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ARAGON PARK. LA PARADOJA DEL ABANDONO

Aragon Park es un sueño distópico, un soplo de aire fresco y de optimismo en medio del bochorno. Es un gesto de resistencia, de amor al arte, de la propia necesidad del arte: de hacerlo, vivirlo, absorberlo y digerirlo. En una configuración democrática, horizontal y, por lo tanto, heterogénea, veinticuatro artistas muy distintos se reúnen en un edificio abandonado, en las ruinas de algo que no llegó a erigirse. Es la mezcla entre un proyecto de algo que no llegó a ser y todo en lo que se ha convertido a raíz de este abandono.

El abandono genera esta duplicidad: el proyecto inicial se desmorona, pero se alzan las posibilidades impensadas, los senderos inusitados que se bifurcan en el espacio y el tiempo. Es un gesto de dejar hacia atrás el futuro imaginado, renunciar (o tener que renunciar) a los planes trazados; pero el abandono también puede ser el abandonarse: abandonarse a ese nuevo horizonte desconocido y abrazar las vicisitudes de lo inesperado. Ese doble abandono edifica lo que es hoy Aragon Park, y los artistas se adentran en ese espacio laberíntico respetando su historia, sus misterios, su tiempo propio y peculiar. Sus enormes dimensiones son imponentes, y los artistas se encuentran con el reto de un equilibrio delicado entre adaptarse al espacio y no ser engullidos por este.

Con un espíritu asombroso típico del imaginario de edificios abandonados, Aragon Park tiene vida propia. Mientras trabajan en sus obras, los artistas interactúan con los otros huéspedes del edificio: grupos de grafiteros, niños que van ahí a jugar y a explorar los misterios del lugar, adolescentes que toman fotos y hacen raves, mujeres que van con sus sillas de playa a tomar sol en la azotea… Hay una curiosidad recíproca entre ellos, un interés mutuo por ese espacio que es de todos y de nadie, y que cada uno habita de manera particular.

La convivencia entre ellos acentúa la atmósfera de espacio público y comunitario (ya presente en el “parque”) y los artistas se convierten en unos habitantes más de esta área común intervenida por todos. No intentan imponerse a su espacio, sino aprovecharlo, como sus demás visitantes; pero en el proceso de entenderlo y formar parte de él -aunque de forma efímera-, sí lo transforman.

Almudena Lobera, Idle Screens, 2020, ventanas encontradas. Foto: Mismo Visitante
Erik Harley, La caída de AISA. El ladrillo nunca baja, 2020, investigación / instalación de tres plantas (tela, red, ladrillos, madera, pintura en spray). Foto: Mismo Visitante
Alfredo Rodríguez, Dark Yoga, 2020, impresión láser sobre papel y aluminio, 210 x 60 x 100 cm. Foto: Mismo Visitante
ACCA (André Covas & Carmo Azeredo), Ozymandias, 2020, instalación site-specific y pieza sonora. Foto: Mismo Visitante

Aragon Park sería un edificio de oficinas según sus planes iniciales, pero la crisis del 2008 lo dejó inacabado, y desde entonces se ha ido transformando en algo nuevo. Almudena Lobera invoca el fantasma de la oficina en su intervención: con los marcos de las ventanas jamás terminadas y la malla azul de protección tan característica de construcciones, levanta estructuras en el suelo aludiendo simultáneamente a las separaciones típicas entre mesas en esos espacios de trabajo y a la idea de la ventana en la pintura. El trampantojo de sus ventanas desplazadas construye la memoria de lo que hubiera sido el lugar, ratificando la imagen como algo más allá de lo tangible, asumiendo el carácter de esqueleto de una realidad imaginada.

Esa realidad posible que no llegó a existir parece ser un tema común entre muchos de los artistas en esta exposición; sus obras señalan esa vida que les precede, que les sucede, que sería posible en una realidad simultánea alternativa, en la vida propia del espacio y de la imaginación, que pasa de individual a colectiva con un solo gesto.

En ese y en muchos otros sentidos, Aragon Park es un eco de nuestra realidad actual. Los artistas que participan han tenido sus exposiciones, viajes, becas, residencias y demás proyectos cancelados, muchos de ellos no estarían en Madrid si el presente reflejase los planes que habían trazado, la realidad imaginada antes de la pandemia. Su presente es un momento forzado de pausa, con un futuro incierto.

