Bienal Whitney 2014:estadounidense no es Americano
La historia del Museo Whitney es una donde un sueño se convierte en realidad: en algún momento del año 1918, la escultora Gertrude Vanderbilt Whitney formó una galería de arte para recibir y dar a conocer aquellas expresiones que marcaran una ruptura con lo ya conocido. La asimilación de las escuelas europeas de la primera mitad del siglo XX en los circuitos oficiales del arte estadounidense no era una tarea simple. Como la presencia de las escuelas realistas de fines del siglo XIX marcaba estándares y dominaba circuitos, la aventura de Whitney fue todo un desafío para su contexto inmediato. En 1931, la galería Whitney se convierte en Museo Whitney de Arte Americano.
Hoy en día el museo continúa siendo un referente obligado para muchos espacios hambrientos de novedad (PS1, Dia o el mismísimo museo de Brooklyn), como también, un lugar para que público general o conocedores puedan acercarse a lo que se viene.
Hasta el día de hoy el Whitney se ha distinguido por buscar nombres y producciones que quiebren con los parámetros del momento; sus bienales son cuidadosamente diseñadas o por lo menos profundamente pendientes del mañana. Bruce Nauman, Cindy Sherman, Kiki Smith, Keith Haring o Mike Kelley, entre muchos otros, han debutado en sus salones aún siendo jóvenes.
Este año, la Bienal ha invitado a tres curadores externos al Museo –Stuart Comer, Anthony Elms y Michelle Grabner– a diseñar, cada uno por separado, en cada uno de los tres pisos principales, una curaduría específica. Ciento tres artistas que trabajan y viven en Estados Unidos han sido invitados a presentar un proyecto. La bienal resultante de este particular punto de partida es recorrida por un complejo meta-discurso, marcadamente obsesionado no sólo con la muerte y la transformación, sino con el proceso intermedio, es decir, con la degradación natural de la condición humana. A lo largo de esta extensa exposición, el público se encontrará con trabajos recientes de Jimmie Durham, Zoe Leonard, Joel Otterson o Suzanne McClellan amalgamados a los de artistas muy jóvenes (hay una gran cantidad de trabajos colaborativos) y una importante cantidad de nombres que ya no están entre nosotros (en las tres curadurías hay presentaciones póstumas).
En cada una de las salas dispuestas para la bienal, cada curador explica el motivo o el tema de su propuesta: las frases “arte americano”, “museo americano” o “artista americano” resuenan por todos lados. Estas frases peligran seriamente de ser leídas como imposturas conceptuales lo suficientemente arcaicas como para no tomarlas en serio. Es interesante notar que, por americano, tanto curadores invitados como mesa directiva se refieren a las obras, propuestas y artistas que están dentro de los confines de Estados Unidos. Lo que en realidad los curadores nos quieren decir es “arte estadounidense”, “museo estadounidense” o “artista estadounidense”, y es acá donde lo anacrónico se abre para dar paso a un significativo temor a ser historia (“you’re history dahlin’!”), no a hacer historia (perdurar en el tiempo). Este afán busca luchar contra la indiferencia del paso del tiempo corrigiendo errores, reescribiendo relatos e instalando ciertas estéticas en las discusiones. Por momentos es difícil determinar si el programa se lleva a cabo debido a la voluntad algo totalizante de cada curador, si realmente estamos ante obras que son discursivamente autónomas, más allá de su función dentro de la presentación de la Bienal, o si realmente hay un trabajo “colectivo” entre ambas partes.
Sensoria
Dependiendo cómo el espectador decida acceder a los pisos superiores del edificio, sus sentidos serán, lo quiera o no, estimulados por dos obras de carácter sonoro: en las escaleras de acceso, Charlemagne Palestine presenta una pieza sonora compuesta y registrada in-situ (es decir, una improvisación). En los espacios comunes de los edificios modernistas (como el Whitney) el sonido tiende a expandirse llegando a interesantes momentos de vibración y eco. Consciente de este rasgo, Palestine ha montado una curiosa y vulgar charada donde, precisamente, el eco de su voz ha sido grabado mientras el artista bajaba las escaleras (bebiendo cognac de acuerdo a la página web del museo). Las grabaciones resultantes de la experiencia suenan sin parar a través de unos toscos parlantes envueltos en telas estampadas de niño y figuras de peluche.
