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Arte y Expolio:la Humanidad Como Memoria

La exposición Expolio, que se presenta a partir del 7 de enero de 2016 en el Museo de Memoria y los Derechos Humanos, es el resultado de un ejercicio grupal de tres artistas de la Universidad de Chile: Diego Martínez, Josefina Guilisasti y Francisco Uzabeaga. La muestra se compone de cuatro óleos monocromos de gran formato realizados con una técnica realista, producto de dos años de trabajo a seis manos.

La autoría colectiva se inició con una investigación de archivos fotográficos antes de empezar cada pintura. Los referentes fueron tomados de un conjunto de fotografías que registran el desmantelamiento de museos y el robo de obras de arte llevado a cabo por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, así como otros casos de saqueo patrimonial ocurridos en los últimos años.

A través de Expolio, este trío de artistas busca reflexionar sobre el valor del arte y su rol como espacio de memoria de los pueblos, cualidad esta última que hace de las obras objetos de deseo y símbolos de poder. Así, Guilisasti, Martínez y Uzabeaga indagan en la constitución de las obras de arte como símbolos del drama humano asociado a los conflictos bélicos.

Las obras monumentales proponen una mirada al valor del arte en nuestros tiempos, dentro de un contexto donde la memoria y la dignidad humana comulgan con la destrucción de un patrimonio propio. Tomando como base el género de la pintura histórica del siglo XIX y el registro de imágenes de nuestro siglo, los tres artistas, pese a estilos diferentes, trabajaron en conjunto para lograr desarrollar una obra enriquecida de diversos gestos pictóricos.

La muestra, abierta hasta el 17 de abril de 2016, se complementa con cuatro animaciones realizadas por Gabriela Villalobos que explican la historia de cada pintura.

Cuadro-1

Diego Martínez, Josefina Guilisasti y Francisco Uzabeaga. Obra para «Expolio», en el MMDDHH, Santiago de Chile. Cortesía de los artistas y el MMDDHH

Arte y expolio: La humanidad como memoria

Por Sergio Rojas

“El museo es por definición voraz,

porque nace de la colección privada,

y ésta a su vez de una rapiña”

Umberto EcoEl museo

En la serie Expolio nos enfrentamos a cuatro pinturas de grandes dimensiones cuyos motivos explícitos son el museo, el saqueo y la destrucción de obras de arte. El término que da nombre a esta exposición significa etimológicamente “despojar” y ha llegado a definirse habitualmente como expropiación. Me propongo reflexionar los motivos señalados a partir de la siguiente hipótesis de lectura: la serie conformada por estas cuatro pinturas plantea la paradójica cuestión del lugar objetual del arte, especialmente de la pintura, por cuanto esta es algo que existe para y desde la mirada reflexiva. La cuestión se hace más compleja aún al considerar el carácter patrimonial del arte.

Los cuadros de Expolio se ofrecen a la contemplación, pero antes detienen al espectador ante la magnitud de sus formatos. Y sucede que dicha magnitud no es ajena al motivo temático que en este proyecto ha orientado el trabajo pictórico de los artistas Diego Martínez, Josefina Guilisasti y Francisco Uzabeaga. Se trata del espacio museal mismo como magnitud. Una de las preguntas fundamentales que nos propone Expolio es precisamente ¿qué es un museo de arte?. Lo que implica preguntarse por la relación esencial que tendría el arte con la historia, en todo caso con el pasado. Las cuestiones que aquí propongo para introducirnos en la exposición podrían parecer extrañas, considerando que lo que vemos en los cuadros de Expolio corresponde más bien a la destrucción y ausencia de obras y monumentos. Pero, ¿no operan en cada caso las enormes galerías de los museos como un gran marco? El museo construido para albergar una enorme cantidad y variedad de obras, es ante todo un espacio vacío, un trazado de muros que en la vastedad de sus pasadizos está destinado a albergar todo.

Los trabajos más conocidos del pintor italiano Giovanni Paolo Pannini (1691-1765) son aquellos cuadros en cuyo interior enormes muros cubiertos de pinturas abisman al espectador como ante un leibniziano universo barroco, tramado por las vistas de objetos, lugares y personas, pero especialmente de monumentos arquitectónicos y ruinas. Una realidad no compuesta por cosas, sino por representaciones de las cosas. Umberto Eco propone la que tendría que haber sido la obra magna de Pannini: un cuadro que representase todos sus cuadros de cuadros. Este paradójico exceso es acaso constitutivo del museo: la imposibilidad de ver, allí en donde la organización del espacio y la irreductible multiplicidad de su contenido dan demasiado a ver. Precisamente como un conjuro a esta demasía, Eco imagina el museo del tercer milenio: “un museo que sirva para entender y disfrutar un único cuadro”, lo que en Eco implica franquear los límites del marco e ingresar en el universo del cuadro. Semejante proyecto rompería radicalmente con la histórica puesta en valor museal del arte.