El hecho de que ese edificio se haya abandonado en la crisis del 2008 constituye la ironía perfecta para ser la base de una mímesis de 2020, lo que es claramente aludido en la obra de Erik Harley, La caída de AISA. El ladrillo nunca baja, y en la ironía contenida entre su título y el gesto de tirar ladrillos en una red de protección de un edificio que se abandonó justamente debido a la burbuja inmobiliaria, a la fe en el ladrillo.

Marlon de Azambuja, Magma, 2002/2020, velas procedentes de intercambios quemadas en el espacio. Foto: Mismo Visitante
Marlon de Azambuja, Magma, 2002/2020, velas procedentes de intercambios quemadas en el espacio. Foto: Mismo Visitante
Dandara Catete, Boceto para llegar al cielo, 2020, cuerda, 800 cm. Foto: Mismo Visitante
Jimena Kato, “OOO” Boca/Portal, 2020, tubo corrugado reforzado, 20 mm x 700 cm x 350 cm (aprox.). Foto: Mismo Visitante

Harley, junto a Marlon de Azambuja, Ángela Jiménez Durán y Rafa Munárriz, han tomado ese momento de distancias impuestas y entretiempos como un impulso para la libertad y la colaboración artísticas. Entre los cuatro iniciaron este bonito proyecto e invitaron a los demás artistas para que trabajaran sin jerarquías; tampoco sin ningún tipo de financiación, debido a los mismos motivos por los cuales tenían disponibilidad para desarrollarlo. Ahí reside quizás una de las claves del proyecto: frente a la realidad impuesta, los artistas encuentran la ocasión para ejercer su creatividad, una oportunidad en la pausa, en lugar de rendirse a la inercia del confinamiento y al abandono de sus proyectos cancelados. No se han podido permitir renunciar al arte, sino que lo han encontrado en los escombros de otra crisis. Esas circunstancias generan a la vez reglas propias, dificultades y libertades específicas: todos han buscado trabajar con elementos del propio edificio, materiales de construcción, como arena, ladrillos, marcos de ventanas, redes, tuberías, objetos encontrados, coches abandonados, o incluso han reciclado materiales de exposiciones antiguas.

En el caso de una de las obras de Azambuja (Magma), por ejemplo, fueron necesarias dos mil quinientas velas, obtenidas mediante la permuta de algunos de sus dibujos. Los materiales, por lo tanto, representan una limitación que, naturalmente, conduce a la creatividad. El espacio, por otro lado, permite libertades inusuales: las dimensiones de bienal, el hecho de que los artistas no tengan que pensar en el desmontaje de la exposición, o atenerse a limitaciones propias (no opresoras, pero sí restrictivas) de la estructura que involucra distintos agentes del arte (es tal vez semejante a la sutil libertad que existe en el pedido de Kafka a Max Brood).

Con tantas habitaciones (como las llaman los artistas) grandes disponibles, puede sorprender la elección que hacen algunos de ellos de los espacios sobre los que intervenir. Los artistas, sin embargo, parecen a veces buscar espacios que los demás no vemos, como el que ocupa el viento (Clara Sánchez Sala), o el que asciende al cielo (Dandara Catete), el hueco de la ausencia de un ascensor (Cristina Mejías), agujeros que en el suelo se transforman en una vitrina, y, desde abajo, en una claraboya, una fuente de luz para el color (Marlon de Azambuja), el espacio entre el suelo y el agua de un charco o la misma conexión entre el techo y el suelo (Ángela Jiménez Durán). Igualmente, juegan con las enormes dimensiones del edificio: Jimena Kato, por ejemplo, con una cadena hecha de tuberías de PVC, invierte la lógica del espacio y transforma la experiencia del visitante en algo liliputiense.

Y si, por un lado, la mayoría de los artistas parte de los materiales encontrados en el edificio para transformarlos en algo nuevo, otros, como Yosi Negrín y Dandara Catete, conciben a partir de otros elementos obras que podrían ser confundidas con materiales del propio lugar. Negrín, en su Fake Archeologies, con el uso que hace del acrílico construye algo que parece ser un cristal roto, como si hubiese sido en algún momento parte de algo que ya no está presente, fósiles de un recuerdo inventado; Catete, en su Boceto para llegar al cielo, imita las redes de la construcción, en un trabajo de nudos de pesca aprendido con Tunga; mimetiza el espacio y alude a las redes circenses de equilibristas, siguiendo la línea imaginada que conecta la escalera inacabada al edificio, jugando con el propio vértigo causado por las escaleras abiertas, con la idea de peligro, de caída y ascensión, a la vez que no deja de ser un boceto, es decir, una réplica inacabada de la frustración de un proyecto incompleto. Forja, así, una mención delicada al ideal platónico, aceptando la imposibilidad como parte de la obra.