Si el visitante opta por el ascensor, su viaje estará acompañado por el sonido del clásico muzak (música envasada para lugares públicos): Jeff Gibson ha creado una pieza audiovisual de 5 minutos donde imágenes genéricas extraídas de Google son musicalizadas por el sonido de hits de supermercado, desde Lionel Richie a Nelson Riddle. En una cantidad de tiempo acotada (lo que dura ir de un piso a otro) todas las asociaciones que podemos realizar a partir de esta experiencia sensorial deberían fluir para darle un fin a la obra. En el panorama del Nueva York del siglo XXI, este tipo de ejercicios sensoriales puede ser peligrosamente leído como ritualístico, y por lo tanto tomar el aura de lo incuestionable. Uno se pregunta de inmediato si la ambigüedad entre la seriedad y el humor será uno de los atributos de la extensa presentación artística que se avecina.
Anthony Elms y sus preguntas
Las tres curadurías apuntan al uso comunitario del espacio del Whitney. La imagen conceptual que cada comisario toma para su propuesta apela a aquellos viejos ideales de comunión y diálogo en el espacio público que, en algún tiempo pretérito, eran un ideal social. Con la utopía de “espacio común” como punto de partida, cada curador desarrolla una instancia de encuentro y diálogo al interior del edificio, en sus propios términos. En orden a este complejo proyecto, cada curador luchará, sistemáticamente, contra toda jerarquización estética.
La curaduría de Anthony Elms propone el museo como la fotografía del arte americano (estadounidense) del momento y nos invita a pensar que si cualquier encuentro íntimo con este arte debe ser mediado, este edificio construido por Marcel Breuer es un buen puente para capturar “24 escenas de América (Estados Unidos)”. Elms ha seleccionado artistas y colectivos (que suman 24 propuestas), intentando responder virtualmente la pregunta del arquitecto (“¿Cómo debería ser un museo en Manhattan?” ).
Es en este “museo de Manhattan” donde confluyen la memoria pop a través de la valorización del archivo, la intransigencia y convicción de la cultura queer, por medio de extremas exploraciones urbanas, o incluso las diferentes mixturas raciales en la búsqueda de un discurso común. Materialmente el público se encuentra con soportes tradicionales como el dibujo, el objeto encontrado, el video o la pintura. Es posible que Elms desee potenciar el valor evocativo que poseen los soportes más reconocibles: por un lado, el objeto estético se despega de una función puramente conceptual y se abre hacia su potencialidad como unidad narrativa; por el otro, lo visual y su materialidad funcionan como evidencia física (que calzaría con cierta poesía que Elms desea instituir).
Dentro de esta presentación, Elms ha invitado varios proyectos que se articulan desde el homenaje póstumo a artistas y personalidades de la escena del arte que ya no están. La función primaria de estos objetos es establecer un puente con el pasado desde su propia potencialidad expresiva, en lugar del burdo y falsamente pomposo homenaje póstumo.
Al ingresar a la sala el espectador se encuentra con dos elementos que el tiempo nos ha enseñado que no van juntos, especialmente en un proyecto de exhibición donde la jerarquía de obra se ha puesto en crisis: el texto explicativo del curador y a su lado una obra de la selección. La pieza es nada menos que Choose any three (1989), de Jimmie Durham. Durante la segunda parte de los 80, Durham creó una serie de esculturas compuestas de texto, construcción y ready-made. La escultura consiste en una estructura de madera que sostiene un palo repleto de nombres, desde princesas cherokee hasta Emiliano Zapata, y un ave tallada en madera con las alas extendidas que sostiene la sentencia: “Elige cualquiera de los tres”. En cierto nivel, la obra plantea la ambigüedad de las estructuras precarias que repletan la vida humana para cumplir todo tipo de tareas, pero también lo selectivo y aleatorio de la historia que cada uno arrastra debido a su género, a su clase o a su etnia. Depende del espectador finalmente elegir su ruta dentro de la historia; su cultura, su ignorancia o su instinto juegan un rol fundamental en la significación de la pieza de Durham; dependiendo de estas mismas condiciones, la pieza puede ser leída como un tótem, un bastón de mando o hasta una pira de castigo.
