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RAMÓN CASTILLO SOBRE EL ARTE ABSTRACTO QUE SÍ TUVO CHILE

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Bajo el título de La revolución de las formas. 60 años de arte abstracto en Chile se presenta hasta el 28 de mayo en el Centro Cultural La Moneda (CCLM) la exposición que reúne, de forma inédita, alrededor de 214 obras entre pinturas, esculturas, fotografías y documentos pertenecientes al periodo de Abstracción desarrollado en Chile entre 1920 y 1980 aproximadamente. El proyecto curatorial, dirigido por Ramón Castillo, toma como hito de referencia la publicación de Milan Ivelic y Gaspar Galaz, Chile, Arte Actual, del año 1988, el cual repasa el periodo desde la obra de Vicente Huidobro hasta Carlos Ortúzar.

El curador Ramón Castillo remarca que dicho texto es uno de los pocos escritos que refieren en profundidad a este momento del arte chileno, lo que le permitió trazar un itinerario cronológico para diseñar la presente exposición, que tiene como base los postulados del movimiento Creacionista liderado por Huidobro y enfatiza el valor fundacional que adquiere la obra abstracta de Luis Vargas Rosas (1897-1977), ambos referentes fundamentales para la concreción de la escena abstracta que se desarrollaría luego, con la creación del Grupo Rectángulo (1955), posteriormente llamado Forma y Espacio (1965). De este modo, la exposición busca reivindicar una escena que si bien fue muy potente en términos de compromiso y calidad artística, no fue lo suficientemente valorada en el contexto del arte y la crítica de su época.

Gracias a un exhaustivo trabajo de investigación que ha implicado recuperar y recabar piezas provenientes de colecciones, en su mayor parte privadas, esta exposición invita a reflexionar sobre la precariedad de nuestro sistema de conservación y la necesidad de un rescate patrimonial, así como también busca restituir -en el plano de la historiografía chilena e internacional- una escena que además de haber desarrollado un virtuoso trabajo en el uso de las formas, el movimiento y el color, también manifestó una voluntad por contribuir al contexto social del cual surge.

Conversamos con Ramón Castillo acerca de las dificultades y resultados de esta curaduría, lo que él señala como una experiencia que le llevó a encontrar más preguntas que respuestas.

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Marcela Illabaca: ¿De dónde proviene el interés por reposicionar este periodo, sabiendo que reconocemos históricamente la ausencia de un levantamiento crítico que permitiera legitimar la abstracción como escena del arte chileno?

Ramón Castillo: Hay razones autobiográficas, disciplinares y curatoriales. Biográficas, por mi aproximación directa con este periodo mientras fui curador de arte contemporáneo en el Museo de Bellas Artes. Trabajé junto a Milan Ivelic desde el año 1995 hasta el 2010, por lo tanto, esto me permitió tener un diálogo directo y muy cercano, por ejemplo, con Matilde Pérez y con Vergara Grez. Por otra parte, sentí una especie de deuda personal con estos artistas porque me di cuenta que estaban muy solos, en el sentido de que había una desconexión entre la calidad de sus obras y su circulación. En 1999 hicimos la exposición Ojo Móvil de Matilde Pérez, que fue su primera retrospectiva. En ese entonces ella tenía más de 80 años y recuerdo claramente la sorpresa que tuvo al escuchar la palabra curador, pues ella no la tenía incorporada. Esto quiere decir que una persona del valor creativo de Matilde Pérez permaneció mucho tiempo fuera del circuito profesional del arte. En principio, vamos a decir que esto no es bueno ni malo, sino algo que constato. Constato también en el caso de Vergara Grez, que si bien tenía una capacidad de autogestión impresionante -él diseñaba, él componía, él escribía los textos-, sin embargo tenía un rol y una función en un circuito bastante pequeño. Es decir, hay una ausencia de estos artistas en el circuito profesional del arte, en la representación en las instituciones, en su circulación fuera de Chile, en su representación interna en términos de visibilidad, en la producción de material educativo que estuviera disponible y al acceso público de los medios, de los educadores, de los historiadores. De hecho, el libro que se hace por la retrospectiva de Vergara Grez en el año 98 o 99 en el MNBA es una autoedición. Todo esto me llamó la atención… me llamó la atención la fragilidad de esos proyectos, de esas investigaciones, que finalmente estaban sostenidos por los propios protagonistas. Entonces ahí viene la pregunta, ¿por qué? Y la pregunta no tiene una única respuesta. Podríamos decir que hay razones y sin razones. Por ejemplo, uno podría decir que existen razones estéticas, o sea, un arte que quedaba marginado de la circulación pública por una dificultad de recepción. Pero en realidad, en otras partes del mundo estas escenas -cuya vocación y utopía es salir del caballete para terminar siendo el mural de un edificio por ejemplo- han sido más conocidas y más valoradas, lo que no ocurrió en Chile. Por lo tanto, no termina de quedar tan claro que la razón sea solo un problema estético, porque también habría que incorporar razones de falta de mercado y de coleccionismo en Chile, razones políticas, en el sentido de las políticas de circulación, las políticas de filiaciones, las políticas de acceso, que en distintos momentos de la historia de Chile determinan unas u otras escenas. Finalmente, las razones curatoriales tienen que ver con la personal necesidad de construir en el tiempo una historia de la sensibilidad. Es decir, que la sensibilidad estética se forma y educa ante ciertas percepciones. En este caso, si en Chile no tuvimos la posibilidad institucional para acceder de manera permanente a estas obras, quiere decir que de algún modo se ha formado nuestra percepción ante la ausencia de una estética que es esencialmente perceptiva, lúdica y reflexiva. Entonces, la exposición es una estrategia para dar lugar a obras en el imaginario nacional.

