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SATÉLITES Y ERRANTES

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Entre los meses de mayo y junio fui invitado a realizar un periodo de residencia artística, culminando en una exhibición personal en el espacio Points Center for Contemporary Art, en el pueblo chino de Jinxi, entre Shanghai y Suzhou.

Debe haber sido en la primera semana de mi estadía, cuando en la mitad de una noche, me despertaron los desagradables zumbidos de un zancudo que revoloteaba cerca de mi cabeza. Un movimiento de mi mano lo reventó contra la superficie blanca de la pared. Cuando la luz de la mañana iluminó el espacio, logré constatar que, junto al diminuto y flaco cadáver, había una redonda mancha de sangre. “Esta sangre es mía”, pensé. La verdad es que esa gota de sangre no era mía, probablemente había sido mía hasta que el pequeño insecto la hubiese extraído desde mi cuerpo. Ese material orgánico, una sangre (de incierto dueño) había transitado desde el interior de un cuerpo hacia el interior de otro, siendo en ambos una sustancia vital del organismo. Esta pregunta por la propiedad de esta gota de sangre me llevó a pensar que no me pertenecía ni a mí ni al mosquito, sino al sistema del que ambos somos parte; la gota de sangre es del espacio que habitamos, más que del cuerpo de alguno de los dos, así como pasa con otras sustancias que circulan de manera más promiscua de cuerpo en cuerpo, de superficie en superficie, de esófago en esófago.

El aire es tragado y devuelto al ambiente para que quede a disposición de bocas, poros, narices y otras cavidades de quienes respiramos. Así pasa también con otras sustancias vaporosas que escapan de unos cuerpos para luego tocar otros o condensarse en el espacio cambiando su forma. Las ideas fluyen también de manera similar: transitan desde el interior intelectual de personas y se verbalizan o se vuelven gesto, encontrándose en el espacio, fluyendo. Y así también ocurre con otras sustancias o modos, el movimiento de cuerpos, la forma en que emitimos sonidos u ocupamos el espacio.

De alguna manera nos movemos en un espacio de transferencias, en el que desplegamos coreografías que se coordinan con la sola insistencia de nuestros cuerpos en espacios comunes que compartimos con otros cuerpos humanos, animales, vegetales, materiales y presencias sensibles de diversas categorías. Entre los cuerpos y las materias habría un sin fin de elementos (presencias químicas, ondas conductuales de comportamiento social, maneras de ejecutar sonidos y movimientos). Pensé entonces en eso en que me convierto cuando duermo (un cuerpo exudante y que alucina sueños mientras yace como un muerto que respira), y en ese espacio que me aloja obscuro, me convierto en una especie de órgano ensimismado en mis funciones vitales, alojado en un espacio que de alguna manera también duerme, se vuelve silencioso y quieto respecto de sus funciones.

Ambos nos apagamos, pero otros pequeños cuerpos inician rutinas noctámbulas. Ese espacio que habitamos (los mosquitos, algunas arañas y yo) se me hizo entonces la anatomía de un vínculo: el espacio en el que sistemas orgánicos se desarrollan más allá de mi conciencia y en contacto con mi cuerpo. Imaginé a mi cuerpo acostado al centro de la habitación, mientras pequeños organismos puntiagudos extraían gotas de mi sangre, para luego ponerse a revolotear a mi alrededor. Esto funcionaba entonces como una situación física (compuesta de un cuerpo central y varios cuerpos orbitantes) que operaba todas las noches, al margen de mi conciencia, pero con mi presencia física como núcleo. Mi cuerpo dormía mientras gotas de su sangre revoloteaban a su alrededor acarreadas en los estómagos de pequeños insectos.