En la sala principal, Valerie Snobeck y Catherine Sullivan presentan una obra en conjunto que podría funcionar en cualquiera de los registros que Elms busca cubrir e insertar dentro del conjunto: un grupo de maletas de diferentes materiales, mesas de picnic, duplicadores hectográficos, y sus respectivas impresiones, conforman una instalación que nos recuerda a un laboratorio de impresiones portátil, pasado de moda, complejo en su funcionamiento posible y abierto a aceptar, en toda su aura nostálgica, cualquier atribución estilística y filosófica. Al frente, sin pausa, funciona un gran LED semi-circular propuesto por Gary Indiana. Indiana ha tomado como punto de partida el famoso Presidio Modelo que se encuentra en la Isla de la Juventud de Cuba. Este lugar se abrió a fines de los años 20 y permaneció abierto casi cuarenta años. Su estructura y lógica espacial fueron modeladas a partir de los principios del panóptico. Tomando este principio el video de Indiana va recorriendo las cinco cuadras que componen el edificio. Proyecciones de medusas y fotografías de multirraciales efebos en poca ropa se proyectan y superponen sobre el cuerpo del edificio. La instalación se completa con una serie de 16 fotografías con los mismos protagonistas de las proyecciones. Separadas de su condición de textura dentro del video, las imágenes recuerdan los anuncios de Calvin Klein de los años 90 o alguna revista homo con guiños al estilo y a la moda.
In memoriam
En el 2007, Marc Fischer fundó el colectivo Public Collectors, consistente en un proyecto abocado a recolectar y reconstruir la obra de aquellos creadores que el “mainstream” no considera. Su proyecto para la Bienal consiste en un reconocimiento póstumo a Malachi Ritscher. Ritscher fue una figura fundamental en la escena del free-jazz y la música experimental de Chicago. De acuerdo al contundente boletín informativo que se puede tomar junto a la instalación, entre los años 80 y hasta el 2006 grabó cada concierto o presentación que tenía lugar en el circuito de los clubes underground de la ciudad, generando un archivo inédito dedicado a una escena artística que sin su ayuda nunca hubiese llegado a la superficie (¿sería el museo este lugar?). En exhibición hay cientos de horas con grabaciones que el espectador se puede sentar a escuchar a través de audífonos dispuestos en las paredes. Algunos objetos pueden ser vistos (carátulas, posters, catálogos) y algunos archivos leídos. Ciertamente la sola enunciación de una idea puede transformar drásticamente la naturaleza de un contexto y todo lo que ahí se encuentre. Malaschi es presentado desde el vamos como una figura con una historia y un mito pre-determinado y específico creado en torno a él (en el boletín se dan una serie de datos para coleccionistas e información sobre su muerte). ¿Public Collectors cumple entonces una labor educativo/estética o con la creación de un mito para Ebay?
En otro sector, Joseph Grigely recopila algunos papeles atribuidos a la vida del artista neoyorquino Gregory Batcock (quien en algún momento de su carrera dejó la pintura para convertirse en crítico de arte). La curiosidad y el morbo son un motor importante para que el espectador pueda ingresar en el mundo que Grigely está dando a conocer. Los poster de fines de los 80 impresos en offset en la pared, las cartas escritas con máquina de escribir hablando de lo aburrido de la vida cultural neoyorquina o el dibujo a lo Tom of Finland sobre una esquela de hotel parecen hacer la magia y darnos la idea que en “el museo americano” figuras oscuras (y ya desaparecidas) de la vida cultural pueden vivir para siempre.
Stuart Comer
Bajo la premisa “el arte contemporáneo estadounidense tiene tanta historia como la Bienal Whitney”, Stuart Comer ha creado un escenario caótico, laberíntico y ultra-recargado. Su presentación propone estructuras rígidas que cortan el movimiento alrededor del espacio de la sala drásticamente, exploraciones de género post-apocalípticas y (en oposición a Elms) una obscena nostalgia por aquellos que ya no están. Si el diálogo y la comunidad en el mundo contemporáneo dependen de una amenazante proximidad y del existir inexorablemente en espacios cada vez más reducidos, la curaduría de Comer ha sabido llevar a cabo la premisa en forma destacada. El tercer piso del Whitney es una zona minada donde todo o nada puede ser arte. Las obras brillan por su descaro o por una exuberancia donde las porciones de ingenuidad, Dionisio y genio inundan el espacio.
