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PAULA DITTBORN Y MARCOS SÁNCHEZ: EL REINO DE LAS COSAS FALSAS

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Hace poco leí un cuento en el que el personaje principal sufre una crisis de hipocondría que le impide abandonar su cama. En un lapso de pocos días, se auto-diagnostica anemia, afecciones cardíacas y una serie de enfermedades estomacales, todas ellas de gravedad. Por las noches, sus dolencias se vuelven tan intensas que, cubierto con las sábanas hasta los ojos, grita –medio en broma, medio en serio– que la danza macabra viene por él.

La danza macabra, o danza de la muerte, es un género que surgió en Europa durante la Baja Edad Media, y que consiste en una personificación alegórica de la muerte –generalmente por medio de uno o más esqueletos– que invitan a personas de distintos rangos sociales y edades a realizar un baile siniestro en torno a una tumba. Reyes o labradores, viejos o niños; les recuerda a todos por igual que los goces mundanos tienen su fin, y que la muerte es universal. El personaje del cuento se obsesiona con esta danza cuando, en una noche de desvelo, se encuentra en la televisión con El séptimo sello de Bergman, en cuyo final un grupo de siete figuras vestidas de negro caminan tomadas de la mano en la cima de una colina. En la misma escena, Jof le dice a su esposa: «Los veo, Mia. Los veo. Sobre ellos se cierne el cielo tormentoso. Suben juntos el monte. Van el herrero y Lisa, el caballero y Raval, y Jöns y Jonas. La Muerte severa los invita a danzar». Cervantes, Calderón de la Barca y Quevedo aluden a esta danza en algunas de sus obras más conocidas. En 1493, el alemán Michael Wolgemut ilustra la Crónica de Nuremberg de Hartmann Schedel con una xilografía titulada La danza de la muerte. En ella, cuatro esqueletos bailan animadamente alrededor de una tumba. Pocos años después, Hans Holbein El Joven realiza su famosa serie de grabados que lleva el mismo título.

A estos grabados de Wolgemut y Holbein alude la única animación que forma parte de la exposición El reino de las cosas falsas, en Sala Gasco hasta el 30 de noviembre. En ella, un esqueleto gira interminablemente sobre un fondo negro. Para ver el video, es necesario asomar la mirada a un pequeño orificio ubicado en ambos extremos de una escultura de poliestireno con forma de tronco. La obra, de autoría de Marcos Sánchez, lleva por título Caída libre. Al igual que los esqueletos de Wolgemut y Holbein, cuyas danzas –desde una mirada actual– son tan trágicas como divertidas, la caída libre del esqueleto de Marcos tiene su lado gracioso y absurdo. Esa cuidadosa y ambigua convivencia de lo siniestro y lo lúdico es, tal vez, uno de los rasgos más característicos del trabajo del artista. En el caso de esta exposición, reaparecen otras tensiones que hemos visto en sus trabajos anteriores: entre lo gráfico y lo pictórico, lo bidimensional y lo tridimensional, la figuración y la abstracción, lo rígido y lo maleable, entre otras.

Como decía, Caída libre es la única animación que encontramos en la exposición. A pesar de esto, varios trabajos de El reino de las cosas falsas establecen distintos desplazamientos espaciales y temporales. En el caso de Marcos Sánchez, estos tránsitos se producen de un medio a otro: entre las pinturas, las figuras de mica y las esculturas de metal. La materialidad de estas obras genera diferencias entre interior y exterior, lo cual es especialmente evidente en el caso de las pequeñas figuras que reposan en una vitrina. Si bien en una exposición se suele asumir que lo que se encuentra en una vitrina es menor, en el sentido que ilustra o complementa aquello que cuelga de los muros, me parece que entre estas obras de Marcos dicha jerarquización no se produce. En lugar de ilustrar o complementar, las figuras de mica corresponden a un estado, a un instante del desplazamiento entre la pintura, la mica y el fierro –sin ser ninguna de ellas necesariamente una derivación de la otra. Si bien algunas esculturas, como Muleta, Escalera y Mirón, se realizaron a partir de figuras de mica, estas tienen tales diferencias compositivas respecto a sus modelos que se rompe la asociación original-copia. En el caso de Colgador, que fue dibujado y pensado para el formato en que está expuesto, esta distancia es aún mayor. A esto se suma el cruce entre el video y el cuadro La visita, en el cual aparece un esqueleto, esta vez sosteniendo una bandera deshecha. Así, las relaciones entre interior y exterior, y entre materiales y medios, son dinámicas y en diferentes sentidos, todo lo cual genera movimientos ópticos e imaginarios, activados por un espectador inquieto y sensible a esta trama discontinua.

