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Voces Que Cuentan:n, de Radio Ruido.2

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(La versión original de este texto fue leída en MAC Quinta Normal de Santiago de Chile, el día jueves 19 de mayo de 2016, con ocasión del lanzamiento del catálogo del proyecto de creación sonora n. Esta versión revisada se centra exclusivamente en la obra sonora y no en dicha publicación).

 

El proyecto de creación sonora n, del colectivo <Radio Ruido.2> (en el que participan Rainer Krause, Mónica Bate, Sebastián Valenzuela, Felipe Fierro y Nicolás Fuente) consiste en una pieza sonora que emite una serie de números, cada uno repetido cien veces por voces distintas; secuencia que se inicia con el número 1 y finaliza con el 160 (aunque la versión original se proponía llegar al 400). En ese sentido, la descripción de la obra suena como una prueba para la paciencia de cualquiera, como un ejercicio ascético de aburrimiento. Aunque creo que algo de esto tiene, la verdad es que mientras más pienso en la obra, más me aparece como un juego fascinante, lleno de vitalidad y humor.

Pienso, primero, en cómo esta obra nos propone una reflexión sobre el acto de contar, un acto en muchos casos automático, sobre el que no nos detendríamos, y un acto que parece justamente ser por definición el caso más extremo de una serie sin ningún significado salvo su progresión homogénea, vacía. Contra lo que sugiere su etimología compartida, la cuenta numérica y el cuento, dos de las acepciones más comunes del término “contar”, no tendrían nada en común. Una serie numérica es la sucesión anti-narrativa por excelencia. Pero el acto de contar no es tan neutral ni tan anodino como parece. Contamos hasta diez o hasta cien para no explotar, para no ceder a un impulso sin reflexionar. En este caso, el acto de contar por una parte proporciona una medida relativamente estable, pero también se puede pensar como una suerte de terapia destinada a calmarnos, como un mantra: la repetición mental o en voz alta de una serie, justamente por su carencia de significado, serviría para sacarnos de la cabeza el estímulo que amenaza con hacernos estallar o actuar de manera impulsiva. Contamos también para quedarnos dormidos, por ejemplo, ovejas: en este caso es también la monotonía de la cuenta lo que cuenta, su capacidad de hacernos entrar en un sopor, de sacarnos de las preocupaciones que obsesivamente nos mantienen despiertos. Contamos hacia delante o hacia atrás antes de un acto que requiere coordinación (un, dos, tres, antes de iniciar una carrera, o la cuenta regresiva de los astronautas, por ejemplo, también la cuenta del compás para los músicos antes de empezar a tocar una pieza). Contamos votos, manos levantadas, asistentes a una conferencia o lanzamiento. Contamos años o días, horas, minutos que quedan para un acontecimiento que esperamos con ansia o temor.

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Una de las peculiaridades de la serie numérica es que tiene un orden en principio inexorable, no cabe en ella preguntarse qué es lo que sigue, no hay suspenso alguno… todos sabemos que, dado el segmento “1, 2, 3, 4, 5”, sólo puede seguir el 6, al menos en principio. En realidad siempre sería posible que la serie recomience, si por ejemplo estamos contando hasta diez. Imagino un espectador improbable de n que entrara cuando está sonando el número 1 y esperara hasta ver a qué número llega la obra, imagino su goce y sorpresa cuando se complete el ciclo y, luego del 160, venga no el 161 sino otra vez el uno, lo que en la práctica en esta versión de la obra sucede luego de ocho horas. En realidad, en esta instalación el final de la serie coincide siempre con el cierre del museo y su inicio con su apertura, por lo tanto no sería posible jamás asistir al momento en que se reinicia el ciclo, al menos en esta versión de la obra.

Ahora bien, hasta aquí he hablado de la secuencia numérica sin ocuparme del hecho de que una característica particular de esta obra es que en ella cada número no se enuncia sólo una vez para pasar al siguiente, sino que se repite cien veces durante tres minutos, a intervalos irregulares. Este procedimiento reemplaza la progresión inexorable de la serie por un ejercicio de reiteración que, como toda reiteración, no es una mera repetición de lo mismo, sino una iteración en la que cada ocurrencia es diferente, un acontecimiento nuevo que modifica a todos los que lo preceden. Incluso si lo que se repitiera fuera una misma grabación de un número, cada vez que se repitiera sería diferente a la anterior, aunque sea por el hecho de ser una repetición más que se agrega a la serie. Pero en esta obra, esa diferencia se subraya y acentúa por el hecho de que cada vez que un número se repite, es con una voz y una dicción distintas, que la neutralidad de lo que se repite nos da la oportunidad de escuchar como tales, no procurando entender lo que se nos dice —que es un mensaje vacío, una mera cifra— sino percibiendo sus peculiaridades. Es lo que Roland Barthes llama el “grano de la voz”: la conjunción de un timbre, un modo de articular, y un conjunto de códigos sociales, estilísticos, estéticos, históricos, culturales. Habría en esta obra, entonces, una colección de cuerpos que no vemos pero imaginamos a partir de la experiencia de la escucha, que nos podría permitir adivinar su edad, género, o clase social, y tal vez su origen geográfico, que es múltiple (la obra reúne en una misma pieza a personas provenientes de lugares diversos).

