
BORDAR EL HABLA. EL CUERPO DESPLAZADO EN LA OBRA DE MALU VALERIO
«Orilla es un borde, lo sinuoso que limita, el lugar por el que corro bordeando la torrentera, es la proporción áurea extendida, oro alcanzado sin El Dorado, es una promesa: cruzar las grandes aguas. La orilla es fuera y dentro, es entonces una doble negación, la frontera entre entrar y salir, el paso seco, el paso mojado: en la orilla opuesta del océano y de la experiencia, la fruta es más sabrosa y más real, el sol más amarillo y benévolo, las PALABRAS y los actos de los hombres más inteligibles, justos y definidos»
Ángela Bonadies, Abecedario Abatido, 2019.
Las manchas cafés que parecen haber sido derramadas se superponen a los rastros de una opacidad amarilla que se extiende sobre la superficie de una tela blanca. Geografías de una abstracción casi pictórica, compuesta por veladuras terrosas, componen estos ensamblajes de paisajes sujetos a unos bordes de madera. En gran formato, una tela donde se trazan los mapas de Colombia y Venezuela se dispone en el espacio y, detrás de ella, otra alargada y angosta cae verticalmente sobre el muro blanco de la sala de exposición. En el primer caso, se deforman y entrecruzan las divisiones territoriales hasta desaparecer y confundirse entre sí, las líneas bordadas con hilos se yuxtaponen, se desencuentran, adquieren una condición orgánica; en el segundo, el textil solo registra el color diluido de la tierra. Semillas, cáscaras, hojas y cortezas, son los elementos usados para crear los tintes sobre las telas de lino y algodón. Son estos algunos de los materiales que forman parte de la exposición Somos cuerpo, Somos territorio, Somos (e-in) migrantes (2020), de Malu Valerio (Cumaná, Venezuela, 1982), que actualmente se exhibe en la Sala Mendoza, en Caracas.


En otra sección se encuentran las cartografías compartidas del viaje, la travesía de quienes han habitado ese espacio intersticial que une y separa a dos países a la vez; el mapa intervenido con palabras e imágenes da cuenta del pasaje radical que significa un cuerpo en movimiento, más aún cuando la precarización de sus condiciones de vida se convierte en una contingencia apremiante ¿Cómo plasmar nuevamente el recorrido sobre el territorio físico e imaginado?, ¿qué dejamos atrás al abandonar todo lo que alguna vez nos fuera familiar?, ¿qué supone dicho acontecimiento en la biografía personal y en la narrativa colectiva de un país?, ¿busca la práctica del dibujo y del bordado restituir parcialmente un orden perdido, lo atisba acaso a reconfigurar?
En este apartado de la exposición se muestran los dibujos realizados por personas que participaron en distintos encuentros que funcionan como espacios de cooperación para los migrantes venezolanos en Cali cuyas circunstancias varían, pues algunos se encuentran en condición de calle, otros son residentes o están de paso. Allí, en el marco de su residencia artística y de investigación en Lugar a Dudas —de agosto a octubre 2019—la artista trabajó con distintas organizaciones sociales que ofrecen apoyo a la comunidad venezolana en espacios como el Comedor Humanitario del Barrio El Piloto, la Biblioteca Pública del Barrio Bajo Aguacatal y el Aula Socio Cultural del Centro de Orientación y Atención al Migrante y Refugiado del Servicio Jesuita para Refugiados (SJR). En esas instancias, Valerio acompañaba ejercicios que permitieran procesar el duelo del traslado a través de la escritura, el habla y el bordado, para hacer aparecer percepciones sobre el propio recorrido y traducir esas sensaciones sobre un soporte.
La estadía en la ciudad colombiana fue el resultado del Premio Eugenio Mendoza obtenido el año pasado por su obra La Regla de La Segunda Orden (2018), objeto textil en el que borda la experiencia de doce venezolanas asesinadas en el extranjero entre 2017 y 2018. Por medio del bordado en hilo de seda y algodón, Valerio plasma cada uno de los casos confiriéndoles a las víctimas un rostro y una voz a través de cortos enunciados que describen el episodio de feminicidio. Paralelamente, en la parte inferior de la tela, se leen algunos de los principios que rigen la orden religiosa a la que alude el título del proyecto, y cuyos lemas están vinculados a una vida de sacrificio, austeridad y clausura. En ese sentido, es diseñada una suerte de síntesis visual de estos episodios que escenifican no sólo una crítica institucional y cultural sobre la gravedad de la violencia de género, sino también sobre cómo los preceptos de la religión católica han sedimentado históricamente un ideal sobre lo femenino ligado a la violencia física y simbólica de la mujer.
