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EL LEGADO DE ALICIA VEGA. CINE, EDUCACIÓN E INFANCIA

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Alicia Vega (Chile, 1931) ha sido una de las protagonistas indiscutibles de la historia de la apreciación cinematográfica en Chile, y parte de su trayectoria se puede apreciar actualmente en la exposición 30 años del taller de cine para niños (1985-2015), abierta hasta el 19 de junio en la Galería Macchina del Campus Oriente de la Universidad Católica (UC).

Yo tenía catorce años, cuando en el colegio nos mostraron la película de Ignacio Agüero (Chile, 1952) Cien niños esperando un tren, documental del año 88 que relata -en casi una hora- la experiencia que estaba desarrollando esta profesora e investigadora de cine con niños en poblaciones. Recuerdo mi asombro por la fusión entre el valor de la enseñanza y su impacto social ante la carencia y necesidad de esos niños. Esa impresión -en mi adolescencia- me ha hecho seguir atentamente -como espectadora- el proceso de este taller con el correr de los años.

En ese entonces, no sabía que la realizadora de estos talleres era la esposa de quien fuera más adelante mi profesor de color en la UC, Eduardo Vilches (Chile, 1932), y tampoco sabía que con el tiempo tendría el privilegio de visitarla en ciertas ocasiones por este mismo motivo. Por esta razón, contacté nuevamente a Alicia, esta vez, para concertar una entrevista en el contexto de la muestra retrospectiva de su taller de cine.

Alicia padeció una temprana tuberculosis que la mantuvo en cama desde los 17 hasta los 22 años, una enfermedad que ella califica como “un tiempo negativo en términos de salud”, pero que la fortaleció porque le hizo desarrollar la paciencia, un valor escaso en nuestra imperante cultura millennial. Esta experiencia también le dio un profundo valor a su sentido del tiempo y, por eso, quiso dedicar su vida a una labor trascendente: la educación.

Después de estudiar en el Instituto Fílmico de la UC, dio clases de apreciación cinematográfica durante 32 años (1958-1990), tanto en la UC como en la Universidad de Chile (incluyendo la Escuela de Teatro). Luego de ese periodo, se dedicó a los niños para darle continuidad a su vocación social.

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Sus libros dan cuenta de su trayectoria e investigación. Re-visión del cine chileno (1979), un análisis e investigación de siete películas de ficción y siete documentales; Itinerario del cine documental chileno 1900-1990 (2006), donde se presentan los documentales chilenos más destacados en celuloide, previos a la era digital; y, por último, Taller de cine para niños (2012), que documenta la experiencia de sus 27 años de talleres hasta ese entonces.

Por su destacada trayectoria como educadora y formadora de cineastas ha sido distinguida por el Ministerio de Educación (2000), el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (2008) y Balmaceda Arte Joven (2017). Además, acaba de ser galardonada -en la inauguración de esta muestra- con la Medalla Centenario UC, creada para distinguir a personas que destaquen por su trayectoria y contribución a la sociedad.

En el 2011 la UNESCO proclamó la Semana de la Educación Artística, conocida también como SEA, una celebración internacional -realizada a mediados de cada mes de mayo- que busca sensibilizarnos sobre la importancia de la educación artística en el desarrollo escolar, promoviendo principalmente la diversidad cultural. El valor de educar en el arte (en cualquiera de sus manifestaciones) es para muchos incuestionable porque aporta algo único al desarrollo humano. Sin embargo, desde una noción más academicista, para muchos otros esta experiencia en la sala de clases aún se encuentra minusvalorada y tiene que lidiar con un sinnúmero de prejuicios, lo que hace bastante difícil la labor de los profesores de arte y música en Chile.

Por otra parte, es relevante considerar que muchos países no cuentan en su currículum ministerial con las mismas asignaturas obligatorias. Por ejemplo, en Cuba la asignatura de música es obligatoria, pero no así la de las artes visuales. A diferencia de esto, ellos enseñan ajedrez dentro del currículum para todos sus estudiantes. Cada país toma sus decisiones y eso no está en cuestionamiento. Lo importante es que los niños y jóvenes tengan acceso al menos a alguna disciplina creativa que estimule esa área del desarrollo sensitivo, emocional y mental, y es por eso que la UNESCO ha querido fortalecer y apoyar la educación artística explícitamente, porque ésta se concibe como un motor para la promoción humana y como un medio de transformación social.