M.I: ¿Te refieres entonces a que existió un modelo del arte instalado por las instituciones?

R.C: Ya que lo nombras, pasamos de inmediato a las instituciones en general, a las razones institucionales. Podríamos identificar, por ejemplo, envíos a la Bienal de Sao Paulo, envíos que determinaba siempre la Universidad de Chile. Es decir, que la propia Escuela de Bellas Artes tenía una política de difusión de sus artistas y respondía de facto como un Ministerio de Cultura. Lo sabemos, llegaban invitaciones internacionales y el Ministerio de Educación derivaba esta invitación a la Universidad de Chile y a la Facultad de Bellas Artes. Entonces, las decisiones eran un asunto universitario, y de quienes tuvieran la visión para establecer estos envíos como imagen oficial de Chile.

Por otra parte, nos encontramos con que el Museo de Arte Contemporáneo (MAC) tiene una colección importante de este periodo, pero pequeña en comparación con la actual exposición, y en el Bellas Artes existen obras también que en algunos momentos se fueron incrementando puntualmente, pero a la luz de las evidencias materiales de esta exhibición, aún es insuficiente. Estamos mostrando sobre 200 obras que, en la actualidad, más del 90% está en manos privadas, lo que demuestra que este capítulo no fue atesorado en su tiempo por las instituciones. Esto establece un diseño específico de nuestro sistema del arte, y da a conocer, por acto y por omisión, que ante la ausencia de otros actores históricos e institucionales, la oportunidad y la responsabilidad ha recaído en quienes ven este valor y pueden adquirirlo. Esto nos llevaría a las razones económicas, y de esto ya sabemos perfectamente, que por otra parte ha sido una constante institucional de nuestro país. En un sistema articulado del arte las obras tendrían que salír del taller del artista para transitar públicamente hacia su consolidación y prestigio, a través de una cadena de valor que va entre las galerías, los centros culturales, los coleccionistas, la crítica, los curadores, hasta culminar en el museo. Este no ha sido el caso.

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M.I: Esto señala que en términos de colección no existe un patrimonio de esta escena del arte chileno que haya sido resguardado por las instituciones, como sí sabemos que ocurre con el arte figurativo.

