A Rehearsal.un Ensayo de Expo:de Nueva York a Chile
Johanna Unzueta y Felipe Mujica han podido conectar en la exposición A Rehearsal (Un Ensayo) en el ISCP (Independent Studio & Curatorial Program) de Nueva York -expo que también será presentada en Die Ecke Arte Contemporáneo en Santiago de Chile en septiembre próximo- diferentes momentos, prácticas e ideas de un arte geométrico siempre en formación. Se articulan así formas de ver los funcionamientos de líneas, ángulos, conceptos y aspiraciones de un arte abstracto geométrico latinoamericano que se abre al observador sin un límite determinado.
Su forma de hacerlo es estableciendo relaciones de tiempos, trabajos, afinidades y contrastes, obviando lo evidente y proponiendo algo no establecido. No se trata de criticar lo ya dicho por las instituciones -eso sería un movimiento en contra-, lo que hacen es hacer presente m´s formas de ver, abriendo espacios.
La decisión de Felipe y Johanna de poner sus trabajos con los de Ana María Millán, Javier Téllez, Jorge González y Margarita Azurdia es muy precisa. Ellos se inmiscuyen y aportan con su trabajo, se insertan en un diálogo que es potencialmente sutil. No todas las obras son evidentemente geométricas, pero todas son permeables a las ideas de potencialidades del arte geométrico: la posibilidad de establecer situaciones sociales longitudinales, de coordenadas, de conexión entre personas con ganas de entender y experimentar espacios afuera de sistemas económicos e ideológicos momificados. Eso no es fácil de hacer: que una exposición sea realmente abierta a la comprensión individual del observador, que las obras se abran en significados y se relacionen entre ellas, y que uno aprenda a ver algo de otra forma. Ese es el mérito de la muestra (o su ensayo); el espectador es invitado a meterse en un entretejido que ya estaba andando, que sigue y cambia con uno.
La exposición cambiará al llegar a Chile porque depende del espacio en sí; las obras están instaladas realmente y tendrán otras lógicas en Die Ecke. Pero por eso mismo me parece importante dejar una impresión de lo que vi en el ISCP.
Uno entra y ve una cortina de Felipe. Se ve muy bonita pero uno se aleja de ella al primer encuentro. La gracia de esos trabajos, creo yo, es que pueden ser de tránsito si uno los encuentra en movimiento. Uno se mueve hacia la izquierda y ve una obra de Johanna, unas tuberías “dándose un beso” o algo más sexual tal vez. Es una obra bonita de verdad. Inmediatamente al fondo de la sala uno ve un video proyectado en un ángulo con espacio cortándolo y doblándolo, en bisagra suspendida… es una mujer vista desde arriba, en un patio interior en blanco y negro, jugando elegantemente con un hula hoop. La geometría en movimiento. El video tiene un semi-círculo cortándolo dibujado en la pared; se conecta perfectamente con la acción en él. Los movimientos son casi irreales en el video; al mismo tiempo existen en el espacio físicamente con esa línea. En el suelo hay un palo largo que se conecta con esa línea. Pensé que era una obra pero son dos: el video de Johanna y la línea y palo de Jorge González. Al saber esto me alegré y decepcioné al mismo tiempo, algo que pasa con el arte social-abstracto continuamente. La exposición colapsó diferencias y produjo otra obra que existe y no.
En una pared contigua una foto en blanco y negro de una escultura de Ana María Millán, muy graciosa y claramente crítica al minimalismo y la decoración de bancos, museos, casas y edificios aburridos de Latinoamérica. Es un cubo-negro/gris con una tortuga blanca de cerámica encima (hecha por la artista). Esta obra está y también no está; la foto es un reemplazo hasta que llegue a Chile. Es bueno ponerla porque abre el show, uno ahí sabe con seguridad que la cosa es un desempacar y desdoblar.
Luego está la cortina de Felipe. Ahora uno ya tiene más tiempo para estar con ella, ver su color, transparencia y pensar en cómo funciona. Se mueve -literalmente y alegóricamente-, se conecta con toda la tradición del arte abstracto modernista y post, desde Rodchenko pasando por Oiticica, hasta los objetos liminales de los 90 -fondo (y no) para comer y tomar!- y se asienta ahora en frente de uno, no definida pero trajinada, optimista aún, funcionando y reestableciendo ideas y deseos.
Detrás de la cortina, al lado de una pared y cerca de una ventana abierta, hay otra obra de Johanna. Una tubería en el suelo, haciendo eco al edificio, típica tubería de Nueva York. Ese camuflaje que no funciona muy bien, es un encuentro, un re-conocer que es sutil y ahí uno re-piensa la otra obra que se estaba dando un beso; esa también es un eco al espacio, solo que al principio parecía muy bien puesta. Ahora, al ver esta obra, pasa a tener y generar otro espacio también.
Después uno entra en otro espacio con la sorpresa más grande: una artista guatemalteca, Margarita Azurdia (Antigua, Guatemala, 1931–1998), que parece inventada. Es raro sentirse tonto frente al arte, pasa mucho, claro, pero en este caso uno aprende que ella existió y se conectó con las tradiciones del centro -el minimalismo, vivió en EEUU en los 60, el performance…- y volvió a Guatemala para ver qué hacer y su trabajo fue cambiando. Ese cambio es fascinante de verdad y difícil de absorber parado viendo todo esto en el flatscreen. Uno queda pasmado y feliz; también se imagina la vida de Margarita Azurdia, pensando en lo que sabe de Latinoamérica y su relación con el arte contemporáneo.
Por último, en un sala de video, proyectada, está la obra de Javier Téllez, un clásico. Una obra que funciona de mil formas. Primero se conecta con algo más grande que el arte contemporáneo; es una obra que entiende cualquier persona: el hombre bala que cruza la frontera entre México y EEUU. Que la fiesta esté musicalizada por pacientes de un hospital psiquiátrico de Tijuana la define; no es un chiste vacío contra los gringos, es algo más. En esta exposición es la línea que conecta y se abre.
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