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EL ROL DE LOS MUSEOS EN EL SIGLO XXI. SOBRE LA CURADURÍA “MUROS BLANDOS” EN EL MSSA

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¿Cuál es el rol de los museos en el siglo XXI? La pregunta es casi inabarcable por la complejidad de sus respuestas y por la necesidad de delimitación del campo de acción.

Hay muchos tipos de museos y diferentes culturas en la cuales se insertan, sin embargo, el rol que tuvieron estas instituciones en Occidente en el siglo XIX y XX, que fue la de archivar obras de arte y la de educar el público a conocerlas, se encuentra en un momento de crisis. Esto es debido tanto a la dificultad de conservar las obras de arte contemporáneo, cada vez más efímeras o pensadas en soporte digital, como por la obsolescencia del concepto de educación, donde la idea de un público ignorante y naif deja lugar a la del apasionado y curioso o, en otro caso, a la del consumidor de un espectáculo bien vendido.

Esta crisis abre posturas muy diferentes a la hora de repensar la institución: de un lado, el museo-mall, con exposiciones que buscan el efecto masivo, grandes nombres, mucho público y una textualidad curatorial básica que nunca cuestiona el cubo blanco; y, por otra parte, el museo como lugar de visibilización de problemáticas políticas y sociales contingentes, que intenta desdibujar los límites entre lo institucional y lo colectivo, lo conservador y lo activista, configurándose como una res (cosa) pública.

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La exposición Muros Blandos, curada por Daniela Berger (Chile), Lily Hall (Reino Unido) y Mette Kjærgaard Præst (Dinamarca-Reino Unido), en el Museo de la Solidaridad Salvador Allende, un lugar emblemático del arte como resistencia política, se plantea ablandar estos dos mundos y dos lenguajes que, por definición, son antitéticos: el eje constituyente de los museos y de las instituciones que es el “conservar” y el “instituir o normalizar”, versus el activismo y la resistencia social y política, que se activa a través de la desestabilización, de lo no-normativo, de lo no historicizado.

Esta idea del arte como lugar de disputa y denuncia política es algo que se desarrolló en las décadas de los 60-70 y que, en los últimos años, se ha masificado en diferentes instituciones y en múltiples eventos artísticos. El Museo de la Solidaridad es parte de esta historia temprana, constituyéndose durante el gobierno de Salvador Allende a principio de los años setenta como una activa y singular forma de resistencia cultural a la amenaza de la guerra fría y, luego en el exilio, a la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1989).

La necesidad de una militancia política en la cultura es parte de la herencia europea, en específico de la Francia de la posguerra. Es en esta época que se reforzó la figura del intelectual y del artista “engagé”, representado entre otros por Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre, y que fue una contra-respuesta a la famosa frase de Theodor W. Adorno: “No hay poesía después de Auschwitz”.

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Esta genealogía está presente en la exposición en las diferentes obras y artistas que se mueven en el límite entre arte y activismo, evidenciando una atención de parte de las curadoras a una lectura trans-temporal de estas prácticas. Es el caso de las piezas del colectivo Asco, de Estados Unidos, registros de acciones directas hechas durante los años setenta en California, o de las fotografías de la artista Pia Arke de los años 90 que evidencian los problemas de los pueblos originarios de Groenlandia en su relación con Dinamarca en una mirada postcolonial, así como en la provocación política explícita de los murales pensados site-specific por el colectivo feminista boliviano Mujeres Creando.

Toda la exposición apela a cuestionar los bordes, no solo de la institución como lugar de debate político, sino también de la identidad sexual -como en la obra de Sebastián Calfuqueo-, de los límites de la normalidad -en el vídeo performativo del artista venezolano Javier Téllez sobre pacientes psiquiátricos-, o de la geografía territorial, como el caso del joven colectivo chileno Charco.

La narrativa de la muestra plantea claramente la necesidad de representar fenómenos sociales insurgentes y contingentes en el arte, sin embargo, la inserción en los contextos museales de obras que tratan sin filtro estas problemáticas pueden obtener el efecto opuesto a su propósito. Ha pasado y pasa en diferentes bienales y exposiciones. El arte es actualmente el lugar de la normalización de los fenómenos sociales desbordantes.