R.C: Bueno, esto podría ser otra razón. Que las obras figurativas han tenido más presencia y recepción institucional. La estadística, al menos, los confirma. Alguna vez el propio Vergara Grez me dijo que era difícil que los artistas abstractos recibieran el Premio Nacional de Arte. Y si revisamos esta designación, la verdad es que estadísticamente parece ser así. Sabemos las sistemáticas postulaciones que hubo de Matilde Pérez, de Vergara Grez o Gustavo Poblete, por nombrar algunos. Con independencia de este reconocimiento individual, desde fines de los 90 en adelante se produjo una suerte de euforia en aumento por atesorar este capítulo de parte de privados y tal vez esta exposición sea una buena señal de que se ha formado un coleccionismo especializado, lo que indica que el tejido de este sistema del arte fragmentado y atomizado entre el taller del artista y las instituciones se comienza reconstituir. Esto va en directo beneficio de nuestra historia. No puedo más que celebrarlo. ¿Por qué estas obras no quedaron en las instituciones de su tiempo?, ¿qué pasó con el presente en el que debutaron? Sabemos que los museos tienen un desface frente al presente, pero esta relación con el pasado termina siendo reparatoria, porque lo que también juega a favor de los museos es el tiempo que consagra y reconoce. En tal sentido, la exposición es una práctica instituyente que permite reparaciones y recordatorios en función de hacernos preguntas para buscar comprender qué ocurrió, y sin duda este es el primer gran paso. Luego, el tiempo y la voluntad de los integrantes del sistema del arte tendrán que hacer lo suyo.

M:I: ¿Otro elemento que puede explicar esta falta de reconocimiento, tendría relación con la ausencia de una escuela formadora de estos artistas?

R.C: Yo creo que otro elemento es que -especialmente los que estaban vinculados a Rectángulo y a Forma y Espacio- mantenían su lenguaje como una conquista bastante secreta y reservada para protegerse de un medio no necesariamente receptivo ni ávido de sus producciones. Y esto revela un ética frente a su estética. En la mayoría de los casos el sistema de vida iba desde la enseñanza universitaria, hasta “por fin ir al taller” a hacer su obra, y si mostraban su trabajo era porque había una necesidad urgente y vital de retroalimentación entre ellos. Pero no identificamos coleccionistas, no obstante sí un circuito de galerías de arte pequeñas, pero muy importantes, como lo fueron la sala Libertad, la Galería Carmen Waugh, la Sala del Ministerio de Educación, y las salas de los institutos binacionales como el Chileno Norteamericano y el Chileno Británico. Reconocemos entonces a autores que realizan obras que circulan a pesar de todo. Esto quiere decir que se trata de una investigación visual, que se mantuvo férreamente a partir de sus cultores, pero que no se convirtió en Escuela, como por ejemplo en el caso de lo que ocurrió con Torres García y la Escuela del Sur en Uruguay. En Chile, fue un grupo que se mantuvo por voluntad y rigor unido, y cuya dimensión creativa era una conquista personal sólo forjada en la soledad del taller. Esto lo destaco porque por otro lado explica la aprehensión y cuidado que ellos tenían por no influenciar ni generar discípulos que les fueran a copiar. Pero, fuera del grupo, hay muchos independientes que esta exposición recupera, y a pesar de que reconocemos la relación entre profesor y ayudante, por ejemplo entre Carlos Ortúzar como profesor y como ayudante Alejandro Siña, o entre Matilde Pérez y Roberto Carmona, es evidente la diferencia entre ellos. Y es que existía un respeto y cuidado muy grande por preservar lo autoral.

M.I: Eso tiene que ver con una visión muy “puritana” de la obra de arte, propia de la modernidad. Sabemos que la abstracción es la realización máxima de la modernidad, donde la obra tiene un valor intrínseco. Sin embargo, también es parte de este espíritu que los artistas se sientan muy protagonistas de su época y muy responsables por representarla, y en ese sentido hay una voluntad pública y social donde un grupo va a la calle y desarrolla un arte más integrado, como son los artistas del Taller DI o artistas como Gustavo Poblete -quien también manifiesta una voluntad integradora- o Carlos Ortúzar, quien según Waldo Vila desarrolla “obras para edificios o construcciones públicas bajo la concepción de un arte social, un arte para todos”.