El catálogo de n explica bien esta condición de bisagra de la voz, que es a la vez un rasgo que identifica a un individuo singular y un fenómeno social, por los usos que se le dan y por el hecho de requerir una escucha para constituirse como tal (incluso si quien escucha fuera el mismo o la misma que emite la voz). Ahora bien, una peculiaridad del trabajo con la voz en esta obra es una cierta borradura de la identidad: como se corta la serie numérica que grabó cada sujeto, y se agrupa las voces por número (cien veces el uno, cien veces el dos, etc.), no tenemos mucho material para imaginarnos a un sujeto específico; por el contrario, cada sujeto aparece solo un breve instante y es seguido por otro, de manera que no importa tanto la identidad de cada uno sino el paso de uno a otro. Identidad dada, dicho sea de paso, no sólo por el timbre y modo de articular cada número, sino por la velocidad que le imprime a la serie, los acentos con los que la marca, las pausas para respirar y las alturas relativas que le asigna a cada elemento.

Y pese a eso, la obra se las arregla para conservar la singularidad de cada sujeto. Como propone el texto introductorio del catálogo, se trata de una multitud de voces que no se convierten en masa, porque no se homogeniza su sonoridad, y (agregaría yo) debido a la irregularidad de los intervalos que separan las voces, que evitan que uno pueda escucharlas como ingredientes de un ritmo predecible.

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Por último, agregaría que esta pieza nos propone una experiencia de un lugar específico, el museo, en la que el régimen visual que lo caracteriza se pone deliberadamente en suspenso. Se trata en algún modo de un descanso de la mirada, de una escansión de la mirada desde lo sonoro. Se trata también de un ejercicio de escucha que implica imaginar una totalidad a la que un espectador normalmente no accederá: la serie completa (que, de hecho y tal como indicábamos, es sólo una parte de la serie originalmente planificada, a saber, del 1 al 400, lo que sugiere que la obra podría potencialmente crecer hasta el infinito).

He usado a propósito la palabra pieza, como en una pieza musical, para referirme a esta obra, que es también una pieza en el sentido de una habitación, una sala, en la que la obra se presenta como instalación, y en la que se produce una relación tensa entre el lugar en que nos encontramos escuchando y los lugares en que se grabaron las diversas voces (y de los que me pregunto si queda algún rastro en el sonido: sospecho que no). Decía antes que la experiencia de la obra pone a prueba la paciencia del auditor y creo que, efectivamente, explora también la sensación de aburrimiento. Esto puede pensarse en dos direcciones posibles: por una parte, como una oportunidad de expandir el umbral de lo que nos resulta “entretenido”. Recuerdo de hecho la famosa cita de J. Cage: “Si algo te aburre luego de dos minutos, prueba hacerlo por cuatro. Si sigue siendo aburrido, hazlo por ocho, luego dieciséis, luego treinta y dos. Eventualmente uno descubre que no es para nada aburrido.” Por otra parte, esta obra nos invita no sólo a descubrir que lo que parece aburrido tal vez no lo sea, sino a preguntarnos por el potencial político del aburrimiento, en una cultura marcada por el predominio ininterrumpido de la entretención, de lo estimulante. Tal vez esta obra debería ser una experiencia obligatoria para nuestros escolares, o para todos los que somos incapaces de hacer solo una actividad sin, al mismo tiempo, estar mirando en paralelo la pantalla del teléfono, o escuchando el murmullo de las múltiples redes sociales.

Ya mencioné que la obra convoca una multitud de voces, es importante también destacar que fue llevada a cabo por un equipo, por un colectivo. Creo que esta autoría colaborativa tiene mucho que ver con las cuestiones que la obra pone en juego, entre las que se encuentra cierta desestabilización de la noción de individuo separado, autónomo y, por tanto dotando de privilegio a las relaciones. De hecho, la obra podría pensarse (y así se expresa explícitamente) no sólo como una colaboración entre sus creadores, sino también con quienes aportaron sus voces, y que participan de la obra al aceptar formar parte del juego que ésta propone. Por ese lado, hay una curiosa tensión en el catálogo entre los rostros sonrientes de los participantes fotografiados y el hecho de que se los identifica con un número, y se los hace sostener un cartel que le da algo de policial a los registros fotográficos, una dimensión del trabajo que creo que la obra no trabaja ni explora de manera consciente. Y por cierto, la colaboración no termina aquí, sino que se prolonga hasta el auditor que ingresa a un espacio que lo invita a ejercer la paciencia; tan prolongadamente como quiera y sobre todo a prestar atención a las voces en su breve aparición singular. A voces que no dicen nada salvo su relación con el cuerpo que las emite, con el lugar en que ese cuerpo se encuentra, con el dispositivo que las registra y el sujeto que lo opera, nada salvo su inscripción en una serie y el sistema de signos del que esa serie forma parte (los números en castellano, los números en Chile), nada sino la constelación de la que cada una de esas voces pasa a formar parte en el montaje sonoro, y con la que el cuerpo de quien escucha puede entrar en relación por un momento, hasta que sale de la sala.

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Fernando Pérez Villalón

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