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Una sugerencia de movimiento a partir de imágenes fijas se produce, también, en las obras de Paula Dittborn. Por ejemplo, en la disposición separada de una serie de dibujos que, originalmente, correspondían a fotogramas de una animación tradicional cuadro a cuadro del Planetario de Santiago. Basta pasar la mirada por cada uno de estos dibujos –de izquierda a derecha, y de arriba hacia abajo– para dar con la secuencia de la transfiguración del edificio. En este caso, la arquitectura –gran interlocutor de los trabajos que en esta ocasión expone Paula– abandona su fijeza; luego de los primeros siete, en los que se alude a la cúpula de cobre del edificio por medio del espacio negativo que genera, el edificio se asoma progresivamente para luego desaparecer, desplazándose hacia el borde izquierdo. Esta coexistencia entre detención y movilidad la encontramos, también, en los cuadros de figuras arquitectónicas que realiza a partir de celuloide nacarado. En ellos, la iridiscencia del falso nácar adherido sobre acrílico transparente es la que entrega cierto dinamismo a superficies que originalmente tienden, más bien, a la sobriedad. Este contraste de materiales es algo conscientemente buscado; de hecho, en un principio, la serie estaría compuesta solamente a partir de fotografías de construcciones modernistas, como las que identificamos en Soto de Angelis o Shapira y Esquenazi. Si bien esto varía en la casa de Valparaíso de fines del siglo XIX, que funciona como referente a uno de los mosaicos, en esa obra la tensión se traslada hacia –al menos– dos ámbitos: al grafiti del muro exterior y al uso de dos colores en la composición de la casa con el fin de aludir a la existencia de ventanas (en los edificios modernistas utiliza un solo color). Esta última variación le da protagonismo al problema de la transparencia dentro de esta serie; una transparencia engañosa ya que, más que dejar pasar la luz, el celuloide nacarado la refleja. Brillan como un escapulario, dan la ilusión de movimiento, como un vitral que reacciona a nuestro punto de mirada. Por otro lado, la traslucidez del acrílico sumado a las características de celuloide provoca que estas obras adquieran distintas temperaturas –lo cual podría complejizarse, eventualmente, con el uso de iluminación artificial en el reverso.

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Si, desde cierto lugar de la sala, las esculturas de fierro de Marcos Sánchez nos hacen creer que estamos ante objetos plenamente tridimensionales, el engaño de los cuadros de Paula Dittborn descansa tanto en el material –el celuloide imitación nácar– como en su potencial uso. Como algunos sabrán, esta serie alude a las pinturas incrustadas de concha de nácar, manifestación abundante en la Nueva España de los siglos XVII y XVIII, resultado de la influencia oriental, particularmente japonesa, en las colonias latinoamericanas. La decoración de madreperla, conocida en Japón como raden o aogai-zaiku, suele combinarse con objetos de laca –makie– con el fin de lograr mayor atractivo gracias al contraste que se genera entre el negro del fondo y la iridiscencia de las conchas de moluscos. En las pinturas coloniales, la convivencia de pintura al óleo con nácar –usualmente adosada sobre madera–produce un interesante desvío respecto de la práctica nipona, entre otros motivos debido a que están a medio camino entre la pintura y las artes decorativas. Dialogando con esta tradición, los mosaicos de Paula Dittborn son, por su parte, deslumbrantemente artificiales; «celuloide nacarado sobre acrílico y pintura acrílica», se lee en la cédula de estas obras. Además, si bien su referente directo son estas pinturas coloniales, al mismo tiempo recuperan de la tradición japonesa un aspecto compositivo importante: la superposición entre figura y fondo. Al igual que en las lacas niponas, tienen un fondo liso y uniforme sobre el cual se despliega el tornasol. Si los cuadros de plasticina –que, por varios años, ocuparon parte importante de la producción de la artista– tienen un fuerte componente háptico, más que al tacto esta serie nacarada invita a la interacción; de ahí su potencial uso. Gracias a su parentesco con las lacas japonesas, estos cuadros juegan sutilmente a ser un contenedor en el cual es posible guardar objetos o, mejor aún, no guardar nada.

