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LA REVOLUCIÓN DE LOS CELULARES, O LA APROPIACIÓN COMO IMAGINARIO ACTUAL

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Si bien no es exclusivo al ámbito de la cultura visual, quienes investigamos y enseñamos sobre la contemporaneidad de las imágenes bien sabemos que, para entender el presente, muchas veces necesitamos ir al pasado para darle un sentido o, asimismo, requerimos tomar distancia y mirar otras disciplinas para otorgarles su verdadero contexto.

Ante los sucesos actuales que están ocurriendo en Chile, que trajo para muchos –sobre todo los más viejos- recuerdos de un pasado doloroso de la historia del país, decidí entonces hacer el ejercicio de mirar el pasado. Volví a ver La batalla de Chile (1973), extenso documental de Patricio Guzmán que narra los últimos meses del gobierno de Allende hasta el Golpe de Estado. Desde una perspectiva estrictamente visual y simbólica, un elemento llamó particularmente mi atención: la recurrencia en el imaginario de la época del uso de cascos de seguridad –de militares también, pero esa es otra historia-.

En los archivos audiovisuales de la película se repite constantemente la imagen de dirigentes sindicalistas y partidarios de la Unidad Popular portándolos, tanto para marchar por las calles, como para dar discursos y conferencias en recintos cerrados. En estricto rigor, ponerse un casco de seguridad para participar de un debate o hablar en la televisión parece en términos utilitarios algo ridículo, pero bien sabemos que no estaban ahí para proteger sus cabezas sino para reivindicar simbólica y comunicacionalmente una identidad obrera.

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Tratando de buscar una equivalencia iconográfica en las reivindicaciones sociales actuales, ciertamente el ocupar un casco de obrero en la época de la economía terciaria y de la paulatina muerte de la era industrial ya no tenía sentido alguno como símbolo de masas, sobre todo en el marco de manifestaciones ciudadanas y estudiantiles que se han caracterizado por no tener líderes, ni representación de partidos políticos –aunque no han faltado los oportunistas de siempre que tratan de aprovecharse y subirse a la causa común-.

Los franceses recientemente ocuparon la figura de los “chalecos amarillos” para representar al ciudadano común y corriente, anónimo, llevando una prenda que paradójicamente permite ser visto en la oscuridad. A nivel nacional, también se utilizó pero para otra cosa: como siempre ha sucedido con los sincretismo latinoamericanos, fue el vestuario escogido entre los vecinos de los barrios más populares para reconocerse entre ellos y ante la autoridad policiaca, y así defender comercios de proximidad y casas propias de los múltiples saqueos que se habían apoderado de los barrios periféricos del país. Fue tan solo posteriormente que se lo apropiaron los vecinos de los barrios más pudientes y lo vistieron simbólicamente para llamar a defender sus vecindarios. Sin embargo, a cuarenta días del inicio del estallido social, podría decirse que ha vuelto a su uso común, representando el típico “ingenio del chileno”, ya que los han adoptado personas -muchas en situación de calle, otras, antiguos vendedores ambulantes- que ahora pululan en las esquinas dirigiendo informalmente el tránsito, ayudando a automovilistas, ciclistas y peatones a cruzar las calles que se han quedado sin semáforos, poniendo su vida en peligro a cambio de algunas monedas en pos del bien colectivo. En resumen, no serían entonces tampoco estos chalecos reflectantes los que se convertirían en el emblema congregante del descontento social en Chile.

¿Sucedería quizás con la música? En efecto, El baile de los que sobran (1987), canción del grupo Los Prisioneros que relata una realidad tristemente válida aún treinta años después, se ha reactualizado y convertido en un himno de las protestas. De igual modo, podría serlo El derecho a vivir en paz (1971), de Víctor Jara, pero todo esto es también otra historia, pues se trata de una recuperación de canciones del siglo XX que se convirtieron en himnos del sentir popular durante la dictadura de Pinochet y la U.P., respectivamente, y como decía, estaba en la búsqueda de una iconografía propia a estos convulsionados tiempos.

