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NICOLÁS FRANCO: CIUDAD DE LAS MUJERES

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Por Ana María Risco

Asistimos ante la obra de Nicolás Franco a una suerte de recomposición crítica de la materialidad originaria de la fotografía, esa escritura de luz liquidada ante los efectos estandarizados de su impresión contemporánea. Ni analógica ni digital de modo rotundo, esta recomposición mediada por la película fotográfica ocurre en el terreno alternativo de la pintura. Concretamente, al interior de la tela de gran formato, proyección del histórico cuadro actualizado en su más conspicua condición de campo de exploraciones para el ojo y la mirada.

Fragmentos de palabras editadas, fotografías impresas o fotogramas como retornos inesperados e inconexos de una memoria visual en blanco y negro, conforman por montaje el gran plano de la tela, casi esculpido por acumulación de capas sucesivas de adherencia. Una adherencia rugosa, discontinua, no ajena a múltiples desgarros y arrepentimientos, constituye el principal recurso de esta pintura mediata, ultratecnificada y en cierto sentido también automática.

En Ciudad de las mujeres —una serie que evoca tal vez la más fantasiosa película de Fellini— el cuerpo fragmentario de la mujer y el cuerpo perdido de la imagen conseguida por el trabajo de la luz se hacen guiños de identidad, funcionando como zonas problemáticas en composiciones abstractas, erosionadas por textos inconclusos o derruidos “campos de color”. El rostro trágico de Romy Schneider, el drástico encuadre del brazo de la madre del artista en el día de su casamiento o las poses cliché del cine erótico europeo de los 60, surgen como verdaderos eventos visuales entre los craquelados y las costras de la pintura. Lo hacen al modo de la sombra de una experiencia visual alojada, como una caricia o un golpe, no en la memoria consciente del ojo contemporáneo sino en su piel.

El efecto pictórico espesa la presencia visual de las viejas y originalmente análogas fotografías y fotogramas, cuyos fragmentos figuran allí, en virtud de la rasgadura emotiva que dejó su exposición temprana ante la mirada del artista. A salvo de cualquier deglución rápida, estos fragmentos superpuestos pasan a conformar un acertijo visual. Si nos aproximamos, cobran una espesor tridimensional (por efecto de la pintura que Franco ha puesto cuidadosamente “debajo” de la película fotográfica antes de adherirla), o bien se desarman en el reguero de puntos que denuncia el paso inequívoco de la imagen por los consabidos procesos de impresión. Si, en cambio, tomamos distancia, estos fragmentos se hunden e incorporan como eventos de pintura al interior de una composición abstracta, que adquiere dimensiones gráficas e incluso constructivas en gran medida gracias a las cintas metálicas que ingresan abruptamente al plano más superficial, trayendo viejas resonancias vanguardistas y mensajes textuales aislados en los que resuena un tributo a la mayor conquista que la inteligencia visual alcanzara en el siglo XX: el montaje.

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NICOLÁS FRANCO: LA CIUDAD DE LAS MUJERES

Museo Nacional de Bellas Artes, Sala Vespucio, Santiago

Hasta el 3 de marzo de 2017

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