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ESCULTURA Y REVUELTA: LA VIOLENCIA SIEMPRE ESTUVO AHÍ

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Esta serie de acontecimientos a los que asistimos en Chile conforman un momento que no se ha tardado en catalogar como histórico. Ahora bien, ¿cómo podemos afirmar con certeza que esto que está aconteciendo se ha inscrito ya en la historia? Quizás esa voluntad de inscripción obtiene su fuerza desde la expectativa de transformación que subyace a la revuelta, la esperanza de modificación del curso que llevaban los acontecimientos y de la liberación de las pulsiones que estaban contenidas. También podríamos encontrar respuesta en el emparentamiento de los sucesos que hoy nos toca vivir con otros que ya se han escrito en los libros de historia, las semejanzas que permitan al mismo tiempo leer lo que sucede actualmente para prever lo que sucederá y así calmar el ansia.

Pero es posible que todo lo anterior, toda esa voluntad de inscripción, se pueda resumir en la violencia con que se manifiestan las exigencias de quienes pretenden transformar la realidad en perspectivas de utopía, dado que esa misma fuerza es la que encarna tanto la expectativa de transformación como la semejanza que se pueda encontrar con otros capítulos de la historia. La violencia como partera de la historia (la comadrona de una sociedad vieja que lleva dentro una nueva, como afirmara Marx) y que se abalanza sobre signos materiales de esa vieja sociedad -monumentos, bustos y estatuas- todos construidos para su inmanencia, para asegurar la proyección de sus valores a través de los tiempos.

Hoy vemos caer esculturas, y asombra ver la brusca transformación del paisaje cotidiano, pero esa misma violencia ya la hemos visto otras veces, de lejos, como reminiscencia de otras épocas y de otras demandas. Es la misma historia lo que nos permite -a través de su relato- comprender la razón que motivó la insurrección de antaño, aunque sea nuestra propia voluntad la que nos permita ver tales episodios como progenitores de los nuestros. Pero de esas revoluciones no sólo nos han legado lo que se cuenta en los libros, sino también objetos, reliquias, pequeños fragmentos que resultan del estallido de los signos que se han erigido como hitos representativos de aquello que fue derribado.

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Esta cuestión equivale a pensar que la iconoclasia ha sido parte de la instrucción visual de occidente. El rastro de antiguas civilizaciones suelen ser objetos de carácter escultórico o arquitectónico cuya materialidad ha resistido precariamente la acción de otros poderes y el paso del tiempo, convertidos en ruinas que transportan escasos resabios de historias y bellezas. ¿No es el Partenón un despojo de lo que fue? ¿No es la estatua de Constantino una escultura en ruinas? Guardadas en museos o como parte del paisaje dispuesto al turista, vemos edificios derruidos, estatuas sin brazos ni cabezas, genitales cercenados, torsos sin miembros, cuerpos de mármol otrora gloriosos pasados por el cedazo de la violencia, de la misma iconoclasia que después vemos actuar sobre otros signos. La violencia ha estado siempre presente, nos hemos criado con ella representada en obras de arte que aún transformadas por la pasión, el fanatismo y la rabia siguen siendo bellas a nuestros ojos. La violencia ha quedado adormecida por el tiempo. La hemos, finalmente, naturalizado. El tiempo lo ha permitido.

Vimos quemarse iconos cristianos y destruir a punta de picota los grandes símbolos de la América precolombina. Asistimos a la desaparición de los emblemas de la Alemania nazi, el vuelo de Lenin a la caída del régimen comunista de la Alemania Democrática o el descanso de Sadam Hussein bajo la bandera de EEUU. ¿Puede ser, como afirma Domènec, que la iconoclasia debe ser considerada una de las bellas artes? ¿Podríamos cuantificar todo aquel patrimonio que una vez ha pasado por las manos de la rabia y la pasión terminó por alojarse cómodamente en nuestra retina como parte innegable de nuestra tradición simbólica?

