EL VIAJE A ÍTACA. SAD COWBOY, DE TULLY SATRE
Por Nicolás de Sarmiento | Curador
«… El amor desbarata tus grandes ideas
Te destroza, te rompe, te parte, te quiebra
Y te hace ser ese que tú no quisieras
Y te empuja a ser malo y te deja hecho mierda.
Y te arroja de bruces al último infierno
Arrancándote el alma, pisándote el cuerpo
Y te ahogas de ansia de volver a la nada
Y de pronto, se para y te ve, y se apiada».
Massiel, El Amor.
Una lección que uno aprende con la vida es el entender que todo, tarde o temprano, termina. O al menos deja de ser lo que era. Ya lo establece la ley de Lavoisier: nada se crea ni se destruye, sólo se transforma. El hoy se convierte en ayer; la tribulación, en experiencia; y el amor… el amor en despedida, en desengaño, o, si se tiene suerte, en un hermoso recuerdo.
Es así como nos encontramos dentro de un eterno viaje, muchas veces sin que lo notemos. Nuestro sistema solar viaja a través de la galaxia, y nuestra galaxia viaja a través del universo; y, sin embargo, donde estamos, no lo podemos ver. A veces el viaje es interior, otras tantas es experiencial. Como escribía Fernando Pessoa hace poco más de un siglo bajo uno de sus varios alias, “la mejor manera de viajar es sentir”.
La obra de Tully Satre es tributaria de esos viajes: del físico, del interior y del emocional. Son capas que se superponen unas sobre otras en distintos momentos y movimientos, tal como las tramas que el artista crea con tiras de tela que urde para dar paso a cada una de sus piezas, pinturas u objetos, o ambos y ninguno a la vez.
El primer viaje es el experiencial. ¿Cómo un chico criado en un pueblo “en medio de la nada” en Virginia, Estados Unidos, que asiste a escuelas católicas, termina exponiendo en Santiago de Chile? Proveniente de una familia conservadora, Tully Satre logró encontrar en el arte, en los patrones y en la repetición, un cosmos para el caos de la existencia que no pudo encontrar en la iglesia. El arte lo llevó a estudiar en Chicago y luego a Londres; el amor lo trajo a Santiago… luego ese amor se fue, pero terminó quedándose a los pies de los Andes por casi diez años. Entre cada viaje ha estado presente un breve paso por su hogar familiar en Virginia, como una suerte de hilo que sujeta cada puntada de la costura.
El segundo viaje es el desplazamiento en su obra. Dentro de su experimentación y aproximación desasosegada al arte, Tully intentó ser escultor y fotógrafo, retratándose en su adolescencia a lo Cindy Sherman sin, tal vez, saber entonces qué era lo que hacía. Pero la pintura lo cautivó; el gesto romántico de acariciar la tela con un pincel, algo tan antiguo como la humanidad. El pincel deja su marca sobre la tela, la viste y la cambia. Luego, tras cuatro iteraciones de cada imagen, el artista la corta en tiras perpendiculares de diferentes anchos –el amor también hiere. Pero tal como nuestros sentimientos, nos volvemos a construir: cada tira de tela es entrelazada, sujetándose entre ellas, para mostrar una nueva versión de lo que fueron, más robustas y profundas. Igual, pero diferente. A veces, con los hilos de sus cicatrices a la vista. Sabiendo qué mostrar y qué ocultar, y ocultando mucho más de lo que se muestra. Cambiando con el paso del tiempo, evolucionando, nunca igual a ayer.
A través de ese proceso, el artista desplaza la pintura también hacia el objeto, con una técnica que comenzó a trabajar en 2010 como una forma de hacer algo auténtico, honesto y reconocible, pero que nació como algo instintivo e intuitivo. El tramar o entrelazar, como la pintura, también es un arte –o artesanía, dependiendo de un límite tan fino como a veces antojadizo– milenario y que surgió indistintamente en diferentes lugares del planeta. Más allá de la materialidad o el tratar de etiquetar una obra, también está el desplazamiento del entramado y el trabajo textil, que por siglos ha estado ligado al género femenino, y visto en menos por la academia como tal. Finalmente, la misma tela original no es más que un entramado de hilos. ¿Es, entonces, pintura u objeto? ¿Pintura o escultura? ¿Pintura o textil? Todos y ninguno. “Raro”, como dice uno de los tatuajes en la piel del artista, pero no menos verdadero.
El tercer viaje es el emocional. De salir –o ser sacado– del clóset en la adolescencia en un ambiente conservador, sintiéndose solo y aislado, a tener figuración nacional por ser un adolescente gay en un ambiente conservador. De la introversión al activismo. De buscar la pasión… y encontrarla. De enamorarse y viajar al otro lado del mundo. De estar en el otro lado del mundo y con el corazón roto. De quedarse en el otro lado del mundo porque la lejanía le permitía el anonimato suficiente para ser cualquier persona: sí mismo. De volver a tropezar, pero saber levantarse y comenzar otra vez.
De pintar hombres que en algún momento tuvieron un vínculo con él, a retratar el vínculo más importante: el propio. De retratarse en el sótano de la casa familiar enfundado en un vestido de su madre y con un sombrero de su padre. Un cowboy triste, arropado de su historia y mirando al pasado, como si tomase el impulso para saltar al futuro. Del oxímoron que es un All American Marlboro Man melancólico y con ropa de mujer. De decir M’importa un pico mientras saca la lengua, pero pintar el cielo que se ve desde su ventana (Te doy un trocito del cielo para las estrellitas en tus ojos), en la que el amor volvió a ser desengaño. De enfundarse en cuero y dar rienda suelta al hedonismo (Dame Duro) a recoger los retazos que quedaron del quiebre (No supe qué hacer con todo lo que dejaste atrás).
De volver a entramar las tiras que la vida dejó y crear algo igual y diferente.
De darse cuenta cuándo es el momento de emprender nuevamente el viaje y partir.
De seguir en camino a Ítaca.
“Al fin, la mejor manera de viajar es sentir”.
Sad Cowboy, de Tully Satre, se presenta del 13 al 29 de abril de 2022 en Espacio Andrea Brunson, Edificio Alonso, Alonso de Córdova 3788, Vitacura. De lunes a viernes de 10.30 a 13.00h y 15.30 a 18.30h.
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