MEDIDAS VARIABLES: 840 KILÓMETROS Y 10 METROS CÚBICOS
Los artistas chilenos Laura Galaz, Ignacio Kaempfe, Pilar Mackenna, Valentina Matzner, Ignacio Muñoz, Valentina Ovalle, Luisa Prieto, Magdalena Rojas, Francisca Torres y el dúo ZHAKE+DOJO idean, gestan e integran la exposición Medidas Variables, que se presenta en el Museo de Arte Contemporáneo de Valdivia-UACh en septiembre de 2012.
Algunos de los expositores han compartido o comparten actualmente taller; la mayoría es cercana generacionalmente y está ligada por su formación artística (tutorías en BLOC, Santiago). A la par, el grupo presenta una innegable heterogeneidad entre sus propuestas. Podemos encontrar desde pintura de caballete a video, desde vaciado en porcelana a intervención arquitectónica, desde artefactos cinéticos a plegados de papeles, a la vez que evocaciones a la casa, elucubraciones geométricas u ornamentales, ensoñaciones ominosas o un fuerte interés en el proceso de realizar una obra. Sin duda, se trata de un abanico amplio, resultando difícil identificar complicidades (más allá de las descritas) y sumamente forzoso plantear un eje artístico común. La salvedad está en la presente exposición, en lo que los artistas se auto-impusieron hacer.
Medidas Variables es una apuesta colectiva con un pie forzado común: las obras individuales viajan de Santiago hasta Valdivia, cada una en una caja de madera de un metro cúbico, la cual es exhibida, aunque sea parcialmente. De cierta manera, dichas cajas son introducidas en otra más grande: el museo.
Contenedores
Los artistas de Medidas Variables se plantearon, en primer lugar y como en todo proyecto de exhibición que requiere ser enviado, el problema sobre cómo trasladar sus obras. Aparentemente, diez cajas de un metro cúbico no son el ejemplo perfecto de portabilidad. Sin embargo, se trata de bins de madera, unos contenedores cuya tipología se viene utilizando para el transporte de frutas y vinos. Que las cajas contengan obras de arte, sin duda, complica las cosas, conlleva la permanente condición de «frágil», etiqueta que no solo ostentarían en su cubierta; sería la advertencia general y principal en el envío.
Lo portátil no está definido principalmente por la falta de peso y tamaño, aunque lo faciliten. Un container de metal -que por montones llegan a Valdivia, Valparaíso o Iquique- supera los dos metros de alto y ancho como los cinco de largo; solo puede levantarse con grúas, a pesar de estar concebido para apilarse en barcos y bodegas, así como para moverse por tierra sobre camiones. La situación de un bin es similar en cuanto a estar adecuado para el almacenaje y carga, con la ventaja de ser bastante más pequeño y liviano. Por su parte, el hecho de que el container coincida con el ancho de camiones, disponga de ranuras según las horquillas de una grúa y presente una resistencia material apta para el peor de los ajetreos, ayuda a superar una resistencia inicial al viaje.
Dado lo anterior, puede sostenerse que el rasgo principal de lo portátil es algo tan general como la función, la función de ser portátil. En ello el diseño (cómo facturar un objeto a nivel de materiales, forma y otros) ofrece una clara orientación. Y es justamente lo que el grupo de artistas en el MAC de Valdivia pone en juego, llevándolo a una esfera artística, o sea, alterando la fórmula: desfuncionalizando momentáneamente un objeto, cambiando su utilidad preestablecida por el diseño industrial mediante nuevas formas, inútiles o solo útiles para mostrarse.
Las cajas de los artistas son de pino y, además del traslado (en camión), se adaptan a la exhibición en el museo con las respectivas obras, aunque de manera variable según cada expositor. Ellos se propusieron convertir un contendor en parte constitutiva de sus respectivas propuestas, haciendo indistinguible, en algunos casos, la diferencia entre embalaje y obra. De modo que las cajas están preparadas para un viaje que tiene tres importantes estaciones: almacenado de la obra, traslado y muestra.
Cultura shandy
Cuando ocurría la llamada Conquista de América, la profusión de objetos de arte por estos lados -lo sabemos- era descomunal. Adaptados a cajas y barcos, muchos de ellos se diseñaban y separaban en fragmentos que luego, en el destino, se ensamblaban. Así, esculturas policromadas de madera viajaban por separado y aquí eran unidas manos, cabezas y torsos. Podría incluso decirse que este momento marca el inicio del arte en el Nuevo Continente, al menos respecto de cómo se viene concibiendo lo artístico en Europa. Como sea, no sería el único antecedente que ronda a Medidas Variables.