R.C: Claro, existe una vocación pública instalada del proyecto de modernidad, un proyecto vitalista donde el arte y la vida se hermanan y en este sentido se apropia de la ciudad. En este formato de colaboración tenemos a Mario Carreño, también como un capítulo obligado, pues con obras del 54 a los 60 despliega una especie de cronología de esta Historia de la Abstracción en Chile donde destacan sus obras murales. También Gustavo Poblete, quien estaba en una investigación constructiva y concreta, aspira a un arte que salga del plano y se instale en el espacio, y esto en clara alusión a la idea de la integración de las artes. La exposición muestra esta investigación y se refuerza con las palabras del último manifiesto en el que participa como integrante del Movimiento Forma y Espacio del año 1968. Esto se puede leer en la vitrina que lo acompaña. Al respecto, me parece valioso recordar que este año en el MAC tendrán una sala permanente dedicada a esta investigación. En la exposición veremos que este capítulo del arte público quedó representado por maquetas de Ortúzar y Pérez, y en la misma vitrina de Poblete también se muestra de manera sintética la integración de este arte con el diseño industrial, la construcción, la música y los murales de varios autores que aún están presentes en el espacio público: imágenes de las Torres de Tajamar de Ricardo Yrarrázaval, de las puertas de la Unctad III (actualmente el GAM), de Juan Egenau, del mural Geometría Andina de la estación del metro Los Leones de Vergara Grez. Por otra parte, en esta exposición hay una selección de fotografía de dos autores, Luis Ladrón de Guevara y Antonio Quintana, que dan cuenta de la época en cuanto a imagen de modernidad. Retratan el deseo de salir del sub-desarrollo, con una mirada muy constructiva, como testigos del contexto y del deseo de progreso de nuestro país.

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MI: Sabemos que existen razones históricas relacionadas al Golpe de Estado de 1973 que interrumpieron este proyecto, pues implicó el exilio y autoexilio de muchos artistas, y así, la discontinuidad de la escena y el fin de la utopía.

R.C: Si, el golpe fracturó el contexto en el que progresivamente los artistas estaban ganando espacio. La vocación de este arte era irrumpir en la ciudad y en la vida cotidiana como un programa artque l tiempo. Su mensaje trasciende irremediablemente. Es cosa de ver lo que ocure con el Monumento a Schneider de Ortuzar o lo ístico y democrático, al acceso de todos. Pero, también, las formas abstractas se resignifican con mucha libertad a través del tiempo. Es cosa de ver lo que ocurre con el Monumento a Schneider (1971) de Ortúzar en la Avenida Kennedy o lo que ocurre con el diseño del paso bajo nivel Santa Lucía (1971) del Taller de Diseño Integrado conformado por Ortúzar, Vial y Bonati. Bien, no hay mejor ejemplo para señalar cómo el Golpe impidió que esta política del arte integrado al espacio público continuara, y sin duda, los artistas-académicos se vieron afectados por exoneraciones, detenciones y exilio, las universidades fueron desmanteladas artística e ideológicamente y los artistas quedaron aislados, sin contexto ni escena.

M.I: Teniendo en cuenta que la producción de textos sobre esta escena es bastante escasa y discontinua, ¿cuál es el punto de partida desde la perspectiva bibliográfica o historiográfica para el desarrollo de esta esta curaduría?

R.C: Me di cuenta de que no existe la contundencia en términos bibliográficos para que uno vaya a consultar en libros o archivos específicos, porque si pensamos cuántos libros hay del periodo en realidad tenemos que ir a capítulos aislados y dispersos en catálogos, pero no hay historiografías que den cuenta de éste: lo que podría explicar, desde otro lado, que esta ausencia de narrativas ampliadas es lo que invisibiliza al periodo.

Existen textos del historiador y crítico Antonio Romera, que si bien tienen unos capítulos dedicados a la abstracción, lo hace más bien a modo de repaso, pero no lee el arte abstracto como una experiencia chilena, sino que siempre lo lee diferido, como si fuera un efecto residual. Podríamos citar también tanto a Waldo Vila como a Ana Helfant como los más preocupados por fijar esta escena en sus escritos. Pero sobre todo, al propio Vergara Grez, quien escribió muchos artículos y manifiestos sobre este arte. No obstante, en el repaso que hago de estos escritos me pareció iluminador la publicación de Milan Ivelic y Gaspar Galaz, Chile, Arte Actual, del año 1988, donde dedicaron un capítulo a este periodo que va desde Huidobro a Carlos Ortúzar. Entonces, esta exposición es un diálogo y contrapunto con esa escritura pues pude identificar una primera estructura integradora, y lo que hago en la contemporaneidad es actualizar, revisar si efectivamente funciona lo que ellos plantearon en ese minuto, y lo que me parece más interesante aún es ver cómo le damos una representación expositiva, es decir, aquello que estaba planteado en el papel, al día de hoy lo reconstruyo, rediseño y explicito, de tal modo que tengamos la oportunidad inédita de enfrentarnos a una cartografía ampliada de esta tendencia artística, realizando una exposición colectiva, que se preocupa de cuidar las individualidades a través de gabinetes por autor y archivos. Hay importantes gabinetes de Elsa Bolívar, Gustavo Poblete, James Smith Rodríguez, Carlos Ortúzar, Matilde Pérez, Claudio Girola, Mario Carreño, Luis Vargas Rosas, Ramón Vergara Grez y Cornelia Vargas, entre otros.