K.S. Dai alcanza su propia forma de imposibilidad a través de lo invisible. Con dibujos que solo pasan a existir bajo la luz fosforescente, en un espacio claustrofóbico y oscuro -en consonancia con el imaginario del edificio y con el momento de distancias que vivimos-, él imprime en su habitación la idea del vestigio, dejando en el espacio una huella espectral.

Clara Sánchez Sala, La luz esculpe al viento en la cortina, 2020, 16 ventanas, tela y cable de acero, medidas variables. Foto: Mismo Visitante
Ángela Jiménez Durán, Anomalía temporal, 2020, arena, barro, resina, escayola, mantas térmicas, fibra de vidrio, bidones, manguera. Medidas variables. Foto: Mismo Visitante
Ángela Jiménez Durán, Anomalía temporal, 2020, arena, barro, resina, escayola, mantas térmicas, fibra de vidrio, bidones, manguera. Medidas variables. Foto: Mismo Visitante

Aragon Park, en efecto, parece tener rastros no solo de todos sus visitantes, sino de otras exposiciones, o, como lo imagina Ángela Jiménez Durán, otras civilizaciones. La artista ve en las infiltraciones y formas de vida generadas en su habitación por el paso del tiempo como el resultado de millares de años, de civilizaciones enteras que pudieran haber llegado a existir y a extinguirse, dando paso a la libre intervención de la naturaleza. Jiménez juega con las formas ya existentes en el suelo y en el techo, pequeñas estalactitas y estalagmitas, a las que suma sus creaciones, en un paisaje postapocalíptico. Su trabajo alude a la labor arqueológica, de investigación de las pistas que da el espacio sobre todo lo que pueda haber existido ahí. Sus charcos, de manera poética, sugieren esa potencia vital que se puede encontrar en algo que surge por un principio de diferencia, una grieta, que, como explica la artista, puede albergar verdaderos tesoros geológicos. Con su especie de carcasa de robot, insinúa que nos sucedió una civilización con tecnología más avanzada, que, sin embargo, ya desapareció en el tiempo. Hay un juego constante entre lo natural y lo artificial. Su montaña hecha de fibra de vidrio evidencia la idea de que, con el tiempo, la naturaleza se impone, invadiendo los rastros de esa humanidad extinta: es una forma “natural” construida a base de un material tóxico. Su obra evoca, así, los futuros posibles en formato de pasado lejano, reforzando la sensación (común a todos en este momento) de tiempo distendido.

Elsa Paricio, igualmente, aborda el espacio como el escenario de un futuro postapocalíptico: crea, como le es habitual, su universo particular, lleno de detalles y con un fértil trasfondo. Con la directa mención en su título (y con la presencia física del libro) a la obra de ciencia ficción ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, Paricio llena el suelo con sus serpientes artificiales, y exhibe un abejorro real en una zona del edificio a la que los artistas se han habituado a referirse como “capilla”. La importancia de animales reales y artificiales en la historia de Philip K. Dick, o en su adaptación al cine, Blade Runner, es un tema que también toca la artista en su pieza. En ambos casos, sin embargo, la reflexión nos lleva a temas mucho más complejos al género, como el cuestionamiento de la existencia y de la propia realidad.

Con sus carcasas de navíos, Javier Montoro sugiere los escombros de un final marítimo. El artista, con humor y seriedad, transforma las enormes estructuras de hierro en las ruinas de un naufragio. Al cubrirlas con mosaicos de gresite, alude simultáneamente a las obras de su amigo y colega de exposición Rafa Munárriz y al camuflaje náutico bicolor típico de la Primera Guerra. Evoca, así, la presencia del propio mar en el subsuelo del edificio, provocando un hibridismo entre lo natural y lo artificial, y transportando el visitante a un espacio imaginado, exterior a la experiencia física del espacio.

Así como Montoro, Clara Sánchez Sala provoca un desplazamiento en la experiencia del visitante. Alcanza, con su sutil intervención, un efecto ostensible: el aparentemente sencillo gesto de vestir las ventanas de su habitación con cortinas coloridas genera una resonancia de luz y viento en un compás hipnótico. Entrar en su habitación, con el fuerte sonido del viento jugando con sus telas, los colores centelleando por las paredes, es entrar en una especie de trance. Las formas que, como bien indica su título, se esculpen en las cortinas producen, junto al efecto sonoro, una impresión fascinante sobre el que adentra su espacio.

