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SEBASTIÁN MEJÍA. LA IMPOSIBILIDAD DE LO INVARIABLE

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Por Nathalie Goffard

 

Caminar, idealmente, es un estado en el cual la mente, el cuerpo y el mundo están alineados, como si fueran personajes que finalmente conversan juntos. Tres notas tocando, repentinamente un solo acorde.

Rebecca Solnit, Wanderlust. Una historia del caminar.

Hacer todos los días el mismo camino… a la escuela, al liceo, a la universidad, al primer  empleo, al último trabajo y después, de regreso a casa. Y al otro día, una y otra vez lo mismo. ¿Quién no ha buscado explotar las múltiples posibilidades que nos ofrece un mismo recorrido para poder matar la rutina? ¿O, eventualmente, quién no ha tratado de incluir tareas pendientes, agendar visitas y organizar encuentros en esos mismos trayectos para poder así rentabilizar el tiempo y el espacio?

Esta es la historia de alguien que trataba de hacer lo opuesto: realizar por años exactamente el mismo camino pero para siempre llegar a otro lugar. La imposibilidad de lo invariable en un mismo itinerario era algo así como el leitmotiv de su trayecto.

El leitmotiv es una melodía corta y característica que se repite a lo largo de una obra musical y refiere simbólicamente, o por asociación, a un determinado personaje, evento, sentimiento o una idea fuerza. De hecho, el cine utiliza habitualmente este recurso en las bandas sonoras. Gracias a ese tipo de música, todos sabemos cuándo aparecerá en escena el lado oscuro de la fuerza, o el momento en el que el tiburón atacará. Era exactamente ese tipo de asociación audiovisual lo que buscaba. No obstante, las secuencias melódicas no eran aquí sonoras, sino espaciales. Asimismo, no había en ellas ni instantes de desenlaces, ni suspenso, ni siquiera clímax narrativos.

¿Quién no elaboró patrones de desplazamientos en la infancia? Saltemos cada tres pastelones, cada dos, caminemos solo sobre las verticales o las líneas amarillas, no pisemos los vértices entre cuadrados, contorneemos  los círculos de los alcantarillados.  Aquél personaje coreografiaba esquemas similares en su mente, que luego convertía en secuencias visuales para así representar su propio estar-en-el-mundo. Quería que cada borde, límite, huella o marcado se relacionara con la melodía de su propio tiempo y cuerpo. Sabía perfectamente lo que había cambiado desde ayer, un mes o un año en ese recorrido, tal como era capaz de reconocer cada marca del paso del tiempo o huella de un determinado evento en su propia anatomía. Sin embargo, tenía preferencia por los espacios intermedios o por las marcas tenues, porque permitían hacer un paralelo más adecuado con aquellos cambios sutiles que le suceden a todo el mundo. No es que no interesaran, ni importaran los grandes eventos, solo que el dramatismo era demasiado fácil de representar y relatar. Asimismo, tampoco le llamaba demasiado la atención la permanencia de las cosas, sino más bien la idea de supervivencia de las más pequeñas. La persistencia e insistencia de todo lo anodino era mucho más atractivo visualmente que la inmutabilidad. Y por lo mismo, las mejores secuencias a coreografiar eran aquellas que incluían los silencios de los espacios vertiginosos: las pequeñas depresiones, los surcos que no dejaban ver en su interior y los bordes irregulares.  Cuando quería hacer más ruido escogía manchas y residuos.

Caminar como quien escribe partituras y siempre tener la capacidad de encontrar algo para hacer un nuevo leitmotiv. Todo servía, las diagonales, las convergencias, los ángulos o los desniveles. Las sombras, los quiebres, los velos y las rasgaduras.

Lograba tal nivel de mimetismo con el trayecto, que cada vez que algo cambiaba lo llegaba a sentir sobre sí mismo. Como si ese recorrido y el propio cuerpo formaran el mismo y único palimpsesto, en el que se iban sumando capas de historia y de memoria. Por esta razón, los bordes erosionados siempre lo perturbaban, ya que eran una prueba fehaciente del paso del tiempo y, por extensión, de su propio desgaste.

Para compensar la pérdida, y también por miedo a olvidar las secuencias ideadas en su mente, decidió registrar y atesorar cada una de esas modificaciones, transformándolas en  fotografías. Con el tiempo, éstas se fueron acumulando.  Empezó a ordenarlas en series y combinarlas de distintos modos para que, algunas veces, fueran acordes a la melodía de un determinado día y, otras, solo para plasmar una sensación general. Y las combinatorias eran de hecho casi infinitas. Mas, tal y como nunca lograba finalizar el itinerario en el mismo lugar, nunca conseguía crear una secuencia cerrada y definitiva.

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SEBASTIÁN MEJÍA: INTERVALO PEATONAL

Galería Metales Pesados Visual, Santiago de Chile

Hasta el 3 de agosto de 2017

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