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MACHUCA EL CRÍTICO

Machuca reivindicaba la escritura y se identificaba como crítico de arte, cosa poco usual en el medio académico, donde la escritura “no productiva” no deja mucha ganancia. Escribió cientos de páginas, pero ninguna de ellas pasó por jurado alguno, ni por comité revisor, ni evaluador par, no le interesaba ese juego de unos pocos. Lo que sí le interesaba era molestar. Si bien su relación con la crítica pasaba por la posmodernidad y los giros epistemológicos de los últimos años, siempre se sintió más atraído por el género crítico en su versión moderna. Machuca creía que la crítica debía ser molestosa; él mismo lo explicaba con la fórmula nietzscheana del ser “ácido y jovial” -sin esas dos cualidades, escribir no tenía sentido. Y habría que concederle tal punto, pues una cosa es juntar letras, redactar a lo sumo, pero otra cosa muy distinta es escribir. Para dedicarse a la escritura no basta con la instrucción formal, es decir, no es suficiente saberse al dedillo las citas de los autores de moda: hay que manejar algo más que parece estar siempre yéndose de las manos.

Machuca escribía de arte marcando claramente su lugar de espectador, quizá por eso es que lograba escribir como lo hacía, ya que al final de lo que trataban sus textos era de sí mismo y no de las obras o autores que mencionase (eso era una excusa). Su experiencia con el arte estaba al principio, y esa relación nunca estaba mediada por los marcos teóricos que implícitamente metía siempre, sino que por el cotidiano del arte, por aquello que hace del arte una cosa menos trascendente e idealista de lo que algunos quisieran. En sus textos había suciedad, episodios menores o circunstanciales, conversaciones irrelevantes y referencias pop olvidadas, porque Machuca sabía muy bien que la obra de arte nunca ha sido ese bien preciado y resguardado en el templo de las Musas por toda la eternidad. El arte está hecho de sujetos insoportables, materiales precarios, economías insostenibles, fiesta y lecturas a medias, por lo que ningún texto que se precie de hablar sobre las obras puede escindirse de tales inmundicias.

Quizá en esa búsqueda de lo único real que tiene el arte (sus relaciones, sus amistades, sus reuniones, etcétera) es que Machuca nunca podía dejar de asistir a una inauguración, no se las perdía. Estos espacios eran los que hacían emerger la vida del arte, eran los únicos momentos en que una obra se veía rodeada de algo más que citas o puro aire, por lo que gran parte de la escritura de Machuca pasaba por esos rituales tan mirados en menos por las mentes más sofisticadas. De hecho, si había algo que lo enfurecía era la gente que le preguntaba por la exposición que estaban inaugurando; consideraba la pregunta irritante y ofensiva, ya que se asumía que él en tanto crítico era un simple opinante y, además, que el juicio es una misma cosa que la escritura. Machuca pensaba sus textos y luego se los dictaba a su escriba de turno, y dictaba siempre la versión final, ya editada y corregida por él mismo. Pero esto jamás era en el momento de la inauguración o del primer contacto con la obra -esa tentación verborréica se la dejaba a los tontos que gustan de escucharse hablar.

Algún estudioso de la crítica diría que el método analítico de Machuca era sociológico o contextual, que su mirada era antropológica o incluso etnográfica, en la medida que lograba rescatar lo social de la práctica artística. Puede que esa sea la denominación erudita, pero para mí, lo que hacía Machuca era juntar sus dos placeres: el arte y la literatura. Esta fórmula no fue un invento suyo, de hecho, fue algo que le costó trabajar, pues siendo formado en teoría del arte, se dio cuenta que para hablar del arte de su tiempo -tal como hizo inauguralmente Baudelaire- no podía simplemente mirar las cosas desde el observatorio eterno de la historia del arte. Lo actual, lo fugaz, lo instantáneo solo podía ser asible mediante una escritura que se entendiese a sí misma como literaria y compañera del arte, no rival, ni suplemento, ni mucho menos dueña de las obras. Por lo mismo, siempre encontró aburridos a los teóricos y fascinantes a los artistas; prefería la compañía y conversaciones de estos últimos.

Pero hay algo más importante en su crítica, una lección que no deja de ser válida cada día, porque si bien la escritura de Machuca tenía un carácter demasiado coyuntural, también exhibe reglas generales que no hay que olvidar. Entre los escombros y pedazos de vida que siempre sostenían sus textos, había una mirada que tomaba partido, que polémicamente instalaba puntos de vista (casi siempre provocadores y burlones) en un descampado donde nadie quería decir nada sobre nada (la larga Transición). Machuca podía ser demasiado alborotador en las conversaciones y clases, pero en sus textos sabía elegir muy bien con quién o qué antagonizar; podía ser tan sucio como el Leppe vomitando en la Bienal de París (una de sus obsesiones), pero era fino y eso hay que reconocerlo.