El Arca de la Alianza, los retablos medievales, los relicarios, los fanales barrocos, el baúl del tesoro, la maleta-caballete portátil (la idea de taller móvil de los impresionistas), la caja-maleta de Marcel Duchamp, la ficción de museo (Musée d’Art Moderne, Departement des Aigles) de Marcel Broodthaers, el mail art, las pinturas aeropostales del chileno Eugenio Dittborn, la foto digital, son todos precedentes para esta exposición, contenedores históricos de imágenes e imágenes por sí mismas. A través de ellos, han viajado, se han conservado, coleccionado y exhibido piezas de valor; en algunos casos, el mismo envase ha superado en importancia a su contenido.
La idea de hacer visible el medio de transporte tiene que ver con volver sensible un problema fundamental del arte pero también de la cultura, es decir, el traslado no solo en el espacio sino en el tiempo, la transmisión temporal. El cuadro, emblema del arte portátil, ha mostrado paradójica y constantemente una inclinación por lo estático, desde el congelamiento del movimiento hasta la conservación material de la obra. Los retablos portátiles, los relicarios, solían presentar materiales y diseños que protegían el centro: una figura sacra, un hueso de un santo. En efecto, un retablo puede replegarse como un boxeador en postura de defensa; el relicario, envestido de metales perdurables, desafía a la muerte que se llevó, incluso, al bendito del que ostenta un trozo.
Un planteamiento general tras Medidas Variables ha sido recrear el hecho práctico, irrenunciable, que constituye la dependencia de todo conocimiento respecto a los soportes físicos que hacen posible su emisión y transmisión. Así como no hay viaje sin destino, no hay teoría sin escritura, arte sin obra, fondo sin forma. Finalmente, pintura y marco, escultura y pedestal, obra y espacio, imagen y formato, constituyen una historia conjunta, indiferenciada, del arte. Es lo que, por ejemplo, el artista estadounidense Frank Stella proponía con fuerza a fines de la década de 1950 con pinceladas concéntricas determinadas por el límite de la tela, pero también en la década de 1980, al invertir la acción: las formas internas decidían el borde de la obra.
Condicionar el continente por el contenido o a la inversa, es algo bastante más decisivo que un «juego formal»; habla de la filosofía de una obra, de su relación con el mundo (de adentro hacia fuera o de afuera hacia adentro), del péndulo histórico por una opción u otra. El límite se hace ineludible a pesar del supuesto escapismo de un arte portátil. En Historia abreviada de la literatura portátil (1985), una mezcla de crónica, novela y ensayo, Enrique Vila-Matas relata las andanzas de la sociedad secreta shandy o sociedad de los portátiles, conformada por Marcel Duchamp, Walter Benjamin, Federico García Lorca, Georgia O’Keefe, entre otros. Fanáticos del viaje, de la ligereza, de la ausencia de responsabilidades, eran unas «máquinas solteras» (expresión duchampiana), existencial y convencidamente sin rumbo, cultoras de un arte radicalmente ambulante. Esta imponente e insólita cofradía desafiaba y evadía constantemente a la muerte pero, al mismo tiempo, mostraba tendencias suicidas entre varios integrantes.
En el otro frente, el monumento, el memorial y la tumba, muchas veces hundiéndose en la tierra, han venido con fuerza señalando a la muerte como el más infranqueable de los límites. Son parientes cercanos del mausoleo y éste, a su vez, del museo; en definitiva, todos se ligan a prácticas funerarias. En Chile, resulta vívida esta relación mientras tantos museos, con el patrimonio que custodian, se mantienen en estado de ruina o, a lo menos, de descuido administrativo. ¿Hasta cuándo preguntaremos quién protege a esta institución protectora? La finalidad de preservación de un envoltorio hace viva la relación (de resistencia) con la muerte. Por ejemplo, el uso del fieltro en las performances de Joseph Beuys es una imagen intensa, para qué decir el Sudario de Turín, un manto sometido al mayor de los cuidados. Pero hay envoltorios tanto muebles como inmuebles y la presente exhibición pone en tensión ambos tipos, como entidades similares de distinto arraigo, como formas concéntricas pero desiguales.
El museo, la colección
El museo, para el caso de Medidas Variables, aparece claramente como una envoltura, como un contenedor cuyos márgenes formales, institucionales e ideológicos entran a ser un vehículo. Un vehículo no sólo para el arte, no sólo para la exposición y las obras que temporalmente están allí, sino para los visitantes. Turistas y locales (la similitud entre un aeropuerto y un museo no se limita hoy a las ambiciones arquitectónicas puestas en ellos) recorren los pasillos tras algo que desconocen (hasta el espectador más indiferente modifica algo de su historia en un museo): un portal para algún tipo de revelación o simplemente para matar el tiempo.
