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PAZ ERRÁZURIZ. DISTANCIAMIENTO SOCIAL

Il Posto, espacio de exhibición con sede en Santiago de Chile, presenta Paz Errázuriz. Distanciamiento social, una muestra que a través de dos series de obras de la fotógrafa chilena reflexiona sobre elementos y conceptos claves de su producción, como lo son el cuerpo, sus gestos, o el amor. Con motivo de la exposición se ha editado un catálogo que cuenta con ensayos de Javier Guerrero sobre la serie La Manzana de Adán (1981-1987), y Paz López en torno a El Infarto del Alma (1992), el cual compartimos a continuación. La exposición se podrá visitar los días martes y jueves, de 16 a 19 horas, previa inscripción, en Il Posto (Espoz 3150 piso -1, Oficina 080, Vitacura).

Paz Errázuriz, de la serie «El Infarto del alma» (Hospital Psiquiátrico de Putaendo, Chile), 1992, 20 fotografías b&n, impresión digital, 12 tintas pigmentadas sobre papel Canson Infinity Baryta. Colección Solari del Sol

NO ES EMPATÍA, ES AMOR. Sobre El infarto del alma de Paz Errázuriz

Por Paz López

Todo orden, todo discurso, que se emparente con el capitalismo deja de lado, amigos míos, lo que llamaremos simplemente las cosas del amor.
J. Lacan

La pared de mi destino
T. Bernhard


“Para el golpe militar corrían rumores terribles de que los amigos y amigas detenidos desaparecidos podían no estar sólo en los regimientos; también podían estar en los hospitales psiquiátricos. Decidí ir» [1]. Así recuerda Paz Errázuriz sus primeros encuentros con el mundo del encierro y de la locura, y quizá fue esa búsqueda desesperada la que terminó por definir también su propia ética artística. La fotografía, dijo en alguna oportunidad, solo importa si se convierte en un “detector de vida”. A lo largo de unos cuarenta años, Errázuriz se acostumbró entonces a vivir con otros —prostitutas, ciegos, locos, travestis, boxeadores, cirqueros, bailadores de tango, kawésqar, inmigrantes—, y en ese sentido sus fotografías son menos una imagen que una pregunta, tan compleja y contemporánea, por cómo vivir juntos.

A comienzos de los años noventa, Errázuriz decide visitar nuevamente una institución psiquiátrica. Se trata, esta vez, de un antiguo sanatorio para tuberculosos ubicado en los faldeos pre-cordilleranos de la zona central de Chile, convertido ahora en un manicomio donde conviven hombres, mujeres y niños. Arrienda una pequeña cabaña a unos kilómetros del lugar, aunque algunas veces, no sin miedo a los gritos penetrantes de los internos, semejantes al silbido de una locomotora, se hospeda en alguna habitación del psiquiátrico. De esa estadía, y del deseo de Diamela Eltit de escribir y de pensar las imágenes que Errázuriz había ido acumulando como si fueran fotogramas extirpados del tejido de su propia experiencia, surge El infarto del alma (1994).

Paz Errázuriz, de la serie «El Infarto del alma» (Hospital Psiquiátrico de Putaendo, Chile), 1992, 20 fotografías b&n, impresión digital, 12 tintas pigmentadas sobre papel Canson Infinity Baryta. Colección Solari del Sol

Es sabida la curiosidad social que desarrolló cierto tipo de fotografía documental, sobre todo a la hora de hurgar en la vida de los pobres, los miserables, los freaks sociales, todos aquellos que, como decía el cineasta Eduardo Coutinho —otro artista que supo oler “la emulsión sulfúrica de la historia”—, no tienen nada que perder [2]. Y son conocidas, también, las alertas que esa intromisión en el dolor de los demás encendió, sobre todo si las imágenes, en su afán por denunciar las injusticias del mundo, quedaban adheridas a un repertorio de palabras provenientes mucho más del amor propio que del deseo de otro: empatía, sentimentalismo, mimetismo caritativo, paternalismo epistemológico, humanitarismo. No hay bondad que pueda curar el daño.

A propósito de estos dilemas, Susan Sontag publicó en el año 2003 un texto, Ante el dolor de los demás, sobre la relación entre fotografía y muerte producida con saña, entre fotografía y guerra. Pensando en los poderes duales que tendría la imagen fotográfica —la fotografía como documento social y la fotografía como obra de arte—, advierte sobre la tensión que se ha producido entre estas dos formas de discurso visual, entre uno que buscaría la mortificación de los sentimientos (piedad, compasión, indignación), y otro que convertiría en estética, en registro sublime, pasmoso o trágico de la belleza, aquello que es del orden de lo calamitoso. “¿Qué se hace con el saber que las fotografías aportan del sufrimiento lejano?», se pregunta Sontag. ¿Qué se hace, sobre todo hoy, cuando las imágenes que componen la tristeza del mundo son el “aperitivo repugnante [con el que el] hombre riega su comida matutina?» [3]

