
JUAN JOSÉ OLAVARRÍA: LA MORCILLA DE ORO
De la oscuridad, la luz y el dorado: olvida lo de la metáfora
“Cuando hablo de iconografía hablo de la manera en que se trabaja. El iconógrafo va de la oscuridad hacia la luz. Eso es lo que quiero hacer”, me dijo Juan José Olavarría (Valencia, Venezuela, 1969) en una entrevista que le hice en el año 2020, en la que respondía a la pregunta sobre el origen de sus trabajos.
Más oscuro aun fue el intercambio que tuvimos en el año 2010 en un restaurante sirio en Caracas, cuando sacó a la luz el tema de los “cortes” y “la contramuerte” mientras degustábamos un kibbe, seguramente crudo: “Está el corte de florero, que es cuando te vacían el tronco y colocan los pies y los brazos en la parte superior, donde estaría el cuello”. Flores que todavía pesan en la memoria.


Juan José Olavarría es un artista técnico como un médico forense, oscuro en sus derivas y prácticas, estudioso de algunos pintores que vieron la luz en el siglo XVI, como Caravaggio y Francisco de Zurbarán.
Sus figuras y modelos -dibujados, vaciados y pintados- parecen emerger de la más profunda oscuridad -incluso la de las rotativas- y brillar ante los ojos como el título mismo de su instalación, La morcilla de oro, que abre con el baile de letras, hojas de acanto y decorados del fileteado porteño de Miguel Ángel Polizzi, maestro fileteador.
A partir de allí podemos asistir al bodegón teatral de productos y posibilidades, de cortes, carnes y partes: piezas colgadas, tumbadas y servidas que se mueven entre el disimulo y el simulacro de quien parodia el mercado y la violencia, los brillos y opacidades que mortifican la carne y la subastan.

“Somos débiles a la par que violentos. Huimos de la muerte abrazándola con todas nuestras fuerzas”, escribe Angélica Liddell en Una costilla sobre la mesa. Y bien podrían ser hermanas de las palabras de Olavarría cuando afirma que “el ser humano es el único animal que disfruta haciéndose daño y mientras más daño se pueda causar sin matarse, mejor”.
Si bien en anteriores exposiciones Juan José Olavarría nos presentaba los capítulos goyescos de nuestro continente, a través del soporte laxo y polvoriento de sus lienzos sin bastidor y sus telas “exhumadas” y dibujadas, en esta muestra expone -tensando los materiales- piezas pictóricas comestibles, óleos listos para ser comprados y devorados, bandejas con partes servidas, fileteadas y picadas por un facón, colgadas como dolientes strange fruits, entregadas al fuego futuro de la inquisición. Piezas como aquella que simula el Agnus Dei de Zurbarán en la piel de un cerdo orwelliano. Imagen y contraimagen icónica de las revoluciones.


“Cruda”, “corte”, “violencia”, “colgados”, “carne”, “troceados”, “abiertos”, “verde vejiga”, “hojilla”, “rebanados”, son algunas palabras que pueblan y frecuentan las visiones de Olavarría. La oscuridad que ilumina, la evidencia que se sirve en bandeja dorada y el dios dinero que se esconde tras los telones del arte. ¿Dónde se puede encontrar el altar de quienes consuman su fe? Dios que ilumina, que enceguece, que cede al encandilamiento, dios venal de la morcilla de oro: bestia dios, bestia dinero. “Tomad y comed todos de él”.
La mediocridad del mercado y la mezquindad del poder conviven en los recintos de esta puesta en escena, como lo hacen en la película La ley del más fuerte de Rainer Werner Fassbinder, en la que escuchamos -en alemán y musicalizado- el poema Píntame angelitos negros del venezolano Andrés Eloy Blanco. Finalmente, en un juego de analogías, surge una pintura de ángeles negros en este barroco contemporáneo, lleno de pantallas y simulaciones, en el que no queremos ver lo que es obvio.
Así, esta exposición parece decirnos, con toda la violencia que el arte puede desatar: “olvida lo de la metáfora y mira”.


La morcilla de oro, de Juan José Olavarría, se presenta hasta el 23 de mayo de 2023 en Herlitzka & Co., Buenos Aires.
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