Mário Pedrosa y el Cisac. Configuraciones Afectivas, Artísticas y Políticas
“¿Cómo es posible que un museo con la colección de arte moderno más completa del país, y una red que incluía a algunos de los críticos más relevantes del mundo, haya sido excluido de los libros de historia del arte chileno?”, se preguntan Claudia Cofré Cubillos, Lucy Quezada Yáñez y Francisco González Castro, refiriéndose al Museo de la Solidaridad (MS), en los últimos compases de un libro dedicado a la labor de Mário Pedrosa en el CISAC (Comité Internacional de Solidaridad Artística con Chile) durante el gobierno de Salvador Allende en Chile.
Incluso más de alguien podría preguntarse legítimamente por la imponente figura del crítico de arte brasileño Pedrosa, ya que también es un nombre habitualmente silenciado en la historia tradicional del arte de Chile. Respuestas a tales preguntas van asomando tímidamente, pero con creciente intensidad, a lo largo del libro Mário Pedrosa y el CISAC. Configuraciones afectivas, artísticas y políticas (ediciones Metales Pesados, octubre de 2019).
Ellas emergen a la luz de la revisión exhaustiva sobre el proceso de gestación del truncado Museo de la Solidaridad, mediante el análisis detectivesco de un colosal cúmulo de documentos: notas de prensa, informes, pero especialmente cartas; misivas de comunicación personal entre Pedrosa y una vasta cantidad de artistas e intelectuales, las cuales dan cuenta de una compleja red internacional de comunicación, pero especialmente del particular espíritu asociado a dicha red.
Cabe destacar que el MS, tal como lo indica su nombre, se gestó sobre la base de la solidaridad con el pueblo chileno y la Unidad Popular. Es decir, de forma inédita (o al menos tan inédita como el proyecto socialista chileno de principios de la década del 70), el MS se conformó exclusivamente por donaciones por parte de los autores de cada obra, comprometidos políticamente con la vía chilena al socialismo, pero sobre todo comprometidos afectivamente con un Museo revolucionario en el más amplio sentido de este término.
Dicho de otra manera: Quezada, González y Cofré han conseguido reunir y organizar una serie de fragmentos en la forma de documentos, para con ello reconstituir una escena por momentos olvidada de una de las más prolíficas edades del arte chileno. En tales documentos, las cartas de Pedrosa se erigen cual postales de un mundo distinto y silenciado, pero que parece volver a susurrar en los oídos de quienes comenzaron a marchar diariamente por las calles de Chile en octubre de 2019.
El libro aquí reseñado se publicó precisamente durante aquel mes, demostrando con ello su potencialidad de agudo diagnóstico de nuestra actualidad: estamos en presencia de un estudio histórico que ha visto en el pasado una forma de comprender el presente. O, mejor dicho, que ha comprendido que el modo en cómo se ha relatado el pasado permite verificar los intereses del presente.
Una investigación que se ha preguntado no solamente por aquello que ha sido omitido, sino también por las causas de dicha omisión. Probablemente por eso, en un gesto autoconsciente, el libro señala que “quizás aproximarnos a esta experiencia nos permita vislumbrar posibilidades otras para guiar nuestras relaciones hoy, tanto en el mundo del arte como en nuestra vida” (pág. 37).
Y las causas para la omisión de Pedrosa y el CISAC en la historia, indica, se asoman con progresiva intensidad a lo largo del recorrido de este estudio: junto con la interrupción de la democracia chilena y el fin del proyecto socialista se instalará en el país una dictadura que implementará, mediante una brutal política de terrorismo de Estado, un experimental y agresivo sistema económico, a saber, el neoliberalismo.
Y si bien integrar dicho relato como causa del malestar de hoy puede ser hasta cierto punto considerado como manido y recurrente por algunos, astutamente la investigación de González, Quezada y Cofré encamina sus énfasis en una dirección un tanto distinta: el fin del Museo de la Solidaridad no sería solamente el término de un imaginario político socialista en la práctica artística, sino que se trataría sobre todo del fin de un ánimo colectivo, del fin de una concepción específica sobre el arte, basada en la gratuidad, los afectos entre personas y, por supuesto, la solidaridad.
Aquel cierre habría decantado en la inserción a fuerza de las lógicas neoliberales en el campo del arte, consumando con ello una práctica ensimismada, de élite, pero también cuyos focos se han concentrado en la descarnada competencia y enemistad entre artistas, ante un modelo que ha reemplazado la felicidad común por el éxito personal.