A pesar de esto, la enseñanza del cine en el contexto y etapa escolar es algo inusual, seguramente por la especificidad y complejidad del lenguaje. Y aquí radica la maestría de Alicia Vega, ya que traducir esta enseñanza a través del juego implica una comprensión cabal y profunda del lenguaje cinematográfico. Se dice que los grandes maestros son aquellos capaces de explicar de forma sencilla las cosas complejas.

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Además, no olvidemos que estos talleres se iniciaron en la era del celuloide, con todas las dificultades técnicas y de acceso que esto significaba; además, sin la ayuda de internet y mucho menos de la disponibilidad de películas y documentales vía streaming, resulta casi imposible de imaginar. Por tanto, democratizar el conocimiento del séptimo arte en términos profesionales ya era difícil para la época, por lo que se hacía impensable para el formato escolar. Por todo esto, el taller de cine para niños fue algo inédito en su género, que no tiene referentes en ninguna otra parte del mundo, y por eso ha despertado el interés académico tanto en Chile como el extranjero.

En el año 2017, el equipo de Galería Macchina le propuso a Alicia este proyecto porque les pareció importante que una experiencia inusual se haya mantenido por 30 años “en un mismo lugar social, que son los niños pobres de Chile”. Alicia no usa diminutivos ni eufemismos, lo que hace de su lenguaje una expresión contemporánea y fuerte, incluso poco común para el estilo chileno. Tal vez por ello, entre los diversos formatos del cine, ha centrado su interés en el documental como fuente de representación e interpretación de la realidad. Fueron treinta años de labor educativa ininterrumpida, enfocada en los sectores más pobres y marginados, como una opción por contribuir en concreto a brindar mejores oportunidades para todos, justamente en un país caracterizado por las desigualdades sociales y económicas. “No es fácil trabajar con niños pobres; tienen muchos problemas por sus carencias (…) y es difícil tener una llegada con ellos. Entre ellos pelean mucho, hay muchos que llevan cuchillos”, recuerda. Por eso, a pesar de estar muy bien organizados, los talleres tenían una dinámica flexible de acuerdo con el comportamiento de los niños y sus necesidades.

Recuerdo que, en el año 2015, en un encuentro con Alicia y Eduardo, ella estaba apremiada de tiempo por volver a su casa porque tenía que llegar a preparar los pancitos de ave-mayo que llevaría a los niños el día siguiente. Ella me comentó en ese momento que los niños llegaban con hambre al taller porque muchas veces sus padres no tenían nada en casa para darles al desayuno. Y es que la vocación social ha estado presente en este proyecto desde su génesis, ya que después del golpe de Estado a ella le pareció que “los niños estaban pasándolo muy mal en esa época”, y que “era bueno iniciarse especialmente con niños que no habían ido nunca al cine”.

La recién creada Fundación Alicia Vega tiene como uno de sus objetivos publicar las 35 evaluaciones de cada taller, donde se expone la respuesta de los niños ante la experiencia educativa,  relacional y acerca del impacto que ésta produjo en el grupo familiar. La fundación está siendo liderada por Alicia e Ignacio Agüero, su exalumno y destacado documentalista nacional que filmó, entre otros, El diario de Agustín (2008), documental que expone una visión controversial de la historia generacional del diario “El Mercurio”. Parte de la labor documental y artística de Agüero ha buscado traspasar a las nuevas generaciones el conocimiento entregado por su maestra a través de su obra y el legado del taller de cine.

Mirando en perspectiva, Alicia afirma que hay logros comunes a todos los talleres, como “la comprensión que tienen los niños de un nuevo lenguaje como es el cine; luego, la entretención que fue para ellos como personas y -en ese sentido- haber recuperado el agrado de ser niños, es decir, una infancia feliz”. Todo esto también generó el aumento de la autoestima en los participantes y también su mejoramiento escolar; los profesores y “los padres siempre dijeron que -desde que participaban en el taller- los niños habían mejorado su rendimiento en la escuela”. Esto, seguramente porque el taller se centraba más en el proceso que en el resultado, ya que pretendía lograr un cambio positivo en sus participantes, “de manera que el niño no sólo vaya una vez, o se entretenga un rato, o vea unas películas, sino que haya una transformación (…) y un progreso desde la primera vez que fue hasta su último trabajo. Todo esto, gracias al apoyo de un equipo de monitores que trabajaron siempre con mucha profundidad y con mucho respeto hacia los participantes especiales que teníamos”. A lo largo de esos 30 años trabajaron en los talleres casi 100 monitores, 18 por taller, aproximadamente.