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Todo eso que nos ha sido heredado ha terminado por constituir un acervo, una gran acumulación de referencias. Porque aún cuando la acción de la revuelta no termina por ser propiamente un acto estético, está constituido de un principio de razón y de un potencial de belleza (entendida ésta en toda su complejidad). Claramente no es el momento en que la tormenta pasa por encima de nuestras cabezas cuando hemos de emitir juicios sobre su duración y sus efectos. Eso vendrá después. Y hoy vemos, al mismo tiempo, al cuerpo broncíneo de Valdivia yacer empalado bajo los pies de piedra de Lautaro, así como colgar la cabeza de Dagoberto Godoy de una de las manos de Caupolicán. Mientras se grafitea con insistencia el monumento ecuestre de Baquedano (involuntario compañero de los abanderados que ondean sus paños en las alturas del caballo), se escribe y pinta con el mismo brío sobre el monumento a Balmaceda o el busto de José Martí. Y es que la energía desplegada se basta a sí misma como sentido, no necesita de la fina interpretación de los signos para otorgarle el valor que ansía.

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Y puede ser ese el verdadero papel del arte: la transformación estética y significativa de esos sentidos. Primero, porque el arte contemporáneo está conectado, o quizás más aún, debe estar “incrustado” en su tiempo. Pertenece a este momento pero no sólo por estar en él, sino como lo plantea Agamben, el contemporáneo “pertenece verdaderamente a su tiempo cuando no coincide perfectamente con el ni se adecua a sus pretensiones” [1], y es en esa desviación donde puede asirlo y percibirlo, posibilitando la respuesta a una exigencia de reflexividad tanto sobre el pasado como acerca del presente mismo. Y ese segundo punto, la reflexividad, permite establecer una distinción sobre lo que acontece en la realidad misma: la vida siempre superará al arte, pero el valor del arte no es ser más real que la misma realidad, sino de permitir la emergencia de poéticas desde aquello que se puede entender, en palabras de Sergio Rojas, como lo tremendo [2], lo inconmensurable.

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CONTRA LA RAZÓN

Se ha dicho que todo arte nuevo es la negación del anterior, y en cierta medida ya es una insurrección sobre lo instituido. Pero, ¿es posible que la iconoclasia sea el origen de nuevas obras de arte haciendo uso de esos rastros como recursos poéticos? Sin lugar a dudas que las acciones y acontecimientos a los que asistimos hoy se transformarán en un lugar de reflexión y de irrupción de nuevas formas de hacer en un futuro no muy lejano, como también hay voluntades de transformación que ya estaban en marcha antes de la revuelta y que han encontrado en este episodio un espacio y un tiempo para ponerse en ejercicio.

Desde ahí es que quiero pensar el lugar de mi exposición Contra la razón. Programada para inaugurarse el 23 de octubre de 2019 en la Sala Matta del Museo Nacional de Bellas Artes, los acontecimientos de sobra conocidos retrasaron su apertura. La muestra abrirá, finalmente, este 14 de diciembre. Ya desde su título fue pensada para cuestionar el principio rector de la noción de monumento, la razón en que se funda y que se hace materia para promover un conjunto de valores que se pretenden comunes, pero que provienen de una voluntad ilustradora que ambiciona la conformación de una historia instituida, de la memoria colectiva y la identidad de los pueblos.

La iconoclasia misma es el origen de Damnatio Memoriae (2012), obra que es parte de la muestra y que refiere paradojalmente a la ley romana que permitía hacer desaparecer de la historia a un personaje. En la Roma Imperial era el Senado el que les concedía a los emperadores fallecidos la condición de dioses: mediante una decisión política se les hacía simbólicamente inmortales, se permitía su culto en público y se inscribía su nombre en la historia a través de monumentos, medallas, placas conmemorativas, monedas. Sin embargo, también se les podía hacer descender de esa condición. Si el Senado así lo decidía, se le podía aplicar la condena que obligaba a la desaparición de cualquier rastro que diera señal de su existencia. Sus monumentos eran derrumbados, sus placas retiradas, las medallas y monedas borradas mediante la abrasión. Paradojalmente, un suerte iconoclasia instituida, normada y legal. Sirviéndome de esa referencia, Damnatio Memoriae es el resultado de una condena de la memoria contemporánea: tres cabezas idénticas de bronce cuelgan frente a un cortinaje rojo. Del monumento ya no queda nada; despojado de su emplazamiento en el espacio público, desprovisto de la dimensión monumental, el pulimento del bronce termina por borrar todo rastro identitario hasta hacer irreconocible al personaje, cuyos rasgos se terminan de disipar en los brillos de una iluminación directa. La obra es una puesta en escena, es la construcción de un antimonumento donde todo lo demás desaparece para hacer emerger el destronamiento, la destitución.