También me parece importante continuar con su labor crítica entendida como un enfrentarse a la obra de modo descomprometido. En una época llena de tantos “deber ser”, de tantos tabúes del pensamiento políticamente correcto, Machuca defendía una mirada que jamás trataba de hacer pasar su juicio moral por un juicio estético. Eso que uno podría llamar desparpajo o simple impudicia escondía un modo inteligente de trabajar con el arte, puesto que entendía que las obras no podían ser objeto de impugnaciones idealistas que tratasen de hacer justicia a algo o alguien. La moral queda fuera de la sala de exhibición, y la escritura no tiene tiempo para andar enjuiciando temas, motivos o posturas (Machuca habría dicho que esos que mezclan los juicios son unos idiotas, unos simples metecos).

Todavía recuerdo que cuando me dio clases por primera vez, una de sus primeras acciones fue obligarnos a ver “Saló o los 120 días de Sodoma” (1976) de Pasolini. Lo que para algunos pudo ser una sesión de tortura digna de uno de los personajes de la película o una forma perversa de corrupción de las mentes jóvenes, yo terminé por entender como un ejercicio de puesta al límite. La perversión de Machuca era ver quiénes toleraban esto, y quiénes no aguantaban y simplemente imponían sus juicios morales sobre los estéticos (yéndose indignados de la sala, con reclamos formales y gritos de por medio). Mirándolo a la distancia, quizá sí fue una tortura, pero de nuevo, una forma fina de tortura.

Y eso me lleva inevitablemente al ejercicio docente de Machuca, que no puede ser escindido de su escritura, toda ella llena de referencias a sus clases (pero especialmente, a lo que sus estudiantes decían). Él era definitivamente un docente; su mayor placer era explicar sus enredados diagramas que explicaban la historia del arte de modos totalmente extraños y originales. La posmoderna crítica a la linealidad de los relatos historiográficos era materializada en un carril de diapositivas ordenado meticulosamente por Machuca antes de cada clase. Sus diapos sucias y con hongos servían como ilustración de un relato totalmente distinto de los tradicionales (su recurrente fórmula era: de Manet a Warhol, y de Warhol a Leppe), donde la historia del arte no era el registro del pasado, sino que más bien un depósito de materiales a libre disposición del crítico. Esta noción utilitaria de las imágenes y las obras buscaba encender en sus estudiantes una libertad suprema que le ganase al impulso conservador de lo lineal y lo historicista; quizá esta lección fue mejor aprovechada por sus estudiantes de arte, quienes siempre se sentían más cómodos con un relato desordenado y caprichoso, que con las cronologías correctas y puntillosas.

Con el tiempo, su pedagogía chocó con las nuevas realidades, donde un profesor provocador es visto como maltratador y la exigencia es leída como crueldad. Pero Machuca quizá habría abrazado lo de cruel, pues tal como hacía en sus textos, en sus clases estaba constantemente provocando a sus estudiantes. Insistía en encontrar el límite de lo tolerable en los otros, cuestión profundamente incómoda y agotadora para quien no está dispuesto a moverse de su posición inicial. Machuca tenía de hecho la costumbre de ubicarse rápidamente en el punto opuesto de los puntos de vista mayoritarios, pues era capaz de leer los consensos en cualquier grupo. Esa era su propia mayéutica, una que le costó malentendidos y, a la larga, una fama de radical. Esta notoriedad lo hacía sujeto de afectos desenfrenados, pues se lo quería o se lo odiaba, no había punto medio. A él no le preocupaba en demasía tal división, ya que su máxima siempre fue que no importaba que hablasen mal de ti, lo importante era que hablasen de ti.

Podría seguir escribiendo historias o anécdotas ocurridas con él, pero creo que todos tenemos alguna historia que contar con Machuca. Así como él era capaz de construir una novela de cada cosa de la que escribía, también convertía en una anécdota cada encuentro que uno tenía con él. Machuca en este sentido se sabía alguien, tenía la total certeza de que en un mundo donde todos hacen lo imposible por ser alguien, él ya tenía eso ganado.

Diego Parra

Nace en Chile, en 1990. Es historiador y crítico de arte por la Universidad de Chile. Tiene estudios en Edición, y entre el 2011 y el 2014 formó parte del Comité Editorial de la Revista Punto de Fuga, desde el cual coprodujo su versión web. Escribe regularmente en diferentes plataformas web. Actualmente dicta clases de Arte Contemporáneo en la Universidad de Chile y forma parte de la Investigación FONDART "Arte y Política 2005-2015 (fragmentos)", dirigida por Nelly Richard.

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