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Podría aseverarse que el “Negro Matapacos”, figura icónica del perro callejero presente en medio de las protestas humanas, se ha convertido en un símbolo de las movilizaciones masivas (hay de hecho hasta una página web que reúne múltiples ilustraciones del personaje), pero, nuevamente, él es también una recuperación simbólica de las movilizaciones estudiantiles de la década del 2010. No obstante, sería mentira afirmar que no han surgido creaciones propias, como el emblemático cantico “Chile Despertó” o mencionar que, reactivamente, se han lanzado canciones que han circulado en las redes sociales como el “Uno a uno se hacen miles” del grupo Fletcher, el “Chile Despertó” de Margus o el “Cacerolazo” de Ana Tijoux. No obstante, ninguna de estas tres canciones tiene la transversalidad en términos de gustos musicales o generacionales para convertirse en los futuros himnos de nuestra contemporaneidad… pero eso, solo el tiempo lo decidirá.

Los muros de la ciudad se han convertido en un lienzo para comunicar las demandas sociales, recuperando por ejemplo el A.C.A.B (acrónimo de la frase “All cops are bastards”, popularizado por el movimiento Punk y los Hooligans ingleses). El personaje Pikachu de la franquicia Pokemon se ha vuelto viral; el disfraz del Guasón de D.C. abundó el día de Halloween, que en aquella ocasión se celebró de modo bastante sui generis en las marchas; las referencias visuales al ejército Avengers para representar analógicamente a los “PareMan” –también llamado “Capitán Alameda”-; y otros encapuchados de la “primera línea” han también saturado el campo de la gráfica y la fotografía. A modo de excepción, sobresale el caso más regional de “Nalcaman”, un hombre que viste hojas de nalca sobre su cuerpo y rostro para así venderlas en los semáforos en el sur de Chile, y cuya imagen se viralizó al complementar su venta callejera con un discurso sobre las injusticias sociales.

Podríamos seguir sumando ejemplos y anécdotas que efectivamente corroboran los sincretismos propios a la era global y digital, las apropiaciones culturales características de la post modernidad y así dar cuenta de cómo irónicamente en el marco de las reivindicaciones sociales se ha sido recuperado un imaginario que es propiedad intelectual de grandes franquicias y multinacionales, todas ellas sintomáticas del imperialismo norteamericano y su protagonismo en la cultura del entertainment, algo que de hecho viene gestándose desde la época de la Guerra Fría para publicitar y defender la American way of life. Lo irónico, también, es que en el hemisferio norte de este mismo continente la palabra appropriation es ahora usada como forma de reproche para increpar un robo cultural, ya sea como cuando Kim Kardashian osó utilizar la palabra Kimono para la marca de su ropa interior, o por los usos de las trenzas y variados peinados de origen africano por parte de celebridades de raza blanca. ¿Nos amonestará entonces Marvel Inc. o D.C. Comics por el uso de su iconografía? ¿Qué pensará Mark Zuckerberg, dueño de Facebook, Instagram y Whatsapp, considerado entre la quinta y octava fortuna mundial, sobre el hecho que sus redes sociales han permito a la fecha y mundialmente difundir, reunirse y denunciar en el marco de movilizaciones globales?

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Se ha discutido y especulado ad nauseam que “Chile cambió”, pero lo que también cambió –y no solo en Chile- fue nuestra relación con las redes sociales y con los medios de comunicación tradicionales. No solo la gente se ha congregado vía redes sociales, sino que en estas semanas se ha informado, alegrado, emocionado, peleado, asustado o angustiado por medio de estas. No solo Instagram, Whatsapp y Facebook han sido protagonistas de todas nuestras relaciones sociales, sino que también han cobrado popularidad aplicaciones de mayor cifrado de datos y privacidad como Signal y Telegram para quienes han participado activamente de las movilizaciones.

La capacidad de convocatoria posibilitada por internet no es novedad alguna, basta tan solo recordar la Primavera Árabe, también llamada la “Revolución de Twitter”, o el papel protagónico de Facebook durante la Revolución Ucraniana. Incluso ya antes, muchos aseveraban que varios de los conflictos civiles en el continente Africano habían sido posibles gracias a la temprana masificación de la telefonía móvil -a falta de la existencia de un cableado y sistema de teléfonos fijos-. De hecho, las convocatorias con fines de protesta vía redes sociales surgieron con antelación a la invención de los teléfonos inteligentes y ya a inicios del siglo XXI, en los países desarrollados que accedieron tempranamente a la masificación del wi-fi, se utilizaban para realizar las denominadas flashmobs. Estas eran mini manifestaciones que servían tanto para manifestar por algo en particular (colectivos alter-mundialistas, anti-publicidad en el espacio público, animalistas, entre otros) como para realizar actos performáticos misceláneos.