En esa misma dimensión, su muestra Morada, refugio y encierro (2019), inaugurada en el MACZUL —Museo de Arte Contemporáneo del Zulia (Venezuela)—, que cuenta con el ejercicio museográfico del artista gráfico Jonathan Lara, por medio del tratamiento e intervención del material de archivo que implica la instalación textil, el montaje visual de los documentos y un delicado trabajo con el lenguaje del testimonio, reflexiona sobre el caso jurídico de la actual abogada defensora de los derechos humanos Linda Loaiza, quien en el 2001 fue secuestrada, torturada y violada durante cuatro meses en Caracas. Diecisiete años después, la Corte Interamericana de los Derechos Humanos (CIDH) condenaría al Estado venezolano por la negligencia de las autoridades que llevaron su caso. Este proyecto fue el resultado de una investigación sobre la conquista del cuerpo, entendido como espacio íntimo de resguardo y lugar de violencia radical.
Espacialmente, las decisiones tomadas junto a Lara proponían intercambiar momentos de impacto y descanso a través de la suspensión de los textiles bordados, la arqueología de los medios de prensa y su transferencia en papel vegetal, las cajas con imágenes sobre el suelo, la secuencia audiovisual de la audiencia, las bitácoras a manera de carpetas con páginas escritas en máquina de escribir que aludían a la impotencia burocrática y a la experimentación con el discurso. Como montaje final, la «l» de Linda fue destacada como nombre y adjetivo, articulando las piezas de tal manera que formaran la letra en la exhibición. La forma gráfica de la consonante estructuraba una muestra que abandona la acción de revictimizar para mostrar plásticamente la honda perturbación que significó la ausencia del Estado en el justo tratamiento de este impensado acontecimiento.


La práctica de Malu Valerio podríamos inscribirla dentro de la episteme contemporánea que piensa el territorio desde sus paradojas más disímiles. Su metodología intenta dar cuenta de esa escisión irreductible que comporta su experiencia como la des/materialización de hábitos y límites, como un lugar móvil e inestable de demarcaciones visibles. Distintos artistas, motivados a pensar el desplazamiento forzado, coinciden en plantear el territorio como un espacio dislocado y deslocalizado que funciona como metáfora del acontecer actual.
Bouchra Khalili (Casablanca, Marruecos, 1975), en The Mapping Journey Project (2008-2011), a través de la instalación de distintas pantallas en gran formato, proyecta la voz de refugiados que narran los trayectos recorridos ilegalmente mientras trazan, marcador en mano, lo que significó su movimiento sobre el mapa en papel. Desde la visión detenida de la cámara que observa la gestualidad de la mano en movimiento, la sonoridad de la voz adquiere una relevancia aurática al hacer visible en la oralidad las dificultades, expectativas y riesgos padecidos por cada persona. Desde América Latina, el diálogo se expande cuando pensamos en las imágenes en blanco y negro de las extremidades desnudas —piernas y pies— de un grupo de mujeres desplazadas en Colombia quienes, a través de talleres de reconstrucción de la memoria con la artista y médica Libia Posada (Medellín, Colombia, 1959), dibujan sobre su piel el recorrido íntimo que cada una de ellas ha realizado dentro del país como consecuencia del conflicto armado. La instalación fotográfica, titulada Signos Cardinales, Cuadernos de geografía (2008), propone medir el territorio desde otras categorías que se desligan de la cartografía oficial: «camino a pie, paso o zancada», «camilo a mula, bus u otros», etc.
Y, por último, desde la relación entre lengua y nostalgia, evocamos el montaje efímero realizado por Oscar Abraham Pabón (San Juan de Colón, Táchira, Venezuela, 1984), quien en Melancolía: El pabellón del despecho (2017) realiza una instalación arquitectónica en la ciudad chilena de Antofagasta con material reciclado. Para este montaje destinado a la escucha, entrevistó a distintas personas sobre sus historias de desamor y desarraigo. De este modo, registraba un conjunto de voces para ser escuchadas desde el interior de las cinco estructuras que componían el proyecto. Desde técnicas y poéticas heterogéneas, estas obras coinciden en sus preocupaciones sobre la relación entre geografía y violencia: el testimonio como im/posibilidad del decir, la gestualidad en movimiento de un cuerpo que interviene y singulariza el mapa, la sinuosidad inesperada de los desvíos, la subjetividad que habita el espacio común.