En todo caso, debo decir también que esta idea de cartografía actualizada o “narrativa ampliada” es posible porque durante las últimas décadas hay varios investigadores chilenos y extranjeros que nos han ayudado desde sus investigaciones puntuales a reconstruir la trayectoria de los artistas a través de diversos ensayos, publicaciones y exposiciones. Por recordar algunos podemos señalar la exposición retrospectiva de Claudio Girola, Matilde Pérez, Marta Colvin y Alejandro Siña en Telefónica; las retrospectivas del MAC y del Bellas Artes dedicadas a Vergara Grez, Gustavo Poblete, Carmen Piemonte, Mario Carreño, Robinson Mora, Iván Vial o Elsa Bolívar; o la exposición de Mario Carvajal en Matucana 100. Las publicaciones realizadas por Soledad Novoa, Francisco Brugnoli, Carlos Navarrete, Ernesto Muñoz y Alejandro Crispiani, entre otros, y para también destacar escrituras internacionales atentas a este período, podemos mencionar desde Amalia García, Cristina Possi y Andrea Giunta de Argentina, como el trabajo curatorial de Osbel Suarez (Cuba-España) y Jesús Fuenmayor (Venezuela-EEUU). Todos estos autores han permitido identificar aspectos de artistas específicos, relaciones entre ellos, distinguir nuevas escenas y actualizar o revisar cronologías. En tal sentido, la exposición es un reconocimiento y valoración al trabajo colectivo donde han participado ejemplarmente muchos profesionales de distintos campos.

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M.I: Entiendo que la exposición es una recapitulación histórica que busca establecer una red de lazos o vínculos espacio-temporales entre las obras y sus artistas, reconociendo las relaciones profesionales, pero también de amistad existentes entre los protagonistas de la escena.

R.C: Exactamente, es una reescritura histórica en el sentido de revisar la historia como ha sido contada y, por otro lado, mostrar la red existente entre los artistas para demostrar que hay un contexto y una época que los acompaña. Por otro lado, esta exposición tiene la necesidad de cambiar nuestra narrativa con respecto al arte nacional, porque si nosotros seguimos diciendo que nuestro arte es dependiente y aislado y por esas razones uno explica lo que estamos haciendo aquí, nos estamos haciendo daño, pues si bien ese aislamiento explica ciertos asuntos, si estuviéramos aislados claramente no hubiera ocurrido esta escena, porque no habría tenido sentido. Tiene sentido porque los artistas están conectados en términos de relaciones con el mundo; por ejemplo, la Bienal de Sao Paulo era una fuente de consulta para ellos. Saben lo que está pasando afuera, la mayoría tuvo becas que les permitieron ir fuera y conocer y comprender lo que ahí se estaba haciendo, lo que explica esta movilidad. Rectángulo y Forma y Espacio tienen alrededor de una treintena de exposiciones, en las cuales hacían manifiestos y citaban a Mondrian, a Max Bill, a Torres García, entonces uno descubre que ellos sí estaban mirando hacia afuera. Por ejemplo, Vergara Grez tiene una obra llamada Carta a Europa y Lo que no dije en Carta a Europa del año 59, donde está explicitado esta necesidad de conexión con el mundo: la propia obra es la carta a Europa.

M.I: Claro, pero si bien existe una necesidad de conexión con el mundo, también había una búsqueda de la propia identidad, en el sentido de recuperar cierta iconografía indígena desde el punto de vista formal para desarrollar un arte local y, en ese contexto, creo que caben varios artistas como el propio Vergara Grez, Marta Colvin y Ortúzar y otros.

R.C: Claro, por eso en el texto hablo de una gramática local, es decir, hay una vocación por buscar un arte universal, propiamente moderno, pero con una gramática local donde están los referentes precolombinos, pero también la referencia a Torres García. Entonces hay una sensibilidad del espíritu Latinoamericano de buscar un acento regional. Por ejemplo, Claudio Román, quien incorpora grecas mapuches de hecho se llama bandera mapuche, la iconografía diaguita, etc. Es explícito cómo la geometría tiene esa investigación.