FOTO-referencia

Foto de referencia para una de las obras de «Expolio», MMDDHH, Santiago de Chile. Cortesía de los artistas y el MMDDHH

A partir de los años 70, en el pasado siglo, se instaló en la intelectualidad la conocida sentencia acerca del “fin de los meta relatos”; un diagnóstico que venía a sancionar el agotamiento de la matriz narrativa del tiempo y, con ello, de la idea de un sujeto de la historia. La idea de Humanidad, herencia planetaria de la ilustración, difundida por vía de la colonización europea, parecía entonces llegar a su fin. Aun cuando, como señalaba el historiador británico Eric Hobsbawm, “una de las pocas cosas que se interponen entre nosotros y un descenso acelerado hacia las tinieblas es la serie de valores que heredamos de la Ilustración del siglo XVIII”, lo cierto es que en lo que va del presente siglo el rostro de ese sujeto –“la humanidad”- no cesa de desfigurarse. Las escenas de destrucción al denominado patrimonio de la humanidad dan cuenta precisamente de la evanescencia de esa idea de humanidad que en una dimensión importante consiste en la memoria atesorada de sus obras. En una de las pinturas de Expolio vemos el interior de la Gran Mezquita (ubicada en la región de Alepo, al norte de Siria), dañada gravemente en 2013 por los bombardeos durante la Guerra Civil en Siria. No se trata sólo del pasado de la humanidad, sino que la humanidad nace justamente de ese pasado. Los hombres que hoy pueblan el planeta participarían de la “humanidad” en la medida en que puedan reconocerse en ese patrimonio. No se trataría sólo del patrimonio de la humanidad, sino que la humanidad es hoy el patrimonio, contenido este en frágiles vestigios del pasado que no cesan de arruinarse. La destrucción de los monumentos es entonces expresión de una furia tecnológica ante la cual nada está a salvo, tampoco el pasado.

¿Qué narran las historias de la humanidad? ¿Qué tipo de memoria conservan esos acontecimientos, fechas, nombres, obras, que no cesan de recomendar el pasado a la consideración del presente? Pareciera entre todas las historias que la Ilustración y su concepto de humanidad hicieron posible –historia de la ciencia, de la filosofía, de la política, del derecho-, ninguna ha implicado tan poderosamente la idea de un sujeto universal como esa a la que denominamos historia del arte. Acaso esta comprende el único relato capaz de referir todavía a la idea de humanidad como sujeto universal de la historia, lo cual implica esa extraña universalidad de la que parece participar el arte mismo. Incluso Marx se asombraba de que los productos artísticos, en tanto parte de la “superestructura” de una época –“espiritualidad” que enaltecía a la humanidad ocultando sus particulares condiciones materiales de producción y explotación-, no se hundieran en el pasado una vez que el progreso material y las transformaciones políticas y sociales superaban de manera irreversible una época. En su Introducción general a la crítica de la economía política Marx se pregunta “¿qué es lo que hace del arte un valor eterno a pesar de su historicidad?”.

La cuestión señalada nos conduce hacia la peculiaridad del museo de arte. En efecto, dada la relación interna que tendrían las obras de arte con el pasado de la humanidad, su lugar natural de conservación habría de ser el museo (y no espacios de exhibición de uso privado). Sin embargo, en un museo de arte no se trata sin más de la historia, por cuanto las obras no se limitan a ilustrar una época, sino que constituyen precisamente lo que haría posible a esa época trascender la materialidad de su tiempo, disponiéndose en el trabajo del artista como un horizonte de sentido para un dialogo con la posteridad. En efecto, sería precisamente el estatuto representacional de las artes lo que hace que las obras demanden para su recepción un comportamiento subjetivo de reflexión. Todo ocurre como si un museo de arte fuese en cierto sentido un museo de la memoria, porque sus objetos nos remiten a una voluntad de significar, de generar sentido, de dar cuerpo significante a las ideas que alguna vez animaron a los hombres de su tiempo. Las obras de arte dan cuenta de las formas del sentido en el que vidas pasadas, cotidianas o excepcionales, domiciliaron sus existencias. De esto dan testimonio las obras de arte: que el hombre siempre habría necesitado del sentido para habitar entre las cosas. En el Salón parisino de 1796 Hubert Robert expuso una pintura en la que vemos la Gran Galería del Louvre convertida espectacularmente en una ruina. Acaso la ruina del Museo sea precisamente la ruina por antonomasia. Ruina de la memoria, pero de esa memoria que se ha construido como atesoramiento aurático de la ruina