La obra que recibe al público que accede al tercer piso del edificio (también próxima al texto curatorial) pertenece a Ken Okiishi y consiste en una serie de pantallas planas de gran formato que han sido cubiertas parcialmente con brochazos de pintura. Unas filmaciones que se reproducen sin pausa se pueden observar bajo la pintura, pero los trazos de Okiishi se encargan de generar un pequeño campo de fuerza. Tras el panel que resiste esta frustrante pieza, que parece invocar las problemáticas entre el gesto y la imagen electrónica o clichés por estilo, un mundo muy saturado está a punto de explotar.
En una pequeña habitación, Bjarne Melgaard ha creado un ambiente con sonido, proyecciones, real dolls, sillones, alfombras y cojines estampados con fragmentos de imágenes llenas de indecoro: prepucios, vello púbico o alguna imagen donde el cuerpo desnudo es presentado de manera lujuriosa y desvergonzada. Además de los objetos, gran cantidad de estímulos audiovisuales están bombardeando este curioso y caótico universo, que a muchos nos recuerda esos after hours clandestinos donde todo estímulo y situación pueden ser posibles. En uno de los videos principales vemos la historia de un pareja de hombres que viven su sexualidad en los límites de lo prohibido, con escenas de sexo bruto y diálogos repletos con esas promesas de amor que surgen cuando el orgasmo se acerca. Si el espectador se mueve ligeramente, una segunda imagen se superpone a la primera, revolviendo su argumento drásticamente: unos monos copulan en todas las posiciones posibles frente a la cámara. No hay actuación, no hay más lenguaje que la expresión de sus rostros y sus cuerpos. Melgaard nos ofrece un básico pero efectivo cuento donde la cultura y la naturaleza se contradicen, sin una salida posible a la armonía. Mientras su contrapartida humana explica, habla, recita y hasta explica sus actos, los primates simplemente los viven… este contraste entre lenguajes se acentúa con la serie de proyecciones que a cada minuto aparecen sobre las paredes; ahí la violencia mediática y los anti-héroes se suceden sin parar. Si el público desea puede tomar asiento y escuchar diálogos, música o sonidos mientras ve aparecer ante sus ojos bultos y más bultos entre medio de los cojines, debajo de las alfombras y de entre las piernas abiertas de las perturbadoras real-dolls que están tiradas sobre el blando amoblado ausentes en su artificialidad.
Justo a la salida del malicioso mundo de Melgaard, en una pantalla dispuesta, virtualmente al medio del pasillo de tránsito, aparece el trabajo de Jacolby Satterwhite. Principalmente concentrado en la performance y el video arte, el artista enfrenta y filtra los estímulos del entorno con su cuerpo. Partiendo desde múltiples referentes, ubicables en lo que aún algunos llaman “alta” y “baja” cultura, Satterwhite va construyendo su propia trama: por un lado, la danza moderna (Martha Graham,William Forsyhte, Michael Clark), las artes marciales y el “voguing”, pero también los video-juegos, las imágenes de la publicidad o la música pop. A partir de la mixtura de estos diferentes acercamientos, Satterwhite ha generado movimientos coreográficos que hacen eco de las vibraciones de los objetos y situaciones de la vida diaria.
Para esta obra Jacolby ha incorporado “los movimientos de objetos que implican enfermedad”. Vistiendo un traje ajustado, burdamente similar a un Gaultier y con unos dispositivos amarrados al pubis y sus pectorales, el artista se registró en video bailando en diferentes locaciones dentro y alrededor del perímetro que circunda al Whitney. Con la asistencia de animación 3D, los registros fueron filtrados, manipulados y transformados. El resultado es Reifying Desire (2014), un video que muestra un espacio exageradamente utópico. Surfeando entre medio de tonalidades de neón, decenas de explosiones de luz, objetos lujosos y formas difíciles de ubicar, el artista aparece interpretando las coreografías previamente filmadas, claro, que esta vez, se perciben en una dimensión exuberante, retorcida y desafiante. Mientras su cuerpo se mece en una esquina de este tableaux electrónico, su alter ego aparece desde miles de reflejos rosa copulando con un cuerpo hibrido y perfecto. En un minuto la música electrónica de fondo sube de volumen y desde los pechos del artista comienzan a fluir explosiones de líquidos viscosos multicolores que inundan los músculos de su pareja y se transforman en formas orgánicas y purulentas, siempre manteniendo el ritmo vertiginoso y seductor de la visualidad electrónica. Variaciones de sets y otros movimientos se repiten a lo largo de la pieza y claramente las intenciones de Satterwhite quedan establecidas. “I’m a performance artist diva”, nos dice Satterwhite en un video promocional de la Bienal.