Cada taller tenía un número variable de niños (a veces 40 ó 200, incluso hasta 400 niños por taller) de acuerdo con la localidad misma, su población y la capacidad de la infraestructura donde se desarrollaría. “Aquí en la exposición hemos privilegiado presentar parte del programa realizado en cada uno de los 35 talleres” y, para cada ejercicio expuesto en la galería, se han mostrado todos los trabajos de los participantes, “de manera de no estar eligiendo a unos en desmedro de otros, porque para nosotros todos los trabajos son exactamente igual de valiosos, por respeto a los niños”. Así, la participación del taller en sus 30 años alcanzó un total de 6.500 niños menores de 12 años.

Alicia recuerda que en la Ciudad del Niño -años atrás- mostraron El Evangelio según San Mateo (Il Vangelo secondo Matteo) [1964], de Pier Paolo Pasolini, y por la crudeza del filme, le dijeron a los niños que se les mostraría la historia sólo hasta que naciera Jesús, “porque después se llega a Belén y comienza la masacre de los inocentes. Entonces, ellos (los niños) empezaron a gritar porque querían verla completa”. Así es que les prometieron los otros dos rollos de película para la semana siguiente, y finalmente se la dieron completa.

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Tras seis meses de preparación, esta exposición destaca la importancia de la educación como herencia cultural de conocimiento, de desarrollo ético, de experiencia de vida y del vínculo entre profesores y alumnos. Finalmente, nos propone una potente reflexión y un cuestionamiento acerca de la educación que hemos recibido, especialmente de nuestra educación artística.

Mal que mal, todos somos lo que somos gracias a otros que nos acompañaron, corrigieron e inculcaron lecciones de vida. Como dice Paulo Freire (Brasil, 1921-1997), uno de los educadores más influyentes del siglo XX, “la educación no cambia al mundo, cambia a las personas que van a cambiar el mundo”. Y de alguna forma, Alicia Vega sólo ha querido sensibilizar a pequeños espectadores que algún día serán adultos y contarán con un poco más de herramientas y recursos para apreciar el arte en cualquiera de sus expresiones. Tal vez yo misma no podría estar contando esta historia si no hubiese sido gracias a quien me mostró ese documental de Agüero, que me abrió ventanas a la imaginación y a la realidad social del Chile de los años 80-90. Si pensamos, todos tenemos a quien agradecer por habernos enseñado algo… y si pensamos un poco más, todos tendremos algún profe por allí -recordemos su nombre o no- que nos hizo ver algo que no veíamos hasta entonces.

Tras 52 años de matrimonio, Alicia relata que Eduardo, destacado grabador y profesor emérito de la UC, siempre ha colaborado con sus trabajos, “ha tenido la paciencia de revisarlos” y, de hecho, en muchos talleres fue él quien tomó las fotografías de registro. Esta admirable pareja continúa trabajando y apoyándose el uno al otro en sus proyectos personales vinculados al arte y la educación.

A sus 86 años, esta educadora continúa vibrando con la enseñanza del cine, lo que hace de ella una mujer fantástica, pero no de la fantasía del país de las maravillas, sino desde una fantasía que es capaz de superar expectativas y límites imaginables acerca de la realidad. En la canción Antipatriarca, Ana Tijoux homenajea a la mujer chilena como “mujer fuerte, insurgente, independiente y valiente”, apelativos que retratan también a Alicia Vega por su profunda valentía y audacia, ya que comenzó estos talleres en plena dictadura y en poblaciones marginales, signo elocuente de convicción, fuerza y entrega. Una vez más, la realidad ha superado a la ficción.

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Imagen destacada: Alicia Vega en el comedor de su casa. Foto: Alejandra Rojas Contreras.

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Alejandra Rojas Contreras

Nace en Santiago de Chile, en 1981. Es artista visual por la Universidad Católica de Chile y titulada en educación en la misma casa de estudios. MA Fine Art, Middlesex University Londres, donde estudió con Sonia Boyce y Keith Piper (British Black Arts movement). En el contexto de su MA, realizó una investigación acerca de Antoni Gaudí y sus siete obras de patrimonio mundial en la Universidad de Barcelona. Su trabajo visual, vinculado a la investigación cromática, ha sido expuesto tanto en Chile como en el extranjero (www.alejandrarojascontreras.cl). Actualmente es estudiante de la carrera de Psicología en la Universidad Católica de Chile para complementar su experiencia en el arte y educación, y entrecruzar estas disciplinas a futuro.

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