M:I: ¿Qué lugar ocupa la escultura abstracta en esta exposición?

R.C: Una de las dificultades para armar esta exposición fue que en la mayoría de los casos se trata de pintura de caballete, y de pronto vi que nos íbamos mucho a los metros lineales de muro, entonces me dediqué a buscar obras para el espacio. Y así, orienté el trabajo de recuperación hacia, por ejemplo, integrar la obra de Claudio Girola, Marta Colvin, Lily Garáfulic, y a presentar registros de obras de Federico Assler y Carlos Ortúzar. Obras del año 69 de Assler donde aparece el plano cortado y después superpuesto, lo que mantiene el mismo principio de la época de cómo hacer volumen en el plano. En rigor, el lugar de la escultura está fuera de la sala, pues esta dimensión espacial y ampliada que implica la escultura hace que la mayor parte de las obras volumétricas estén en la ciudad. Un ámbito que como señalé tuvo un contexto hasta antes del Golpe y que, posteriormente, desde la democracia, podemos por ejemplo identificar al Ministerio de Obras Públicas (MOP) a través de la Comisión Nemesio Antúnez como una forma de reparación simbólica y efectiva, de la ausencia de arte como política para el espacio público. La escultura, en todo caso, es un capítulo pendiente a nivel expositivo, básicamente por razones espaciales.

M.I: Sabiendo que el CCLM busca convocar altos niveles de audiencias, ¿cuál es el impacto que busca tener esta exposición en el público?

R.C: En primer lugar esta exposición contiene un patrimonio artístico de tal magnitud y calidad que no dudo que se convertirá en un hito, puesto que se establece una narrativa que permite la integración de lo individual y lo colectivo a través de procesos creativos y obras definitivas. También es posible reconocer a los artistas consagrados y reconocidos, pero también a varios otros consagrados pero desconocidos para el público chileno. Lo que se convierte en una gran oportunidad para ampliar los gustos, las preferencias y dejarse sorprender por obras que en principio sólo requieren de tu atención frente a cada una de ellas. Recordaría lo que decía a menudo Matilde Pérez: que las obras están ahí para el espectador atento y dispuesto a ampliar su sensibilidad, de lo contrario “no pasa nada”. Y por otra parte, recordar que Vergara Grez insistía en que además las obras no necesariamente estaban dirigidas a la retina, sino que más allá… a la mente o al espíritu. La apuesta por realizar esta exposición aquí es bajo la certeza de que se pueden ampliar las audiencias a través de un arte que nos afectará positivamente y no podremos evitar el orgullo y la emoción de sentir que tenemos un arte de gran calidad que perfecamente puede convivir con Picasso y luego con Warhol. Tal vez esta exposición ayude a cambiar la autoimagen chilena de la falta de calidad y de originalidad, y nos permita afirmar que Chile, como otros países de Latinoamérica, sí tuvo una escena constructiva-abstracta, puesto que cada muro y ámbito será una revolución de los sentidos y de la capacidad de asombro al recorrer en forma alegórica y temporal un verdadero museo de arte abstracto chileno. Y esto en el arte es contagioso, se multiplica en el colectivo y se amplifica en lo individual.

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Marcela Ilabaca Zamorano

Nace en Santiago de Chile, en 1978. Es escultora e investigadora independiente. Magíster en Artes con mención en Teoría e Historia del Arte por la Universidad de Chile y Licenciada en Educación por la Universidad Alberto Hurtado. Su trabajo busca interrogar las tensiones entre escultura y contexto, y explorar los diálogos entre modernidad y arte latinoamericano. Autora del ensayo “Las políticas de emplazamiento en la obra de Carlos Ortúzar” (CeDoc y LOM Ediciones, 2014). Desde el año 2014 forma parte del equipo permanente de Artishock, aportando a la reflexión sobre la experiencia de la escultura en el mundo contemporáneo. Actualmente, está a cargo del proyecto de investigación “Catálogo Razonado de Esculturas de la Colección MSSA. Etapa 1: Periodo Solidaridad (1971-1973)”, financiado por Fondart 2019.

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