Reifying Desire describe un mundo caótico y graciosamente corrompido. Sus referencias visuales pueden ser pueriles pero a su vez son brillantes. Su obra reflexiona en torno a la condición humana y su total desorientación en un mundo cada vez más mediado por pequeños espectáculos electrónicos. Joseph Beuys se encuentra con el mundo de Avatar, un mundo donde las imágenes electrónicas plantean y luego determinan atributos para el cuerpo y el espacio.
La participación de Semiotext(e) se instala perfectamente en ciertos rasgos nostálgicos que Comer parece explotar al máximo a lo largo de su presentación. Como varios trabajos en la bienal, su inclusión parece responder más a un ideal de recuperación histórica y revitalización lingüística que a una apuesta por algún riesgo estético. Semiotext(e) ha editado 28 panfletos para la Bienal. Su proyecto consistió en comisionar a diferentes figuras de la intelectualidad contemporánea a elaborar textos en torno al espacio, la filosofía y la política, el arte o el género. El montaje general consiste en bancas, posters y textos mostrando hitos del colectivo, y un gran muro dedicado al “nova express” de William Burroughs. En este tipo de eventos esta estrategia también puede funcionar como una justificación para invocar el espíritu de algunos nombres que cuentan con un importante culto: Jack Smith, Mike Kelley o Jean Baudrillard.
En este espíritu escatológico los artistas Catherine Opie y Richard Hawkins han curado una mini exposición dentro de la exposición con obras del artista Tony Greene. Greene estuvo activo en la escena de galerías durante los años 80 hasta su prematura muerte en 1990. Las obras consisten en pequeños paneles trabajados con fotografía, pátinas, esmaltes y relieves. Opie y Hawkins lo presentan a partir de su estrecho vínculo personal con el artista, pero también como un referente estético de una época donde la lucha entre el SIDA y el organismo se llevaba a cabo sin misericordia. Greene sostenía que la fotografía era un lugar de encuentro y relación importante dentro de las relaciones homosexuales, tanto de manera recreativa como emocional. Un texto informa al visitante el contexto y la historia de Greene. Entre el formato de los curadores que Comer ha invitado (Opie/Hawkins) y el grupo de pinturas que estos han elegido se produce un abismo infranqueable: sus nombres resuenan con mayor energía que el de Greene en el ambiente de la Bienal. Pareciera ser que en el sobrecargado espacio diseñado por Comer todo está permitido. Incluso las desproporciones que el mismo mercado del arte y los críticos han validado a lo largo de la historia del arte.
Uno de los momentos más excesivos de la Bienal (y hay muchos) se produce, justamente, dentro de uno de los espacios del piso de Comer: las obras de Keith Mayerson y Lisa Ann Auerbach comparten un estrecho espacio donde el público se encuentra con dos muros repletos de pinturas al óleo, por un lado, y una obra compuesta por tres maniquíes vestidos con diseños de lana, una gran bandera tejida y una revista gigante, por el otro. Keith Mayerson presenta un montaje compuesto por decenas de pinturas llenando un acotado espacio. Por más de 20 años, ha trabajado a partir de decenas de fotografías conocidas (James Dean desnudo sobre un árbol o un águila llevándose un bebé) y otras autobiográficas como modelo para la creación de unas coloridas pinturas al óleo. Su estilo es próximo al acercamiento del pintor que realiza retratos en un centro turístico, pero con una técnica altamente depurada y un ojo muy personal. En su propuesta el valor de la pintura funciona por acumulación y el mensaje se genera por transferencia. Su acto político ha sido construir una historia pública desde las imágenes de su propia experiencia.
Por otro lado, la inmensa revista que Lisa Ann Auerbach ha impreso para la Bienal ha sido ubicada justo en frente de la instalación de Mayerson. Este gran volumen da cuenta del trabajo que Auerbach ha venido desarrollando en el mundo del activismo político (Auerbach ha trabajado con varios grupos pro-choice) y de los diferentes soportes que investiga como vehículos de sus ideas. Inmediatamente, a un costado de la gran edición, tres maniquíes visten tenidas tejidas que nos evocan texturas andinas, cherokee o incluso esquimales. En una mirada más analítica vemos que las tramas y los diseños van contando una historia, la historia de la artista, su viaje, su miedo, sus encuentros. Finalmente, una gran pieza tejida repleta de mensajes, tareas por hacer, recordatorios, cierran la obra de la artista y de una extraña manera le da un corolario a la experiencia visual que Mayerson exhibe.