Desde su aparición, las redes sociales han servido para invitar a fiestas y eventos de diversa índole. No tenerlas, es de hecho asumir volverse una suerte de paria. Mas la verdadera novedad es su capacidad de mutación: pasa de ser un emblema del espectáculo nihilista imperante a convertirse en una herramienta social y colectiva. No olvidemos que hasta hace tan solo unas semanas atrás nos quejábamos de la sobreabundancia de selfies y del excesivo culto al hedonismo individual millennial.

Al parecer, las redes sociales han sacado lo peor y lo mejor de nosotros. Aceleraron la celebridad desechable de los “hijos de” e influencers  que solo querían hacernos desear ser como ellos para hacernos consumir más y más; democratizaron la voz y el espectáculo de la vida común y corriente, de los que incluso nada tenían que mostrar o decir. Hasta hace poco, habitábamos un mundo repleto de exhibicionismo individualista y asépticas colectividades virtuales. Hasta hace un tiempo, también, era en la realidad misma el lugar donde las cosas ocurrían primero.

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El artista Olafur Eliasson dice de hecho que ya no evolucionamos del modelo a la realidad, sino del modelo al modelo, al tiempo que terminamos por reconocer ambos modelos como reales. Esto, según Eliasson, sucede especialmente en nuestra relación con el espacio, ya que éste ya no es solo un fondo para la interacción, sino que se produce un movimiento doble: la interacción del usuario con otra gente coproduce el espacio que, a su vez, es un coproductor de interacción. En otras palabras, el verdadero imaginario del estallido social no es exactamente la recuperación nostálgica de los himnos de la utopía moderna, como tampoco las parodias de la cultura de masas, sino la reconversión misma del espacio virtual como coproductor y actor social, mediante el uso de dispositivos y emblemas del capitalismo globalizado. Es decir, el tipo de sociedad contra la que justamente se está luchando. Algunos incluso lo considerarían inconsecuente: sin conexión 3G, 4G, 5G, sin Apple, sin Android, sin Twitter, sin Whatsapp, sin Facebook, no habría sido posible convocar a las masas, no habría habido revolución.

No cabe duda que la tríada iconografía-medios de comunicación-revolución no es algo inédito. Al respecto, Víctor del Río desarrolló una extensa investigación sobre el concepto de factografía, neologismo acuñado por los artistas de la ex Unión Soviética para referirse al poder transformador de las consciencias a través del arte, utilizando estratégicamente los medios de comunicación y las formas de ficción del cine o el fotomontaje. Otrora los panfletos entregados en mano o los afiches pegados en los muros, luego las herencias que nos dejó la factografía, ahora los smartphones. Irónicamente, estos nuevos dispositivos vehiculan y comunican símbolos antagónicos a la sociedad que los hizo posible. Podría parecer absurdo, pero en cierta medida los estallidos sociales mundiales (Francia, Líbano, Hong Kong, etc.) engrosarán un poco más las grandes fortunas rankeadas por la lista Forbes.

Noviembre, 2019

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Nathalie Goffard

Chile, 1975. Teórica del arte y ensayista en el campo del arte contemporáneo y los estudios visuales. Sus áreas de investigación se centran principalmente en la fotografía y el paisaje. A la fecha ha publicado una treintena de ensayos para catálogos de exposición, libros de artistas, textos curatoriales y artículos, tanto a nivel nacional como internacional. Es autora de los libros “Imagen criolla, prácticas fotográficas en las artes visuales de Chile” (Metales Pesados, 2013) e “Intramuros. Palimpsestos sobre arte y paisaje” (Metales Pesados, 2019). Se ha desempeñado como docente universitaria en programas de pregrado y posgrado y es profesora en diversos talleres, seminarios y diplomados. Ha sido curadora de exposiciones individuales y colectivas, entre las que destacan «Territorios Fronterizos» (Santiago de Chile, 2014, M100) y «Llegar Después» (Santiago de Chile, 2013, Die Ecke Arte Contemporáneo).

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