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Toda la exposición Contra la razón podría ser leída desde ahí: el fragmento y la violencia. Fragmentos de esculturas que, utilizando la sinécdoque, permiten comprender el todo desde una pequeña fracción. El puño del minero de Lota, en Sub-terra (2019), que parece representar mucho más: la extracción del mineral, la fuerza del obrero, la lucha del desposeído, la violencia social y económica de otros tiempos; el cuerpo del soldado español vencido, casi aplastado por el caballo, sustraído del monumento a O’Higgins en Padre de la Patria (2019), cuyo rostro desencajado nos pone a pensar nuevamente en nuestra voluntad de filiación. Pero también la violencia de la guerra, que mutiló los cuerpos de los soldados que lograron sobrevivir a la Guerra del Pacífico y que son el origen de Ornamento (2014), proyecto de esculturas y fotografías que, ante la imposibilidad del homenaje en vida o el postrero homenaje monumental, sólo deja como posible la vía la de la escultura ornamental para exponer radicalmente esa injusticia histórica.

Esa violencia que es también el inicio de La casa en ruinas (2019), que se origina desde la reflexión sobre el bombardeo e incendio del Palacio de La Moneda en 1973. Ya había abordado ese momento en Galería de los Presidentes (MAC Parque Forestal, 2015), a manera de una ficción sobre el instante anterior a la destrucción total de la colección de esculturas que se hallaba en el Palacio. Pero esa primera obra abrió una puerta para abordar la reflexión sobre el poder destructor de la historia y las nuevas formas que esa violencia dispone. La Moneda, el 11 de septiembre, se transformó en cuestión de minutos en una ruina. Todos sus patios se llenaron de escombros, trozos del edificio poblaron los suelos, restos del incendio, pedazos de muebles, cornisas, ornamentos y esculturas destruidas conformando un amasijo de despojos que con el tiempo se han transformado en reliquias. ¿Podría ser que un trozo de ese palacio, un pedazo de escombro, guardara aunque sea parte del acontecimiento? Y al mismo tiempo, ¿podría el arte volver a poner su atención sobre el suceso histórico para disponer de una experiencia estética, vale decir, sensorial y reflexiva sobre lo ocurrido 46 años antes?

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De todo el registro visual del día del golpe, los videos y las fotografías dan cuenta de un detalle, una especie de casualidad: de los pináculos del frontis sólo uno fue destruido. Entonces ese detalle, ese encuadre de la escena, podría servir para enfatizar la relación del total con la fracción, forzando al objeto a poseer simbólicamente el todo. En este nuevo relato son convocados los diez pináculos del frontis de Palacio, donde nueve rodean al ornamento destruido como si fueran sus exequias. Sus fragmentos se ven esparcidos sobre la alfombra roja propia de la iconografía presidencial. Todo limpio, todo dispuesto para poner en evidencia que la emergencia del relato sigue dependiendo del sujeto espectador, invitado a pensar en la obra y responsable de la conexión de los elementos -objetos, signos, historia, memoria-  que hacen posible esa otra versión de la historia. Esta vez desde el arte.

