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Gilda Mantilla:nuevos Errores

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Uno diría que parte del trabajo individual de Gilda Mantilla ha sido siempre el acercamiento a los excedentes; a los restos, como a veces le dice la artista al material sobrante que queda de elaboraciones de obras previas y que luego reutiliza, o bien almacena, e incluso atesora.

Ese acercamiento a estos restos simula por momentos ser exclusivamente el aprovechamiento de materiales, pero en realidad hay una vinculación emotiva y crítica con ellos, como una suerte de conciencia de que los restos y desechos son el testimonio huérfano de algo que se quedó en el camino y el proceso de la obra. En Mantilla ese desecho es un testimonio que pertenece al orden de la confección del producto final, pero que lo excede literal, valiosamente, y que a la vez es su contrario y también su Otro.

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En la larga década en que se dedicó casi exclusivamente a la pintura sobre tela (alerta: se encuentra pendiente una indagación profunda sobre esa obra increíble hoy vuelta invisible), Gilda Mantilla puso la mirada sobre las superficies de su propia identidad y las del desdoblamiento femenino, precisamente en la cara oculta de una subjetividad emergente, pero puesta al margen por la mirada patriarcal. Enfocó sus ojos y su obra en torno a algunas versiones desechadas de lo femenino, de su contorno cosmético popular, de “estéticas” y de beauty parlors, a la búsqueda de sus propios y legítimos feísmos hechos desechos de los sistemas y modelos del embellecimiento. En esos episodios previos de la obra de Mantilla, el develamiento de esa femineidad no doméstica, estridente y en rebeldía, señaló sutil y críticamente la existencia de un orden dominante que construye su norma volviendo desechable, feo y de “mal gusto”, el disentimiento.

Ese algo sobrante del sistema de representación patriarcal abordado por Mantilla en su pintura, produjo un desarrollo peculiar en la escena limeña, que otres artistas cosecharon cuando ya la ola pionera había roto sobre la playa. Sin embargo, en la orilla de Mantilla ese desarrollo condujo más bien a un episodio final, o casi, con un conjunto de telas, objetos e instalaciones que tituló, a manera de despedida y para que no quedara duda del margen aludido, Sinfonía del trapeador (2001).

Uno diría también que desde entonces al romper con el molde pictórico, Gilda Mantilla hizo estallar algo más que la bidimensionalidad. Y que de esa fragmentación se hizo de un lenguaje más abarcador, seguro más breve en sus formatos, pero también más agudo y también, incluso, aún más sutil. Su paso por la fotografía con Postales para llevar (50° Bienal de Venecia) produjo las atractivas imágenes antiturísticas de su ciudad familiar, buscando con el encuadre precisamente todos los rincones que el orden turístico y la especulación del terreno urbano y la pobreza expuesta habían desechado del formato de consumo postal e impostado. En esas imágenes que el orden turístico había expulsado de la ciudad, se encontraban además las huellas de un proceso histórico sobrante para el gusto gentrificado, un pasado demasiado popular, raro o estridente, casi exactamente como el perfil personal y femenino que la artista supo previamente develar en óleo.

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De ahí que en toda esa indagación en los restos, excedentes y desechos no es sorprendente que surja también el hálito de nostalgia, extrañeza y melancolía que recorre el pensamiento y obra de Mantilla. El fragmento, la sobra y el archivo comparten, en ese aspecto de su obra, un interés por el pasado de una totalidad hecha pedazos a la que oscura y constantemente refieren. No obstante, al menos en el recorrido de Mantilla, la referencia del desecho y sus fragmentos no buscan ni precisan una catalogación, ni persiguen la invención de una gramática particular, ni tampoco un sentido en medio del surgimiento de siluetas y formas que son los bordes sobrantes de un orden ido, pero aludido.

El mundo astillado de donde provienen las piezas de esta muestra se remonta al ejercicio de calar y recortar superficies plásticas para producir esténciles -un formato que Mantilla ha venido realizando ya desde hace algún tiempo con su compañero Raimond Chaves-. Pero en algún momento, Mantilla ha querido enfatizar el verdadero orden de valoración de este proceso y ha afirmado que los restos son su ganancia. En un sentido directo, esto quiere decir que el valor de la pieza está en todo aquello que se la ha recortado, incluso cuando es un “falso esténcil”, de esos hechos de un material demasiado grueso y que en realidad no sirven para reproducir ilimitadamente una silueta con ayuda de un brochazo o de un spray, sino que son el soporte mismo que contiene la silueta que resulta así única e irreproducible. Parece simple, pero creo que al ubicar dónde está su ganancia como artista, Mantilla sospecha que la complejidad de este proceso es que el fragmento es un signo que va a contrapelo de la pieza misma y que como desecho es crítico y es además múltiple. Su concentración en el fragmento sobrante alude así a ese orden que expulsa todo aquello que no forma parte de su proceso de acumulación y de consumo. Y por eso, uno diría que a la demanda del signo tranquilizador que constituye el producto completo, Mantilla entrega los restos y, tras ellos, las visiones expectantes de una forma crítica de mirar entre los escombros. Y que al igual que en un esténcil, aquello que se ha obliterado de ese molde es justamente el vacío por el que se puede ver.

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Gilda Mantilla: Nuevos errores, se presentó entre el 29 de agosto y el 18 de octubre de 2019 en (bis) | oficina de proyectos, Calle 23 Norte # 6AN-17, oficina 412 · Cali · Colombia

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Rodrigo Quijano

Poeta y crítico. Vive en Lima. Trabaja como curador independiente de arte contemporáneo y como gestor independiente. Fue fundador y miembro activo del colectivo Espacio La Culpable (2001-2008), un espacio que en su momento adquirió un rol gravitacional en la escena contemporánea limeña. Ha publicado ensayos y artículos dentro y fuera del Perú y ha contribuido en diversos volúmenes sobre temas culturales.

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