Colombia y Venezuela comparten en el norte Caribe un territorio indígena donde habita el pueblo wayúu, que históricamente ha transitado de un espacio a otro a través del intercambio comercial y cultural. Los wayúu de ambas naciones coinciden en sus leyes, modos de vida, mitología y tradición textil. En el caso de las alpargatas, éstas son diseñadas por medio del tejido de telar y la suela es elaborada con los neumáticos en desuso del transporte, generándose así una segunda vida del objeto que adquiere otro carácter funcional. Valerio, durante su residencia en Cali, usó estos calzados para cada día de la semana con el fin de provocar cierto desgaste y significación en los zapatos mediante su andar. Mientras repetía la acción de caminar, aludía a los trayectos realizados por los migrantes venezolanos al cruzar la frontera y al desplazarse dentro del país.
Las alpargatas proceden de Maracaibo, la ciudad más cercana a la guajira venezolana, específicamente de el barrio El Mamón donde residen los indígenas de origen wayúu. Azul, turquesa, violeta, ocre, naranja, rojo, son algunos de sus vibrantes colores, combinados con el negro. Los artesanos mantienen el diseño de origen, pero de las siete alpargatas que componen este proyecto, cuatro llevan incorporadas un nuevo elemento: sobre ellas está tejido el nombre de marcas como Adidas, Nike, Fila y Diesel, evidencia del vínculo entre la apropiación de la copia, el consumo global y la presencia del legado textil.
Para este proyecto, la artista borda palabras sueltas sobre la superficie textil de las alpargatas que se relacionan a situaciones que observó, leyó o sintió en los momentos que trabajó con los grupos de migrantes. Otros enunciados con los que intervino el calzado provienen de algunos textos que algunos de ellos escribieron narrando su historia. «Personas que he conocido en colombia desde que he llegado aquí, tengo nuevo colegio»; «he conocido nuevos amigos, yorlanis, doriangel, camila, stefany, pero la mejor es litzy»; «me vine a colombia por un mejor futuro, pero se ha hecho muy difícil»; «llegó mi pareja y se puso más pesado»; «un día estamos en mi casa en vzla y mi mamá decidió venirnos a colombia»; «pasamos cosas que nadien quisiera pasar, nos robaron los inchas»; «al llegar a Cúcuta me robaron, desde ahí comenzó mi travesía»; «en el camino conocí a muchas personas luchadoras y con muchas historias»; «lo más duro es el sentimiento de pérdida, es difícil adaptarse y comenzar desde cero, seguiré adelante»; «hay que enfrentar el día a día a día a día»; «mi familia no sabe lo que estoy pasando, el malestar»; «me llevó a tomar la decisión más difícil de mi vida»; «hundir, emerger»; «tránsito, parada»; «inicios, finales»; «permanencia»; son algunos de los fragmentos aislados y leídos en los que la sonoridad ausente del habla recortada deviene huella latente en ese entre-lugar que es la memoria. El lenguaje aquí, inconcluso y desligado de la persona que lo pronunció, se superpone al objeto que expresa el concepto de frontera binacional, siempre llena de traspasos, contagios, contrabandos.



Cómo afectamos el mundo y no solo cómo somos afectados por este, es la interrogante que suscita Valerio a partir de distintas variables: el encuentro con el otro, el trastocamiento que atraviesa a la sociedad venezolana, el desequilibrio económico, las fricciones entre género y migración. Incluso, podríamos especular que la historia familiar de Malu quien, siendo niña, recorre América Latina con sus padres y hermana durante un año, estaría presente tanto en su búsqueda estética, como en la problematización de sus propuestas.
Imaginar la heterogeneidad del continente implica un cierto grado de desprendimiento de lo familiar que supone la experiencia de ser atravesado por extrañezas y asombros continuos. Cómo representar, entonces, un estado en tránsito a partir del movimiento del lenguaje y de la resistencia en el paisaje sería aquello que encarna la política de las formas producida por Valerio. A través de la mixtura de técnicas, lenguajes y recursos, nos habla de una experiencia anónima y colectiva a la vez. De la transcripción de un fragmento de nuestra agitada contemporaneidad al régimen de lo sensible.
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