamento de la exhibición en sí misma. Esta cuestión es —a mi juicio— la más grave de todas, puesto que da cuenta de una comodidad ineludible, pero al mismo tiempo, exhibe los vicios de la crítica artística en entornos institucionales, como la Bienal de Venecia. Toda la curaduría se dispone desde la conciencia anti-colonial, intentando incluso apelar al rol que la subjetividad del espectador juega en este sistema, pero omite conscientemente criticar el soporte que da lugar a esta crítica. ¿Se puede reflexionar sobre la condición colonial sin referirse a una bienal decimonónica, que en el s.XXI sigue organizando sus pabellones de acuerdo con la jerarquía de países hegemónicos que había en su origen? Al ver que la artista prefiere fugar su mirada alterada a un gobernante holandés del s.XVII, o al arriero libertario, uno no puede dejar de pensar que hay una opción por someter a revisión aspectos cómodos de la colonialidad, mientras los asuntos verdaderamente atingentes al sistema de dominación, como lo son las Bienales, quedan intactos.

Son probablemente estas omisiones las que desatan desconfianza en el arte contemporáneo “crítico”, que a ratos se ubica en espacios de radicalidad absoluta, pero al mismo tiempo baila al son del turismo internacional (y ni hablar del mercado, que en este caso tiene toda una “línea de investigación” al darnos cuenta de que el pabellón chileno se organizó en parte con el apoyo de la PYME cultural Antenna). Los discursos críticos tienen la plasticidad suficiente como para ser herramienta analítica de lo que uno quiera, pero cuando la selectividad de este prisma deja de lado cuestiones tan evidentes uno se pregunta si realmente eso es crítica o mero espectáculo. La curaduría Miradas Alteradas seguramente quedará en el olvido, cuestión que comprobamos en su nula presencia en medios especializados (a diferencia de lo que la artista quiso decirnos en una charla en junio de 2019, donde mostró a los asistentes todas las menciones de prensa, por pequeñas que fueran, incluso las de países con altas cuotas de censura, como China), pero sus problemas y contradicciones deberían servir para quienes a futuro quieran hacerse con el pabellón chileno, puesto que el contexto de exhibición debería ser también una de las variables que las curadurías tomen en cuenta a la hora de proyectarse. Venecia no es ni será un espacio neutro, así como tampoco es neutro el deseo del Estado de Chile de ir a buscar representatividad a ese lugar, por lo que los artistas que ocupen ese espacio deberán alterar algo más que sus miradas para dar con el radicalismo que en el papel aseguran tener.

Diego Parra

Nace en Chile, en 1990. Es historiador y crítico de arte por la Universidad de Chile. Tiene estudios en Edición, y entre el 2011 y el 2014 formó parte del Comité Editorial de la Revista Punto de Fuga, desde el cual coprodujo su versión web. Escribe regularmente en diferentes plataformas web. Actualmente dicta clases de Arte Contemporáneo en la Universidad de Chile y forma parte de la Investigación FONDART "Arte y Política 2005-2015 (fragmentos)", dirigida por Nelly Richard.

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