A propósito de la curiosidad, la figura del mirón se repite literal y figuradamente desde antes de ingresar a la exposición. La Sala Gasco tiene la forma de una vitrina cuyo vidrio da directamente a la vereda de la calle Santo Domingo, en pleno centro de Santiago. El colorido de las esculturas, los dibujos y los cuadros que componen El reino de las cosas falsas se encargan de llamar la atención de los transeúntes. Todavía desde afuera, la invitación a mirar, y entrar, se refuerza a partir de: una vitrina dentro de la vitrina, con las figuras de mica de Marcos Sánchez; la base de un tronco blanco con un orificio al medio –Caída libre, con el video del esqueleto en su interior; y cuatro figuras que, desde la vereda, no se sabe si son planas o volumétricas: dos manos abiertas con un ojo a cada lado que nos miran de vuelta, un tendedero, una escalera y una muleta aparentemente rota. Esos dobleces, junto con el brillo de los cuadros de Paula Dittborn, demandan cercanía, observar en detalle, dar una vuelta alrededor de los objetos. Espiar por el orificio del tronco, asomarnos por encima de la vitrina.

Pocos minutos bastan para darnos cuenta que las superficies iridiscentes y tornasoladas no provienen del mundo natural. La muleta tampoco está rota, a pesar que en uno de sus extremos la rodee una cinta de masking tape. La decepción es tan rápida como total. «¡Puras cosas falsas!», alguien podría escribir en el libro de comentarios. Imitaciones, como algunos productos que venden en las tiendas chinas de varios locales de la calle Santo Domingo.

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En una escena de Only Lovers Left Alive de Jim Jarmusch, Adam, un vampiro muy culto y aficionado a la música revisa una selección de guitarras eléctricas que le ha traído a su casa una especie de dealer. Entre ellas aparece una Hagstrom de 1960. «Mira la parte de atrás: plástico nacarado…», dice Adam, asombrado por la belleza del instrumento. Al vampiro no le importa que la guitarra esté decorada con celuloide; le asombra su manera tornasolada de brillar.

Uñetas de guitarra. Eso fue lo que utilizó Paula Dittborn en sus primeros trabajos con plástico nacarado. Lo musical se asoma, también, en el trabajo de Marcos Sánchez, a propósito de su animación. En las danzas macabras se suele representar a personajes que tocan instrumentos: en la xilografía de Wolgemut que veíamos al comienzo, el esqueleto de la izquierda sostiene una especie de flauta; el de Holbein toca un tambor. Si bien la animación de Marcos es muda, con algo de imaginación podemos escuchar la melodía de un instrumento y transformar la tragedia de su caída libre en un animado paso de baile. En la escena de El séptimo sello, el último de la procesión –Jonas– «lleva su laúd y camina de espaldas». Es quien va marcando el ritmo del baile, quien anuncia la irremediable venida de la muerte que el personaje hipocondríaco del cuento escucha aterrado desde su cama.

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Megumi Andrade Kobayashi

Nace en 1985. Doctora en Estudios Americanos IDEA-USACH. Magíster en Estudios de la Imagen de la Universidad Alberto Hurtado y Magíster en Literatura de la Universidad de Chile. Enseña en la Licenciatura en Artes Visuales de la Universidad Finis Terrae y la Licenciatura en Teoría e Historia del Arte de la Universidad Alberto Hurtado. Dirige el Grupo de Publicaciones Artísticas (GPA) de la Facultad de Artes de la Universidad Finis Terrae. Fundó, junto a Felipe Cussen y Marcela Labraña, La oficina de la nada.

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