Michelle Grabner
El último tramo de la Bienal ha sido encomendado a Michelle Grabner, quien ha ocupado el cuarto piso del edificio con una presentación mucho más “ordenada” y orientada al formato clásico de las exhibiciones de arte. En su texto de introducción escribe: “…los contornos (de la curaduría) pueden ser trazados alrededor de tres prioridades entrecruzadas: pintura abstracta contemporánea realizada por mujeres, la materialidad y la teoría de los afectos y el arte como estrategia…”. Lo que Grabner busca finalmente es poner al público en contacto con prácticas conceptuales orientadas hacia la crítica. Aunque la naturaleza de las obras incluidas no llega a momentos de hermetismo infranqueable, es posible que el público que visita esta sección de la Bienal deba articular una amplia gama de estrategias analíticas y permitir a su propia subjetividad guiarlo mientras recorre las amplias salas.
La gran cortina de cuentas que Joel Otterson ha colgado desde el alto techo de la sala principal se completa con su super-folk carpa hecha de trozos de telas vintage (y puesta sobre una plataforma de madera). Al interior hay una clásica manta de patchwork y, desde la misma altura de la cortina, penden dos lámparas de color hechas con vasos de cristal coloreado. El espectador puede percatarse de inmediato que tanto la materialidad como el diseño evocan pretéritas épocas donde la juventud comentaba el primer disco de Van Halen, la impresionante talla extra pequeña de Karen Carpenter y hacía el amor en la parte trasera de la camioneta en algún mirador. La manualidad premeditada que el arte de Otterson ofrece no sólo busca una cierta desestabilización de los patrones impuestos por las escuelas minimalistas y conceptuales de los años 70, y que hasta el día de hoy son tema de conversación en algunos círculos culturales, sino también revestir la nostalgia por las formas del pasado con un fuerte componente erótico. Otterson es un escultor veterano en la escena estadounidense y precisamente su cuerpo de obra consiste en la elaboración de piezas donde la búsqueda de la belleza en la cultura doméstica de los años setenta se entrecruza con varios códigos de la liberación sexual que no llegó a término a causa del Sida y la moral de Reagan: juegos de sillón con cojines extra mullidos, mesas de juego para dos, camas disco, platos de porcelana de Motörhead, alfombras de Led Zeppelin o figuritas de marineros hechas porcelana componen la máquina del tiempo de Otterson. La aparente inocencia de la instalación también tiene su quiebre: al final de las largas y multicolores tiras de piedras de color, Otterson ha añadido oxidadas puntas de herramientas para trabajar la tierra o la madera. Herramientas asociadas al uso masculino y a una imagen mental bien definida que palidecen contra la sofocante y perfecta labor del resto de las piezas. Otterson, en su delirio retro, está consciente de que lo que nos queda en el hoy son solo los rastros del pasado. Su obra se pasea entre la potencialidad kitsch de la cultura doméstica y la necesidad de mitificación objetual del camp.
Instalada en la cercanía, la obra de otro artista explora un territorio vecino al de Otterson, pero sin llegar a fechar sus referentes o revestirlos de tantos efectos sicodélicos. David Robbins ha producido un escritorio de madera hecho de troncos, cubierta de bronce y un árbol hecho de signos apuntando a diferentes direcciones (que recuerda de inmediato a la pieza presentada por Jimmie Durham), instalado sobre la cubierta. En una tradición muy propia de la cultura estadounidense, Robbins ha entrado en la naturaleza en busca del salvaje dentro de él y ha descubierto la belleza y la fuerza de los árboles, los caminos y la vegetación… En el único texto escrito sobre este “árbol” se puede leer “The Renewable Wilderness Is Within”, apuntando a la idea de que la preservación y el encuentro de esta naturaleza es una posibilidad abierta siempre posible desde la auto inspección. Acompañando a este escritorio para usar a campo abierto, un mueble conteniendo su libro, Concrete Comedy: An Alternative History of Twentieth-Century Comedy, ha sido instalado. En el libro, Robbins plantea la historia de aquellos que construyen su propio relato por medio de gestos, movimientos, acciones u objetos. Un tercer elemento presente en la instalación es una pantalla mostrando una serie de comerciales que Robbins ha filmado y exhibido por canales de televisión por cable, publicitando exposiciones de arte contemporáneo, lugares de exhibición reales, algo recónditos y lejos de los centros de actividad pero aún listos para ser colonizados, y también sus propios pensamientos con respecto a una obra con varios caminos a seguir.
