
NOTIZEN. DIMENSIONES DEL TIEMPO EN LA OBRA DE GONZALO DÍAZ
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Cuaderno de notas, apuntes. Pensar la galería como un espacio colmado de ejercicios preparatorios. Gonzalo Díaz dispone un recorrido sobre nueve obras que se distribuyen en los dos espacios de la Galería D21, pequeñas construcciones a modo de “apuntes objetuales” que ocupan equilibradamente el espacio, estableciendo tenues lazos entre ellas, pero manteniendo la autonomía de cada proposición.
Pero si efectivamente como propone el título de la exposición, esos aforismos objetuales fueran sólo ejercicios, esbozos y anotaciones, podrían ser pensados como el equivalente al boceto que anticipa una pintura. Una especie de dibujo preparatorio que produciría la consabida expectativa de otro lugar de arribo, una obra definitiva. Sin embargo, me parece más bien que esta exposición responde al propio proceso de producción de Díaz, donde se verifican estos “estadios de obra” que constan de suficiente autonomía y estatura como para permitirnos ingresar a un proceso de pensamiento que liga toda su producción.
Y es que muchas de las cuestiones que aparecen en Notizen han sido afrontadas ya en el cuerpo de obra de Gonzalo Díaz, que parece siempre referir a un tiempo otro, un pasado que parece persistir materializado en objetos y signos que son acometidos, confrontados, por otras estructuras en un afán casi disciplinante. Así, la fracturada mesa burguesa, la fotografía de principios del siglo XX, la palabra en bronce, son rastros de lenguajes que al ser acosados por otros objetos o estructuras de carácter industrial y/o tecnológico producen como resultado la emergencia de una poética que bien podría ser pensada desde esa misma fricción. Desde un conflicto entre los tiempos.
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Objetos de precisión que podríamos decir adoptan una posición cercana a la ortopedia, que en su afán correctivo someten al cuerpo, si no al lenguaje mismo, a develar y develarse. Así ocurre en La Novia Muerta. En el Centenario de la Revolución Bolchevique, donde una fotografía de Tatiana Nikoláevna Románova, gran duquesa de Rusia e hija del zar Nicolás II, es encuadrada por un marco negro coronado con un escudo de la URSS. A ese marco se halla conectado un dispositivo que, en palabras del propio Díaz, “parece aspirar la imagen fotográfica” para proyectarla en movimiento sobre el muro, mostrando un distendido y elegante baile en que participa la gran duquesa, y que acontece sobre la cubierta de un yate, poco antes de su propio asesinato.
Por otra parte, en El fin de la Historia una piedra volcánica flota en el agua contenida dentro un pequeño recipiente, moviéndose de forma leve pero constante -de lado a lado- impulsada por las corrientes de las aguas que se manifiestan solo por este movimiento oscilatorio. Conectada por una maraña de cables a un dispositivo ubicado en el techo, parece obligada a descifrar, o a cifrar si se le quiere, ese tiempo prehistórico que toma desde su propio origen (65 millones de años) para develar también su permanencia en el presente (su tiempo de exposición). Un embate que revela en dígitos un tiempo que se expresa de forma latente en el propio cuerpo pétreo que flota inconmovible y ajeno a los acontecimientos del presente.
Y aún cuando carezcan de carácter tecnológico, los embates de Díaz no dejan de mantener una exigencia, ahora de rigor y disciplina. Así puede ser entendida la presencia sostenida de la plomada y el nivel, horizonte y vertical, la corrección del ojo que permite la irrupción de todo lo humano. Herramientas de otro tiempo que son la resulta y el origen de la voluntad del ser y habitar el mundo. Elementales signos de la fuerza de gravedad que proyectan lo justo, completando su sentido cuando ejercen su equilibrio alrededor del lenguaje, esta vez de la noción de El soberano, a la vez título de la obra, y que refiere a aquel cuerpo –individual o colectivo- donde reside la autoridad, el poder. Una pieza bellísima enmarcada por su sencillez y sobriedad.