La exposición muestra, de algún modo, un conjunto de muñecas rusas, donde el museo, suerte de figura madre, determina y discrimina con clara autoridad. Está, por lo mismo, el negativo vibrante de toda exposición: las obras que quedan fuera, los artistas excluidos en la programación. Por su parte, es probable que, histórica y geográficamente, existan más obras adaptadas a construcciones arquitectónicas que casos de éstas moldeadas a trabajos de arte. Otra vez aparece el cuadro como ejemplo, cuya genética es la de adaptarse a la medida de puertas, muros e interiores. Pero el museo paralelamente cobija. Hemos dicho que habilita el lugar en donde se produce el momento de la «transferencia estética» y si bien los márgenes institucionales delimitan un campo ideológico del que el arte no se lograría liberar, Medidas Variables parte de la base de que sí podría reflexionarse sobre ello, pues la existencia de una obra de arte no se da fuera del espacio de su presentación o del contexto en el cual es recibida. No cabe duda.
Una cuestión importante en relación a la función cultural de un museo es que si bien éste constituiría una primera envoltura ideológica, el principio por el cual se ordena la exposición, vale decir, el elemento común que permite el traslado de cada una de las obras, las sitúa en un orden que simularía pertenecer a una colección. Una colección que en realidad no existe pero que es posible imaginar o interpretar.
Tal fantasía de una colección ambulante se emparenta con cierta práctica artística del siglo XX, que puede rastrearse desde la mencionada Boite-en-Valise (de ou par Marcel Duchamp ou Rose Sélavy) (1935-1941) de Marcel Duchamp, hasta The Great Wall of 1984 (1973) de Glenn Lewis. Este último trabajo consistió en la elaboración de 365 cajas de acrílico transparente, de 9’’x 10’’x 8’’, y que 365 artistas fueron invitados a emplear u ocupar. El aspecto más inquietante de la obra tenía que ver con cómo se trataba su temporalidad. Las cajas estaban numeradas desde 1620 hasta 1984, lo cual, con respecto al año de su realización, hacía alusión al pasado, al presente y al futuro para señalar críticamente una de las funciones operativas y programáticas esenciales del museo en cuanto institución política y cultural moderna: la administración, clasificación y certificación de los objetos (producciones culturales) según el tiempo de su proveniencia.
Lo que Lewis expone, consecuentemente, es que el museo tendría, por un lado, una función práctica en cuanto medio de conservación y transmisión de los testimonios materiales de una cultura y, por otro, la función ideológica como estamento institucional de legitimar por medio de esos objetos un discurso sobre aquello que se considera estimable culturalmente, por ejemplo, qué es arte y qué no. En su conjunto, el museo sirve, claro está, para construir una memoria histórica que funciona como aglutinante y en la cual se identifica una comunidad de personas que al mismo tiempo se escenifica representativamente.
A su vez, los conceptos problemáticos a través de los que operan las instituciones museales, o sea, los de selección, colección y presentación son los que, en parte importante, establecen el esquema general de trabajo del grupo que expone en esta muestra. Así, el conjunto de obras, dada la estrategia que lo liga, se vuelve crítico también en el momento del planeamiento de su distribución en el espacio del museo, pues el orden posible constituiría un sistema de relaciones y jerarquías entre los objetos que configurarían el conjunto y su sentido como tal.
Tal sería el momento de negociación espacial y semántico que extrae a cada artista de su función de mero productor de objetos para asumir un rol más parecido al del comisario, coleccionista o, incluso, el de conservador. Pero en Medidas Variables lo que se exhibe no son reliquias ni piezas arqueológicas ni objetos antiguos, sino arte contemporáneo. Esto provocaría dos interrogantes: una, sobre el estatuto mismo del arte en la cultura actual, en la propia que conforman los artistas; la otra, sobre los presupuestos estéticos de hoy en un espacio, un museo de arte contemporáneo, que no es otro que uno administrado según la primera pregunta (al menos tácitamente). El espectador podrá estimar cuánto se cumple al respecto o cómo se cumple. Los expositores han hecho lo que estiman necesario y, quizá, el esfuerzo no concluya solo en una exhibición, sino en un destino que aún no sabemos, pero cuya instancia sería (eso es lo que se espera) la memoria de los lugares (museos, salas de exhibición, galerías) donde Medidas Variables sea expuesta, acogida, vista y, finalmente, codificada.
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