En el mismo espacio donde las obras de Otterson y de Robbins están emplazadas, Grabner ha instalado una artillería de ejemplos de “pintura abstracta contemporánea realizada por mujeres”. La selección se despliega a través de formatos grandes y conjuntos de dos o tres piezas como máximo. Los resultados finales se instalan con distintos niveles de éxito: primeramente lo que le público ve son pinturas no figurativas de gran formato instaladas a lo largo de una gran sala. En medio de un encuentro tan repleto de discursos, resulta llamativa la gran cantidad de lienzos colgados alrededor de la gran sala que ha sido asignada a Grabner. Cuando se leen el nombre del autor y la técnica, llegamos a la conclusión de que no es tan importante, ni determinante la categorización realizada por la curadora. Es cierto que dentro del contexto de la historia de la pintura la abstracción posee una fuerte aura masculina debido a una supuesta intensidad y energía, pero también es cierto que esta distinción es un tema superado.
Los dos lienzos creados por Dona Nelson y anclados a la pared en forma diagonal, no funcionan precisamente como una declaración de principios o una exploración estilística en busca de una instancia crítica: la artista ha puesto centenares de capas de pintura y finalmente ha dado, sobre cada lienzo, unas puntadas de lana. Lo caótico de su abstracción y lo calculado de la costura se podrían homologar completamente con los ejercicios que tienen lugar, hoy en día, en una escuela de arte, más aún, cuando a su lado brillan las dos formidables pinturas por Jacqueline Humphries, que también son presentadas como un ejemplo de abstracción contemporánea. Si en Nelson encontramos una abstracción premeditada y poco imaginativa, en Humphries podemos encontrar una propuesta estética a partir de la experiencia de la abstracción. Humphries trabaja con una serie de pigmentos y colores “artificiales” (pinturas plateada, fluorescente y vinílicas). La base plateada, que la artista aplica a sus lienzos, sirve de espejo espacio-temporal a las capas y trazos que van cubriendo la superficie. La pintura abstracta apela a la experiencia directa por parte del público con la obra, además de plantear una actitud en contra de la tradición. En la obra de Humphries, este público está invitado a configurar, mentalmente, las distintas profundidades y formas que se proponen.
En un registro mucho más material y con una atención al color, Sheila Hicks ha creado una impresionante cascada de fibras que cae -de la misma forma que la cortina de Otterson- del techo al suelo. Lanas naturales, teñidas, crean un espeso follaje que el espectador puede recorrer como una escultura monumental o apreciar desde un punto determinado como una forma bidimensional monstruosa que va cambiando de color según movimiento y punto de vista. El tamaño y la soltura de la instalación permiten la atención a elementos arquitectónicos del edificio mismo. Su obra podría funcionar perfectamente en el proyecto que, pisos más abajo, ha comenzado Elms.
En la presentación de Grabner también se incluyen artistas que han fallecido. Gretchen Bender fue una artista que durante los 80 apareció junto a la generación de apropiacionistas integrada por Cindy Sherman, David Salle o Jenny Holzer. Materialmente la artista ocupaba una amplia variedad de soportes vinculados a la gráfica; su plataforma conceptual se organizaba en torno a la manipulación de imágenes fotográficas, películas, televisión y publicidad. Después de su muerte su obra ha estado dispersa y almacenada en diferentes lugares. Desde hace dos años el artista Philip Vanderhyden ha reconstruido y exhibido algunos trabajos de Bender. La obra incluida en la Bienal se llama People in Pain (1988) y posee todas las atribuciones estéticas del arte de nuestros días: mezcla humor negro, materiales industriales, textos de neón y un formato monumental. Gran cantidad de vinilo backlit ha sido arrugado dramáticamente a lo ancho de un muro de unos 12 metros; sobre esta superficie, decenas de textos de neón celeste, con nombres de películas de cierta temática, brillan. El acto conceptual de la artista ha sido gesticular los títulos, su significado cultural y su narrativa sin extrañarlos de su contexto original, pero adhiriéndole una fuerte carga evocativa a cada uno de ellos. El resultado es una obra que con el tiempo ha progresado y se ha enriquecido. Los neones, por ejemplo, recuerdan a la cultura de los videos clubes y su presencia en la vida de fines de los 80, o incluso a la naturaleza ideológica de la producción de películas para la familia y de acción que proliferaron durante la misma década.
