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La Trienal del New Museum:un Intento Fallido de Sabotaje

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Tomemos una foto del arte que están haciendo los jóvenes en el mundo y expongámosla. Esta tarea pasa de difícil a imposible cuando le agregamos a los 7,6 mil millones de habitantes y 166 países una fuerte desigualdad económica y polarización política. ¿A qué artistas priorizamos? ¿De qué manera hacemos visible a los que han carecido de exposición? ¿Cómo determinamos quiénes son? ¿Podemos hilar sus realidades en una sola narrativa, construyendo una idea de lo global, sin renunciar a lo local? Los curadores Garry Carrion-Murayari y Alex Gartenfeld se enfrentaron a este desafío con Songs for Sabotage, la cuarta versión de la Trienal del New Museum de Nueva York, exposición de arte contemporáneo que cada tres años ofrece un diagnóstico de la producción del arte emergente internacional.

Carrion-Murayari y Gartenfeld seleccionaron a diecinueve artistas entre veinticinco y treinta y cinco años, de países como China, Estados Unidos, Filipinas, Haití, México, Perú, Rusia y Sudáfrica, muchos de los cuales está exponiendo por primera vez en Estados Unidos. En una ciudad donde se presta atención casi exclusivamente al hemisferio norte (y continente americano), tener una muestra colectiva con tales elementos y en tal institución resulta refrescante y esperanzador. Sin embargo, si el mundo del cual intentamos sustraer conclusiones ofrece comunicación, conectividad e instantaneidad, también nos castiga con burbujas de realidad aisladas e independizadas entre sí, coartando toda posibilidad de comunidad o relato universal, cosa que esta muestra nos parece confirmar.

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Se abren las puertas del ascensor y entramos al más alto de los cuatro estrechos pisos que la muestra ocupa en el museo del Lower East Side de Manhattan. Nos reciben luces bajas, un ambiente lúgubre y un texto al muro anunciando que los artistas de Songs for Sabotage proponen una suerte de propaganda—¿en qué momento pedimos que el arte volviese a usarse como propaganda?—por medio de obras que “incitan a la acción”, “invitan al compromiso activo” e “interrumpen estructuras políticas y sociales”. Los trabajos “[asumen] las estructuras tecnológicas, económicas y materiales que se interponen a la colectividad” y “ofrecen modelos para desmontar y reemplazar las redes políticas y económicas que envuelven a la juventud global actual”. ¿Es posible esperar tanto del arte (emergente)? Con un léxico reciclado de la vasta mayoría de los textos curatoriales actuales—“agitado momento político”, “sistemas de opresión, marginalización y discriminación”, “examinación crítica”—esta trienal nos demuestra que las fórmulas no son infranqueables, fijando por un lado varas demasiado altas y empleando los recursos equivocados para alcanzarlas.

La variedad de medios y técnicas presentes en la muestra es restringida y añeja, cargándose hacia la pintura, el dibujo y la escultura. Algunos trabajos bidimensionales son los cuadros abstractos del haitiano Tomm El-Saieh, las pinturas surreales en tonos tierra del brasileño Dalton Paula, la serie de cuadros de brillantes colores con manufactura torpe de imaginario Pop de Manuel Solano, artista transexual que perdió la vista a comienzos del 2014 tras una infección vinculada al SIDA, y dibujos a gran escala que representan la violencia social y religiosa en India del artista y activista indio Anupam Roy, que revisten los muros de una sala completa, titulados Surfaces of the Irreal (Superficies de lo Irreal). Las sensaciones generadas por éstos son oscuras, pesimistas; prácticamente todas ofrecen miradas críticas a contextos locales con bajas posibilidades de que el artista o el espectador pueda dar vuelta a la situación, ni sentir empatía o compasión al respecto. Cabe la duda de si la causa de esta reacción son la obras en sí o su organización conjunta, que las reúne bajo una membrana lastimosa y densa, bloqueando acceso al tal vez rico mundo interior de cada trabajo.

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Hacen falta obras relacionales, arte sonoro, net art, intervenciones sociales: piezas que actualicen la noción de técnicas artísticas. La falta de ellas es sorprendente si pensamos que los curadores tienen entre treinta y cuarenta años y, más importante, si ocupan la premisa de que los artistas pertenecen a comunidades “centradas en aquellos cuya identidad, agencia y mera existencia son una amenaza para el negocio como se conoce”. Una estrategia más efectiva para desafiar el mundo de los negocios sería incluir obras cuya materialidad hace difícil considerarlas mercancías coleccionables, en lugar de trabajos bidimensionales que se cuelgan en muros blancos. El “[llamado] a la acción contra los sistemas de dominación y explotación característicos del capitalismo global actual” se responde con indiferencia. ¿Hay, acaso, un llamado? Por otra parte, un tono curatorial tan fervientemente provocador y “contemporáneo” genera expectativas de trabajos que repiensan los confines de la manufactura y expanden los límites de lo que el arte puede ser—y hacer. Por último, si nos estamos concentrando en medios de manufactura tradicional, nos gustaría ver algunos trabajos que puedan ser admirados por su exquisito dominio visual o estético, cosa que definitivamente no ocurre en esta exhibición.