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También sucede con el yunque que aparece como peso absoluto en El Mito de la Caverna, cuya férrea masa colabora en anclar, de piso a techo, un gran resorte que parece desgarrar la palabra “metáfora”, escrita en un bronce brillante e intemporal. Sencillo mecanismo compuesto también por un atornillador, herramienta manual que es la inusitada traba del resorte para mantener su posición en el yunque. Y aquí, enfrentada a este elemental sistema aparece una estructura cuya presencia es deliberadamente desmedida, un cuerpo de apariencia tecnológica que sostiene un aparato lumínico que parece interrogar a la palabra, mientras otra estructura anclada en la muralla sostiene un mecanismo que la fustiga en un movimiento mecánico, constante y circular, y que en cada golpe extrae de la palabra broncínea un pequeño gemido en forma de un suave tintineo.
En ese sentido, el contrapunto entre tiempos podría ser pensado como central para esta exposición, cuando el mismo autor nos revela una clave contenida en el montaje. Si bien se nos propone un recorrido trazado y predefinido en la numeración de cada obra -del 1 al 9- que guía el desplazamiento del espectador siendo invitado a seguir el orden dispuesto, la primera obra a la derecha de la puerta de ingreso tiene el número 7. Titulada Madre, esto no es el paraíso, muestra una pintura de paisaje, invertida y serigrafiada con la oración que le da título a la obra. Esa irregularidad en su correlación sólo podría ser entendida en tanto intencionalidad, una voluntad de posicionar ésta a continuación de El Último Cuadro de Malevich, numerada con el 6. Y, efectivamente, si el espectador sostiene una perspectiva donde pueden verse ambas obras, emerge ante sus ojos, en una misma mirada, tanto el fin como un nuevo comienzo del lenguaje, el agotamiento y la promesa encarnada en la tradición de la pintura donde Díaz aloja su referencia a manera de un lugar. Un lugar disciplinar que a su vez es poseedor de una historia, de un tiempo propio.
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Entonces, ¿cuál es el tiempo que atesora cada obra? Cuando se afronta el pasado no como añoranza sino como origen, la obra se prepara al embate de otro tiempo, la contingencia del presente que entra como brisa por la ventana de una galería que está lejos de ser un cubo blanco. D21 es un departamento, piso de parquet y amplios ventanales que conectan el espacio del arte con la bulliciosa avenida Providencia. Quizás no habría mejor lugar para esta exposición. Y tal como plantea el autor, “el fulgor bullanguero de la calle que arde” golpea a la obra que se pretende ensimismada, “replegada sobre sí misma, en el invierno concentrado de su propio lenguaje”, escribe Díaz en el texto curatorial que acompaña la visita, impreso a modo de una sencilla fotocopia.
Y la cotidianidad se cuela a la galería anticipándonos la dificultad de convivir, de ser obra en un tiempo donde todo parece ocurrir en la ciudad, en la calle. ¿Y qué es lo que le hace el afuera a la obra? ¿Resistirá ese impacto, la interpelación asimétrica de los acontecimientos sociales?
Y es que la intensidad de la protesta, esa ebullición prometedora, parece ser tan presente que esta actualidad no podría hallarse en la obra. No habría coincidencia posible. Sin embargo, eso que debiese “hacerle” a la obra ya se lo hizo. Antes. Siempre. Y es que la contemporaneidad del arte no es deudora de la oportunidad de referir el presente y de sumarse al jolgorio propio de la “expresión popular y callejera”, siguiendo la nomenclatura de Díaz. Es contemporáneo el arte capaz de encallar en el presente, naufragar en el tiempo y varar perpendicularmente en esta existencia, en este cúmulo de acontecimientos para reflexionar sobre éstos de forma intensa y permanente. Es por esta razón que en esta coincidencia las obras que componen Notizen no se hallan fuera de lugar, y parecen hablar directamente con los sujetos que venimos como espectadores, entrando a la galería como portadores de otro tiempo, imbuidos del clamor de la revuelta.
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A modo de epílogo, quisiera referir especialmente la obra La República. Compuesta por una pequeña mesa de arrimo, hecha de madera, proveniente de una sala de estar burguesa, en cuya superficie se encuentra un ejemplar del Código Penal de la República de Chile. Sobre este conjunto, un aparataje en acero inoxidable sostiene, desde el techo, un dispositivo que proyecta sobre el lomo del libro la imagen del mar, una pequeña playa de arena rodeada de roqueríos donde golpean suavemente las olas. Una imagen de placidez, que se opone a un signo remecedor. La hoz y el martillo, esta vez fundidas en bronce dorado, reemplazan una de las patas quebradas de la mesa de madera. La República misma y su placidez parecen sostenerse en esta anomalía. Quizás es sólo una nota de lo que ocurre en el presente.
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