Elsa Paricio, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, 2020, árbol frutal, serpientes, abejas, abejorro y colmenas, reales o artificiales. Foto: Mismo Visitante
Kato Dai KS, Untitled (vs. landscape), 2020, dibujo mural quimioluminiscente. Foto: Mismo Visitante
Esther Merinero, Palate Cleanser, 2020, telas de algodón, alambre, cerámica, aislamiento y escombros. Foto: Mismo Visitante

Al igual que Sánchez y su etérea escultura, Marlon de Azambuja no busca competir con el espacio, y logra ocupar una de las habitaciones más grandes del edificio, en un gesto ambicioso pero tranquilo de un artista experimentado. Transforma el espacio, con el que tiene una relación intuitiva, en algo que se acerca a una sala de museo, cambiando su naturaleza al limpiar completamente el suelo y apilar decenas de baldosas a modo de peanas. El artista exhibe objetos encontrados en medio de las ruinas, al penetrar los misterios del edificio. Produce, así, el desplazamiento de algo tan cotidiano como un zapato o una botella, con los que establece una relación íntima, como si conociera sus secretos, su trayectoria hacia el momento de su abandono, hasta que fueran por él rescatados del olvido. Y con ese gesto museístico les confiere otra importancia y una nueva vida. Sus esculturas terminan, así, por asumir un carácter narrativo: ¿Cómo terminó en una construcción un único zapato? Pero su Desvío hacia el rojo –en un guiño a Meireles- da un paso más allá: con los celofanes rojos en las ventanas y la pintura del mismo color sobre la faz de los objetos que se queda en la sombra, Azambuja hace más que jugar con la luz, la domina. Alcanza el encuentro de la luz y de la pintura en el color del objeto. Al lidiar con la percepción del color -que no deja de ser un juego de luz- en esos extraños objetos cuidadosamente seleccionados, hace que su intervención se vuelva una experiencia de estudio de la luz, de las formas y de lo oculto.

Los artistas abandonan en Aragon Park sus obras. No habrá finissage o desmontaje, pero sí habrá otras interacciones con sus obras: ya en la primera semana, el viento derriba por sí solo algunas de las piezas o destruye parte de ellas. Pero hay, sobre todo, la interacción con quien más frecuenta el espacio: muchas de las obras ya exhiben grafitis en sus superficies, tinte derramado sobre ellas, o simplemente ya las han roto. Su presencia en el espacio parece estimular nuevas intervenciones, incluso cuando al impulso de construcción le acompaña su doble, el de destrucción. Los artistas, no obstante, incorporan la destrucción como parte de sus creaciones, transformando sus intervenciones, por lo tanto, en algo indestructible, ya que su propia aniquilación forma parte de un proyecto que desde el principio acepta la ruina y la ausencia como elementos intrínsecos a su concepción. Visitantes efímeros de la historia de un lugar, los artistas aceptan el pacto con el edificio en ruinas, y ofrecen sus obras a las acciones de los demás, al viento y al tiempo.

Aragon Park. Edificio abandonado desde 2008. Coslada, Madrid. Foto: Mismo Visitante

ARAGON PARK

Alfredo Rodríguez, Almudena Lobera, ACCA (André Covas and Carmo Azeredo), Ángela Jiménez Durán, Christian Lagata, Clara Sánchez Sala, Cristina Mejías, Cristina Spinelli, K.S. Dai, Dandara Catete, Elena Blesa, Elsa Paricio, Erik Harley, Esther Merinero, Javier Montoro, Jimena Kato Murakami, Keke Vilabelda, Mar Reykjavik, Marlon de Azambuja, Miguel Angel Tornero, Rafa Munárriz, Tamara Arroyo, Valeria Maculan, Yosi Negrin.

Edificio Aragon Park, Coslada, Madrid

Cláudia Malheiros Munhoz

Brasil, 1988. Escritora brasileña naturalizada española tras vivir diez años en Madrid. Empezó el grado en Estudios Literarios a los diecisiete años en la Universidad Estadual de Campinas (UNICAMP) y realizó sus estudios de Máster y Doctorado por la Universidad Complutense de Madrid, donde actualmente imparte clases como miembro colaborador honorífico. Es integrante del grupo de investigación sobre mitología en obras contemporáneas “ACIS. Grupo de Investigación en Mitocrítica” desde 2011 y del grupo GIVA sobre literaturas africanas, desde 2020. En sus investigaciones aborda temas como las escrituras del Yo, la influencia de la Biblia en el Teatro del Absurdo y la relación entre Arte, Cine y Literatura. Ha participado en diversos proyectos en los tres ámbitos, como exposiciones de arte y festivales de cine, además de colaborar en algunas obras.

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