Paz Errázuriz, de la serie «El Infarto del alma» (Hospital Psiquiátrico de Putaendo, Chile), 1992, 20 fotografías b&n, impresión digital, 12 tintas pigmentadas sobre papel Canson Infinity Baryta. Colección Solari del Sol

Las fotografías de las que está hecho El infarto del alma no son en estricto rigor representaciones de la locura, sino el lugar donde la enfermedad deja de ser una materia bruta dispuesta a ser mirada, como miraba por ejemplo el ojo tuerto de Charcot las poses de las histéricas para hacer caer sobre ellas el bisturí de su saber médico. No una materia bruta a ser mirada, sino el punto en el que la cámara solo puede atestiguar el encuentro con un cuerpo inédito —todo cuerpo lo es— que solicita un incipiente, mínimo, modesto espesor estético que llamaremos aquí lectura. En eso Errázuriz se parece más a una psicoanalista que a una fotógrafa social, porque sabe que si el cuerpo está enfermo, lo está de sentido, y que leerlo es disolver sus clichés y abrirse a lo inesperado. Leer, no mirar. Leer para resquebrajar los parapetos incrustados en la mirada. Por eso quizá cada vez que a Paz Errázuriz se le pregunta por sus procedimientos de trabajo, lo primero que nombra es la palabra lectura. Leer no es ver, o al menos es una forma de ver que no se doblega a la exigencia de la claridad y el develamiento.

Por eso, ante estas fotografías, los espectadores “forenses, voyeurs o gourmets de excentricidades” quedarán defraudados. Si lo que vemos es la huella del encuentro con un cuerpo inédito, es porque Errázuriz evita una serie de recursos formales que convierten al otro en una impúdica atracción de feria. Son fotografías en blanco y negro que eluden bajo esa modestia cromática una sobredosis de realismo; son fotografías que evitan el artilugio del primer plano que recrudece los gestos y deja nuestro ojo morboso clavado en el diente podrido, en el ojo desorbitado, en el cuerpo desproporcionado y maltrecho, en la piel castigada por el frío y la violencia; son fotografías indiferentes a la gloria del instante decisivo, hechas más bien de una castidad icónica que le pone obstáculos a la emergencia de imágenes consumibles de la locura.

Paz Errázuriz, de la serie «El Infarto del alma» (Hospital Psiquiátrico de Putaendo, Chile), 1992, 20 fotografías b&n, impresión digital, 12 tintas pigmentadas sobre papel Canson Infinity Baryta. Colección Solari del Sol

Decíamos que las fotografías de El infarto del alma no son en estricto rigor imágenes de la locura, porque la locura no es algo que pueda pasarse por el tanque de un revelador y salir convertida en imagen, y si la hubiera, entonces la locura ya no estaría allí. Por eso mismo, porque es inaprensible, no dejamos de preguntarnos incansablemente por ella. Y eso hace Paz Errázuriz con sus fotos, ofrecerlas como un espacio de acogida que acepta hospitalariamente el arribo de un cuerpo extraño, no para dejar caer sobre él una sanción taxonómica sino para explorar aquello que pasa entre un cuerpo y otro, incluido el de ella misma, incluido el de nosotros mismos. ¿Y qué es aquí ese cuerpo extraño? Ya no la locura sino el amor. De las treinta y ocho fotografías que componen el libro, treinta y cinco corresponden a parejas surgidas en el encierro. La mayoría posa para la cámara, como si en ese rito de inmovilidad del que se sabe fotografiado, en esa exhibición del artificio y de la puesta en escena, en ese tratamiento casi idéntico que reciben los cuerpos retratados, Errázuriz encontrará la manera de evitar que las distancias se achiquen al punto de fusionarse con sus enamorados. Y no por indiferencia, elitismo o limitación sentimental autoimpuesta, sino porque es la manera más justa de aproximarse al amor. No hay conjunción armónica entre los sexos, como tampoco la hay en la relación con los otros, no hay relación sin pathos y sin dolor, sin inquietud y sin incertidumbre, dice Alexandra Kohan, y El infarto del alma deja intacto ese agujero, no busca administrarlo mediante la idealización o la sanción de la locura o del amor [4].