Esta dualidad abre otra vez el cuestionamiento principal sobre el rol de los museos y del arte: ¿Cuáles son las contingencias que se logran cuestionar en estos contextos y de qué manera representarlas?

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Un hilo de separación posible es poner el propio cuerpo, la propia experiencia más próxima en la obra o en la acción que la representa.

En los años 60 y 70, esta relación entre cuerpo propio y artivismo estaba todavía presente. La historia del Museo de la Solidaridad es emblema de cómo activar una lograda resistencia política a través del arte, desde adentro, en su propio sistema de referencia, desde códigos compartidos y experienciados.

Actualmente, en el circuito artístico, se ha perdido la mirada hacia las contingencias más próximas, las del propio cuerpo, del propio vivir, hacia el propio sistema del arte, a sus políticas que están silenciadas por el miedo a la exclusión y por los mismos mecanismos de precarización y marginalización que simbólicamente se atribuyen al otro de sí, a lo inabarcable, a lo no experienciado, a lo inmutable. Se representan literalmente en las exposiciones a través de macro-temas como la inmigración o el cambio climático. Esto sucedió en la última Bienal de Venecia con la obra de Olafur Eliasson, donde durante los días de inauguración se invitó un grupo de refugiados sirios a producir en directo unas lámparas diseñadas por el artista para luego venderlas al público. Algo similar pasó también en esta exposición con la obra de la artista israelí Oreet Ashery, Landscape for sharing, donde unos obreros haitianos, que actualmente representan un flujo migratorio importante en el territorio chileno, fueron convocados por la artista a dibujar en un espacio cerrado y transparente, cual vitrina.

Si en las demás obras de la exposición el cuerpo de denuncia representado simbólicamente era el del artista o era parte contingente de su historia experiencial, en este caso el distanciamiento del gesto, tomar el otro de sí y exponerlo, incomoda y de alguna manera interroga al espectador pero, al mismo tiempo, lo pone a salvo de sí mismo. Ellos no son nosotros, lo que pintan no participa del mismo código artístico, se borra, no se conserva y no tiene autoría ni pretensiones de obra. La otredad, entonces, es un refugio para no hacerse cargo de las dinámicas políticas más próximas al propio vivir, o puede ser una señal insistente que presupone repensar por completo el rol del arte y de sus instituciones.

Habría que desacralizar y de-museificar los museos y los eventos de arte en un ejercicio radical para que se abran a estas formas no distanciadas, no simbólicas de las contingencias del mundo. Habría que anular los códigos de referencias estéticos, eliminar las barreras de la otredad borrando toda identidad profesional: lo que es y lo que no es arte, los roles entre curadores y artistas, el concepto mismo de artista y de obra, la necesidad misma de la representación. Esta radicalidad presupone la eliminación de la idea de arte en su codificación occidental, o sea, como representación simbólica, y también de todos los agentes e instituciones involucrados que permiten a estas representaciones poder definirse como arte.

Presupone volver a un punto cero, hacia una realidad directa que se auto-representa, así como pasa en las redes sociales. De otra manera, habría que repensar colectivamente los márgenes y las prioridades del arte, establecer políticas culturales horizontales entre pares, activar los filtros simbólicos de representación de la realidad como función principal del discurso artístico y como posibilidad de ahondar en una lectura crítica de ella, y habitar los museos como lugares hechos de muros blandos, cuestionables y abiertos a infiltraciones, así como apela la exhibición, sin dejar de lado las narrativas más próximas. Lo personal es político.

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Mariagrazia Muscatello

Crítica de arte, Licenciada en Filosofía por la Universidad de Parma (Italia), Magister en Comunicación y Crítica de Arte (Gerona-España). Ha sido responsable de prensa para la firma de diseño industrial Kartell en Milán, y asistente editorial para Gustavo Gili, en Barcelona. Ha publicado para diversos catálogos y revistas nacionales e internacionales, como “Flash Art”, “Artribune” y “Etapes”, entre otras.

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