Igualmente, con la permanente merma de políticas públicas vinculadas a las artes y la cultura, las instituciones pertenecientes al mundo del arte han padecido la precariedad de forma exponencial, volcando sus prioridades a la mera subsistencia de éstas. Pues en una sociedad en donde la obtención de utilidades marca el sino de la existencia, aquellas prácticas no redituables en términos monetarios se han visto inevitablemente obligadas a una transformación.
Dichas modificaciones se han propalado incluso en el lenguaje: hoy hablamos de “impacto” en el medio, gestión, mediación con el público, fondos concursables, productividad, circulación, industrias culturales… Muy distantes, en cambio, nos parecen palabras como cultura del pueblo o revolución.
Pero sin duda, tal como lo señalan los investigadores de esta publicación, el caso más ilustrativo encarna en la modificación de sentido atribuida a la palabra “solidaridad”. Pues en ella hoy interpretamos un gesto de compasión hacia el desafortunado, legado de un imaginario cristianizado atribuible, nuevamente, al discurso neoliberal instalado en dictadura. Solidaridad para dicho discurso se asemeja a brindar algo de soporte al desposeído en un sentido mercantil.
No obstante, en medio del espíritu socialista que inundaba las prácticas de Pedrosa y el CISAC, la solidaridad era entendida de una forma diametralmente distinta: “La solidaridad implica una serie de aspectos relativos a lo colectivo, lo político y la adhesión a una causa común. Así, la solidaridad se puede comprender en relación con lo colectivo —y por ende político— que articula el gesto individual gratuito: la solidaridad como aspecto plural y social de la gratuidad” (pág. 105).
Solidaridad era por tanto un compromiso entre semejantes, un pacto horizontal de iguales; un gesto asociado a la mera gratuidad, es decir, a operar mediante la premisa de no obtener compensación ni ganancia.
De esta manera, refiriéndose al MS, González, Cofré y Quezada indicarán que: “El acto de solidaridad y gratuidad se cimenta en una nueva idea de museo, de lo contemporáneo, de práctica artística y política. La proposición de donar en las cartas enviadas por Pedrosa y recibidas por artistas, críticos y curadores de todas partes del mundo, generó el espacio para que estas reflexiones emergieran y encontraran resonancia a partir de un proyecto de museo que no era meramente exhibitivo, sino que se pensaba como una plataforma artística y política cruzada por el afecto y la creatividad, entendida como la generación de otras posibilidades de realidad” (pág. 83).
Un museo, de hecho, que ya se pensaba a sí mismo como un lugar de experimentación para artistas de todo el mundo, pues contaría con talleres permanentes donde podrían desarrollar sus creaciones; un museo que además se pensaba a sí mismo como muestra itinerante, planificando desde sus inicios la exhibición de sus obras en diversos puntos de Chile, pero, sobre todo, en lugares accesibles para la clase trabajadora. Es decir, un museo “vivo”, que ya por aquellos años se anticipaba a todo proyecto de residencia artística o galería ambulante actual.
Un museo revolucionario, no solamente por contener en su colección donaciones realizadas con el mayor afecto hacia el ideal socialista, sino también por pretender modificar el carácter tradicional de la institución museal en muchos de sus aspectos. Pues ya lo decía el propio Pedrosa: “Ser revolucionario es la profesión natural del intelectual […]. Siempre he creído que la revolución es la actividad más profunda de todas […]”.
Líneas atrás llamaba “postales” a aquellas cartas eficazmente reunidas en el relato tramado por los autores del libro aquí reseñado. Las postales, sabemos, son generalmente la imagen idealizada de un territorio, además en muchas ocasiones un paisaje sesgado con fines publicitarios. De esta manera, podría sospecharse en mi interpretación que las cartas de Pedrosa representan un pasado idílico artificialmente embellecido por efecto de la nostalgia, cuestión que en parte concedo.
No obstante, debemos recordar también que las postales eran un medio para acortar las distancias espaciales (y a veces también temporales), permitiendo brindar noticias sobre el remitente. Generalmente, otra vez, tales noticias eran gratas y bien acompañadas por el paisaje ilustrado. Habitualmente, enviar una postal era señal de vida e invitación al destinatario: “Me encuentro bien y quisiera que estuvieses aquí (pero estás conmigo al menos mediante esta imagen)”.
Creo que las cartas de Pedrosa adhieren mejor a esta última forma de apreciar una postal, y estimo que esa señal de vida ha tardado en llegar pero se ha hecho carne en las calles de Chile recientemente. Los afectos, la gratuidad y la solidaridad tendrán nuevamente el sentido que les corresponde. El arte se habrá de modificar por tanto a la luz de este otro horizonte.
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