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Quisiera detenerme a pensar, por último, en ese retraso de la apertura de la muestra. La explosión social pasó como una ola gigantesca por sobre todo aquello que imaginábamos posible, y nadie pudo haber calculado la dimensión del capítulo que hoy se está escribiendo. Sin embargo, en la Sala Matta hay obras que sin duda tienen una estrecha conexión con lo que ocurre afuera, aunque ni siquiera intentaran presagiar lo que vendría. Pero la iconoclasia es su antecedente estético, así también como el cuestionamiento del poder en tanto lugar del arte y la reflexión intensa sobre ese afán de exiliar la política de la vida cotidiana. Una obra, Mesa de centro (2019), se localiza justo ahí, en una voluntad de visibilizar cuánto la historia, la memoria y la política seguían estando presentes. Mesas de centro de los livings de casas de familias que fueron invitadas a recibir, a la manera de un souvenir, una pequeña estatuilla de un presidente de Chile. Pedro Aguirre Cerda, Alessandri, Frei o Allende como pretextos para conversar y recordar sucesos de la historia nacional, la gran historia mezclada con situaciones cotidianas, sea la entrega de una casa, la apertura del jardín infantil o la puesta en marcha de los trabajos comunales. En el Museo se exhibe el video que registra esas conversaciones acompañado de la colección de estatuillas.

Para la gente común la política sí importaba, la historia sí importaba. Mientras en la calle, a partir del 18 de octubre comprobamos cómo los monumentos dejaron de ser sólo ornamentos de la ciudad que adornan los paseos de a pie de los fines de semana. La revuelta nos lo ha demostrado haciendo subir nuevamente la política sobre los pedestales.

 


[1] AGAMBEN, Giorgio. “¿Qué es lo contemporáneo?”, en Desnudez, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2011, p. 17.

[2] “La noción de lo tremendo —que como concepto está todavía en elaboración— no es propiamente una categoría estética, sino que intenta dar cuenta del hecho de que los acontecimientos del siglo XX hasta el presente han conducido al pensamiento a estrellarse contra los límites del paradigma de la modernidad en el que la razón se había constituido como forma de conocimiento, dominio y transformación de la naturaleza”. PESCE, Franco. “La voluntad de no entender. Entrevista con Sergio Rojas”. Revista Lingüística y Literatura, U. de Antioquia, Colombia. Nº 74. 2018. Pág. 160.

Imagen destacada: Busto de José Martí. Fotografía de José Luis Rissetti, Santiago de Chile, 2019

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Luis Montes Rojas

Nace en 1977. Escultor, vive y trabaja en Santiago de Chile. Licenciado en Artes Plásticas mención Escultura por la Universidad de Chile, y Doctor en Bellas Artes por la Universidad Politécnica de Valencia (España). Académico del Departamento de Artes Visuales de la Universidad de Chile, Senador Universitario por la Facultad de Artes, Coordinador de Investigación del Departamento de Artes Visuales y Editor de la Revista [cuatro treintaitrés].
Coordinador del Núcleo de Investigación de Escultura y Contemporaneidad, es responsable de las investigaciones “Escultura contemporánea en Chile: genealogía de una transformación” (Fondart 2015), “La densidad política del Monumento al General Schneider (1971) y el Monumento a Salvador Allende (2000)” (concurso DAV2017), así como “Escultura y contingencia: producciones críticas entre los años 1959 – 1973” (Fondart 2018). Ha escrito numerosos textos y artículos sobre escultura, arte público y arte contemporáneo, siendo además editor de publicaciones como “Arte público, propuestas específicas”, “El arte de la historia” y “Escultura y contemporaneidad en Chile: tradición, pasaje, desborde”. Ha expuesto en muestras individuales y colectivas en Chile y el extranjero, destacando Contra la razón, Museo Nacional de Bellas Artes (2019 - 2020); Santa Lucía, MAC Parque Forestal (2016); Galería de los Presidentes, MAC Parque Forestal (2015); Reconsiderando el monumento, Segovia - España, (2019); De aquí a la Modernidad, Museo Nacional de Bellas Artes (2018 – 2020); Cuerpos Liminales, Centro de Extensión UC (2017); Gigantes y derivas, Intervención de la ex Cárcel de Cuenca, Ecuador (2016), entre otras.

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