Paz Errázuriz, de la serie «El Infarto del alma» (Hospital Psiquiátrico de Putaendo, Chile), 1992, 20 fotografías b&n, impresión digital, 12 tintas pigmentadas sobre papel Canson Infinity Baryta. Colección Solari del Sol

Hacer del otro un objeto de saber, una materia prima para la elaboración de teorías o un lugar donde corroborar las verdades construidas a punta de poder es parte del “abuso ideológico” que instituciones como el psiquiátrico vienen practicando hace tiempo, también con la sexualidad. En las fotografías de El infarto del alma, los cuerpos parecen surgir de los bosques del silencio, completamente indiferentes a los pactos entre anatomía y sexualidad, abiertos a la experiencia amorosa que no es aquí lo mismo que la sexualidad. Esa bruma vaga la viene a disipar la Institución, empeñada por mantener los estereotipos: de polerón blanco, aquellas que pertenecen a la “unidad mujeres”, de polerón negro, aquellos que pertenecen a la “unidad hombres”. La sexualidad vuelta genitalidad una y otra vez, incluso allí, en el centro del desamparo, donde el mundo exterior se aleja cada vez más, donde parece haberse perdido todo, menos el estar ahí.

¿De qué tamaño es el mundo del encierro? ¿De qué tamaño el mundo brutal e inconsciente de los llamados sanos? Pensar no es lo mismo que saber. De las parejas que se abrazan, se toman las manos, se rozan, comparten un cigarro, sonríen, se recuestan en una cama, se desvisten, no conocemos más que esos gestos nacidos de unos cuerpos abandonados a lo pequeño y lo exiguo. Entonces, El infarto del alma no es estrictamente un libro sobre el amor, sino sobre ese juego horizontal y democrático que son muchas veces los gestos. Si lo que emparenta el amor y la locura es la subordinación a un discurso universal que desaloja el error y la sorpresa que produce lo desconocido, las fotografías de Paz Errázuriz nos hacen mirar no lo extraño, sino lo más familiar: aquellos gestos que aglutinan el deseo de aferrarse pese a todo a la vida. De eso nos hablan esos gestos tiernos y frágiles de los condenados al encierro. Y en eso se transforman también las imágenes de Errázuriz, en un montoncito de amor acumulado en la esquina de un mundo devastador y mortal.

Paz Errázuriz, de la serie «El Infarto del alma» (Hospital Psiquiátrico de Putaendo, Chile), 1992, 20 fotografías b&n, impresión digital, 12 tintas pigmentadas sobre papel Canson Infinity Baryta. Colección Solari del Sol

El infarto del alma se cierra con tres fotografías. Una nos muestra un corredor del hospital con varias ventanas y sus muros y techos completamente descascarados; otra, una escalera ubicada en un rincón más bien lúgubre, y la última, un doble pasillo donde podemos ver a un hombre caminando de espaldas al espectador, otro sentado con sus pies descalzos mirando a la nada y un último tirado en el suelo del que vemos solo su tronco y cabeza. Tres imágenes de hombres solitarios, tres imágenes donde no sucede nada, como si esos cuerpos aferrados unos a otros que vimos en las páginas anteriores hubieran sido nada más que un pequeño sueño. La tristeza de estas imágenes, el frío que en ellas hace, la desolación que nos embarga, es quizá el modo que encontró Paz Errázuriz para enfriar la empatía o la compasión, un tipo de afecto que, como dice Luciano Lutereau, es siempre una identificación con el sufrimiento del otro que es fusional y narcisista. Distinto en cambio es soportar el dolor del otro, porque allí, en “aquello que del sufrimiento del otro no puede ser sufrido, empieza la palabra como diálogo” [5].


[1] “Entrevista a Paz Errázuriz, invitada especial a la Bienal de Venecia de 2015”, por Valentina Montero, Santiago: Atlas. Revista de fotografía e imagen (noviembre 2014).

[2] George Didi-Huberman, “Cine, ensayo, poema. La Rabbia, de Pier Paolo Pasolini”, El jardín de los poetas. Revista de teoría y crítica de poesía latinoamericana 3, (2016).

[3] Susan Sontag, Ante el dolor de los demás (Buenos Aires: Alfaguara, 2003), 36.

[4] Alexandra Kohan, Psicoanálisis. Por una erótica contra natura (Buenos Aires: Indie libros, 2019).

[5] Luciano Lutereau en Instagram @lucianolutereau.

Paz López

Chile, 1981. Doctora en Filosofía con mención en Estética y Teoría del arte y Magister en Teoría e Historia del Arte por la Universidad de Chile. Socióloga, Universidad de Arte y Ciencias Sociales. Coordinó y luego dirigió el Magíster en Estudios Culturales de la Universidad ARCIS (2006-2015) y la Línea de Estudios Visuales de la Escuela de Arte de la Universidad Diego Portales (2017-2019) Actualmente es profesora de la Escuela de Arte de la Universidad Diego Portales y del Instituto de Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Ha publicado textos sobre arte y literatura latinoamericanos en diversos medios escritos nacionales y extranjeros, y participado en distintos proyectos de investigación en la misma línea. Dirigió el suplemento de cultura del diario El Desconcierto. Actualmente forma parte del equipo editorial de la revista digital Atlas: Fotografía e Imagen y colabora con la revista Artishock.

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