Insistamos en la tesis de que un museo de arte no es un museo de historia. ¿Qué clase de memoria es aquella a la que se refieren las obras en el museo? El exceso que contiene el museo constituye una memoria imposible de subjetivar, acaso el cuerpo material del espíritu de la humanidad, pero ahora domiciliado en un sistema de salas de exhibición. Una memoria contenida en objetos destinados esencialmente a la contemplación es una memoria inapropiable, una memoria cuyo cuerpo significante hace saber que ese objeto ha llegado desde otro lugar, desde otro tiempo. Valéry escribe: “me encuentro en medio de un tumulto de criaturas congeladas, cada una de las cuales exige, sin conseguirlo, la inexistencia de todas las demás (…). Ante mí se desarrolla en el silencio un extraño desorden organizado”. Las obras en los museos son ruinas atesoradas cuyo mundo ya no existe, y la majestad de la sala contiene algo de esa peculiar intemperie. En “Expolio”, una pintura nos deja ver la sala de pintura holandesa y flamenca del siglo XVIII del museo de El Hermitage, completamente vacía, o mejor dicho vaciada (pues permanecen en los muros los marcos de las pinturas). Aquella sala, desocupada ante la inminente llegada de los nazis durante la Segunda Guerra, “repite” la perspectiva del cuadro proyectándose conforme a un punto de fuga. El cuadro reflexiona el vacío arquitectónico exhibiendo los muros de los que cuelgan marcos desnudos, sin las pinturas. Ya no se trata del vértigo de “la tela en blanco”, sino del vértigo del marco vacío. En la película La migliore oferta (2013), de Giuseppe Tornatore, el protagonista es un experto en arte y agente de subastas, quien atesora su personal colección de retratos femeninos que colman los muros de una habitación cuyo sistema de seguridad la mantiene cerrada a toda mirada extraña. Cuando vemos por primera vez esa sala, en el minuto 12 de la película, acaso presentimos su dramático desenlace: la sala vaciada por un robo… y las huellas de los marcos en las altas paredes.

Las obras, en tanto que objetos, están expuestas a la caducidad y, por otro lado, adquieren en el tiempo un valor económico. He aquí la valiosa y, a la vez, frágil materialidad de las obras de arte. Pero sucede que tanto el precio como el robo de las obras y, más aún, su destrucción, parecen en cierto modo hechos que son “ajenos” a una obra de arte. Incluso la adquisición también lo sería. En efecto, un objeto destinado por su naturaleza a una contemplación reflexiva, ¿puede ser propiedad privada de alguien? Uno de los cuadros de Expolio exhibe el interior de una iglesia de Ellingen (pueblo ubicado en la zona de Baviera, en Alemania), en la que se encontró una enorme cantidad de obras de arte que habían sido requisadas por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. En esta pintura llama visualmente la atención el embalaje de las obras en grandes cajas de madera, los envoltorios y especialmente la acumulación. Es el cuadro de la apropiación. Durante la guerra, el principal agente de Hitler para llevar a cabo el expolio de obras de arte fue Hermann Goering, cuyo afán de hacerse de una enorme colección privada estaba animada, según el investigador Hans Christian Löhr, por “el ansia de un adicto”. Miraba su colección fantaseando el Mariscal con la idea de que el gran arte de la Edad Media estaba encarnado en el pueblo alemán, a la vez que ansiaba que se le considerara como una “personalidad renacentista”. No es casual que en el juicio de Núremberg Goering haya alegado en su defensa que pensaba construir un museo público con todas las obras incautadas, como asumiendo que su personal deseo en la apropiación de obras de arte –el privado goce de estas- hubiese sido, después de todo, más grave que la apropiación misma contra sus legítimos dueños.

La pintura que a mi juicio sintetiza finalmente la reflexión de Expolio es aquella en la que vemos una imagen satelital de la ciudad de Apamea (Siria), tomada en 2013. Se observan aquí cientos de excavaciones realizadas por saqueadores en busca de tesoros arqueológicos. ¿En dónde se inicia la cadena del deseo? ¿Encontrarán esos objetos su destino natural en colecciones privadas? El Museo nos remite a una dimensión paradójica de la historia de la subjetividad individual: el afán por gozar estéticamente la idea inapropiable de humanidad como memoria universal.

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Josefina Guilisasti. Obra en proceso. Cortesía de la artista y MMDDHH

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