Ken Lum presenta una obra llamada Midway Shopping Plaza. Esta obra consiste en un grupo de letreros de acrílico de diferentes colores anunciando restaurantes, salones de belleza, o algún servicio similar, ordenados en la misma lógica de los que encontramos en los centros comerciales. Los textos están en inglés y vietnamita. Midway Shopping Plaza es un mall vietnamita que el artista ha inventado. Cada tienda de este mall tiene un nombre asociado a alguna figura o evento relacionado con la guerra de Vietnam. Por ejemplo, «Phan Thi Kim Phuc Pharmacy” es una referencia a la niñita que corre gritando quemada luego de un ataque de napalm (esta imagen fue capturada por un fotógrafo de la AP). A la artificialidad de la vida actual y a la drástica reducción de la vida humana a espacios contenidos se amalgama una cruel reflexión en torno al cómo las expresiones de identidad cultural se ven determinadas por códigos económicos, sociales y políticos. Ciertamente las desigualdades culturales no terminan con tratados o con comerciales multirraciales. Lum, en un lenguaje visual reconocible, deja de manifiesto el proceso: en orden a existir, aceptamos que nuestra historia y nuestro rostro como cultura se diluya en las necesidades de la cultura dominante.
La Bienal Whitney ha estado determinada por el secreto anhelo de reconstrucción de la historia del arte contemporáneo generada desde Estados Unidos. Una tarea con estas características se puede leer de varias formas, dependiendo del nivel de tolerancia o simpatía hacia el arte ahí producido: por un lado, se puede leer como un intento localista de reacomodación ventajosa dentro de la historia del arte; por otro, como intento de ablandamiento del mercado ante una oferta de obra de naturaleza más urgente y una carga discursiva más corrosiva que el clásico arte político o también como un verdadero intento de reparar serias negligencias del pasado (considerando la gran cantidad de presentaciones póstumas que participan).
El trabajo de Elms, Comer y Grabner ha sido titánico. Reunir 103 artistas a dialogar en los amplios pero aún comprimidos espacios de una sala de museo bajo un exigente programa curatorial puede ser el comienzo de una nueva era de proyectos expositivos en la que las temáticas de exhibición se abrirán a despliegues donde política y activismo se mezclarán con espiritualidad y naturaleza, o donde género y sexualidad podrán establecer líneas comunicativas serias con la educación y la economía.
Si algún principio o moraleja deja esta Bienal, podría ser la importancia en la claridad de las intenciones a la hora de diseñar un programa de esta magnitud al interior de una institución. Vivimos en medio de un proceso social y político en donde el espacio del arte se ha convertido en un escenario en donde participan tres grupos de personajes que luchan por el papel principal: los curadores (como profetas y mediadores entre la novedad y las necesidades del mundo contemporáneo), las ferias de arte (donde los galeristas luchan por dar la mejor oferta) y los artistas (hiper-informados y conscientes de los factores externos que pueden determinar su obra). El curador se encuentra en el dilema ético de responder a todas las inquietudes estéticas y conceptuales y de favorecer, o ser amable, ante las necesidades del mercado. Mientras la Bienal se desarrolla, la Galería Malborough de Chelsea exhibe el catálogo que el Whitney ha editado con motivo de la bienal para vender la obra del artista Michel Auder (participante en la selección de este año). Otras galerías también lo hacen y aprovechan de revitalizar acuarelas u obras de pequeño formato de artistas que también han sido incluidos. Los artistas, por su lado, aparecen en revistas de variada índole hablando de su obra en la Bienal o de sus diez discos favoritos del 2013.
Al marco teórico, al diseño de exhibición y al contenido de las obras en exposición, el espectador de hoy debe considerar (¿y tolerar?) un obsceno mecanismo que siempre acaba gatillando la eterna pregunta por las condiciones de nuestra realidad occidental, no sólo por el sentido de un encuentro artístico del formato de una Bienal como la del Whitney o de alguna exposición con arte de “hoy”, sino por el cómo los caprichos de la moda y el manejo de los mecanismos de autopromoción siempre terminan diciendo la última palabra.
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