Identidad y colectividad se posicionan como contrincantes en la muestra, presentándonos a artistas que reflexionan en torno a su identidad, pero ocupados de modo casi narcisista en las raíces o circunstancias locales que los aquejan. El problema de ello no es que sus realidades particulares no sean relevantes—si algo falta, es mayor atención a otras noticias que las que predominan en las discusiones de medios—es que cada una ruega atención como por despecho, haciendo que las obras se interpreten como provincianas y aisladas de una narrativa o panorama común. Esto se debe en gran parte a los textos nocivamente extensos que las acompañan, cada uno compuesto por dos párrafos agotadores, con poca iluminación y bajo pretensiones que ni las obras maestras de arte político podrían alcanzar.

El primer párrafo de la etiqueta de Balconies (støp i meg, støp), por ejemplo, de Tiril Hassleknippe, inscribe el trabajo en un cuerpo de obra que “visualiza cómo la infraestructura puede ser afectada por los desastres, usando fragmentos arquitectónicos que revelan la agitación política, ecológica y social que han causado la guerra y el terrorismo, la crisis de la migración, y una desconfianza entre las personas y las naciones”. Volteamos y encontramos tres esculturas de aluminio suspendidas en el aire, una de las cuales podría considerarse, quizás, el boceto escultórico de un balcón. El resto, esculturas de metal abstractas, carecen de cualidad formal y/o conceptual. El decaimiento que se describe es más evidente en otros trabajos de la artista que no están presentes en la trienal, cuya materialidad es definitivamente más sugerente. ¿Habrá sido una mala selección?

La obsesión por lo local está presente en casi todos los trabajos: Zhenya Machneva, artista nacida y radicada en Rusia, hace obras textiles que representan con nostalgia polvorienta y burlesca las fábricas soviéticas; el sudafricano Haroon Gunn-Salie conmemora a los treinta y cuatro mineros asesinados por la policía en el 2012 en su país en su escultura Senzeni Na; y el griego Manolis D. Lemos presenta un video en cámara lenta titulado dusk and dawn look just the same (riot tourism) (el amanecer y el atardecer parecen lo mismo [turismo de disturbio]), en el que una multitud cuyas chaquetas forman la imagen de un horizonte corre hacia el Omonia Square de Atenas, un atractivo turístico donde se han llevado a cabo protestas anti-austeridad.

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La obra que escapa a esta miopía y resulta ser la más sólida de la muestra es la de Claudia Martínez Garay, artista peruana radicada en Ámsterdam, quien trabaja con imágenes de propaganda de diferentes épocas de guerra del siglo XX. En Cannon Fodder / Cheering Crowds (Carne de Cañón / Multitudes Alentadoras), Martínez Garay desintegra afiches y los divide en dos muros que se enfrentan; uno luce una composición limpia de formas geométricas y planos de color, mientras que el otro presenta una constelación de formas figurativas, como la pantera del grupo revolucionario Black Panther y el águila calvo de Estados Unidos, disgregando imágenes política e históricamente cargadas y colocando sus símbolos en un mismo plano: la propaganda, el fanatismo y los sistemas opresores no cambian de condición dependiendo del lado político. Son justamente los trabajos más ambiguos políticamente—los que revelan mecanismos, signos y estrategias—como lo hace también Lemos, los más ricos simbólicamente. Nos confirman que no se puede ver la realidad en términos binarios: político/privado, bueno/malo, izquierda/derecha.

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Hacer un diagnóstico en tiempos tan revueltos no es fácil. ¿Será mejor rendirse ante lo inabarcable? Claramente, no. Generar instancias que desafían las normas de una industria artística concentrada en unas pocas metrópolis, dividida por carísimos programas de magíster que escupen a artistas con sólidas redes de contactos y largos años de endeudamiento y (des)regulada por un mercado sustentado por magnates de fortunas multimillonarias es una tarea noble y necesaria. Pero creer que la batalla se puede combatir forzando un gran espacio de instancias aisladas de contemplación e interpretación e inscribirlo en una agenda conceptual y políticamente inalcanzable para mortales—dentro de ellos, artistas—no le hace ningún favor a la industria. En lugar de colocar lupas para observar realidades individuales, dejando una para continuar hacia la siguiente, sería de mayor utilidad escarbar, observar, analizar e imaginar las líneas que sí unen realidades distantes, si creemos que aún puede existir una comunidad global conectada por la creación y reflexión, no tanto por el suspiro y la tragedia. Esperemos que esas líneas puedan ser de colores más brillantes que las que nos ofrece el New Museum, donde Gary Carrion-Murayari and Alex Gartenfeld repiten como un disco rayado que nuestros tiempos no están siendo fáciles. Creo que esa premisa, más que sabotear el status quo, hoy, es el status quo.

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Paula Solimano

Nace en Estados Unidos, en 1991. Licenciada en Arte por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Es curadora de la Colección Ca.Sa (Chile), con la que desarrolló el proyecto "Archipresente: Arte latinoamericano en la Colección Ca.Sa.". También ha curado "Gran Sur: Arte Contemporáneo Chileno en la Colección Engel", en Sala Alcalá 31, Madrid, y "Juan Pablo Langlois: Afterwards no one will remember", Cindy Rucker Gallery, Nueva York.

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