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Esta imagen se volvió una referencia importante para el proceso de trabajo que me aprontaba a realizar y resulta paradigmática para la manera en la que me encuentro actualmente (y desde algunos años) concibiendo mi trabajo. La noción de sistema como una alternativa formal para la configuración de piezas artísticas se empezó a consolidar dentro de mi proceso de obra. Siempre me he considerado (o más bien sentido como un) escultor, y en este sentido la noción de unidad o unicidad, siempre ha tenido relevancia. Sin embargo, muchas veces, esas unidades que configuro como parte de mi obra, se componen de partes, partes que constituyen sistemas. Esta imagen que relataba al comienzo del texto, es una buena referencia para dar cuenta de una manera en la que he operado formalmente en los últimos años, donde configuro esculturas como estructuras sistémicas. Esto quiere decir que una pieza específica pudiese, sin dejar de ser una unidad en términos de su estructura formal y de sentido, estar constituida en su unicidad por partes diferentes, e incluso distantes, sin dejar de ser la misma estructura, la misma cosa, constituir un mismo cuerpo. Esto quiere decir que las partes diferentes, no solo están conectadas, sino que son lo mismo, son partes constitutivas de una unidad. Para que esto pueda suceder –según mis observaciones- las partes deben constituir un sistema, poseer una misma materia constitutiva, la que debe proyectar el vínculo a través del espacio.

El cuerpo humano, un bosque o el sistema solar, son en sí unidades constituidas de elementos individualizables, pero interconectadas de manera tal que configuran unidades sistémicas, cuerpos en actividad. Esto quiere decir que el espacio entre una cosa y otra no es percibido como un agente de separación, esta distancia sería más bien una especie de pegamento sin materia visible, sin presencia continua y lineal; un puente que no se ve, pero que sin embargo conecta, sostiene. La falta de continuidad material no implica discontinuidad en términos de estructura, pero si de percepción visual. Creo que estos sistemas dependen de una energía atractiva que mantiene las cosas en su lugar, a una distancia y en una armonía (relativa).

Sistemas por tanto conforman los planetas en torno al sol, las piedras reposando contra el suelo mientras la fuerza gravedad las empuja hacia el fondo de la tierra, las aves que migran de continente en continente siguiendo las condiciones para la vida, un partido político como núcleo de atracción de sus adeptos o una pareja de enamorados. En todos estos casos existe una sustancia invisible que reúne, que procura un vínculo y, que independiente de los movimientos físicos en el espacio de los cuerpos que componen el sistema, estos mantienen una conexión particular, que hace que la distancia entre ellos sea de una cualidad particular.

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Desde hace algún tiempo que este viene siendo el núcleo de mi investigación: las sustancias invisibles que tienen la capacidad de hacer que las cosas activen relaciones, la materia atractiva que procura que cuerpos se mantengan a distancias y en operaciones sistémicas. Entre estas materias sin cuerpo podemos enumerar al amor, las ideologías políticas, la gravedad o la economía (la más aterradora de todas), entre otras.

Me propuse ocupar la ciudad de Jinxi como un espacio físico para la instalación de modelos de sistemas. En la ciudad abundan los karaokes. Un primer gesto consistió en generar un modelo del sistema solar en torno a uno de ellos. Me acerqué a estos negocios y pregunté si tenían alguna canción que tuviese como tema central al sol. En occidente es muy usual que las canciones de amor utilicen al sol como una metáfora de la persona amada (lo que deja de manifiesto la condición atractiva tanto del amado como del sol). Sin embargo, la mayoría de las canciones sobre el sol en China hacen referencia metafórica a la figura de Mao (principalmente). Esta situación me pareció en extremo interesante, ya que creo que el amor y la política son dos formas polares que toma el impulso atractivo en la experiencia humana. Me sorprendió encontrarme con que la música popular china vincula a su máxima figura política (de la historia reciente) al núcleo de nuestro sistema solar, figura que sin duda da cuenta de una manera más colectiva de entender las pasiones en contraposición a Occidente.

De esta manera, me hizo sentido que, si el centro del sistema representaba doblemente a Mao y al sol, en torno a este núcleo orbitasen personal, trabajadores locales. Este modelo del sistema solar estaba compuesto, por tanto, por una situación en el centro (a modo de núcleo) en el que personas cantan una canción que trata simultáneamente sobre el sol y sobre Mao, en torno a la que unas personas orbitaban mientras acarreaban imágenes de los planetas del sistema solar. La duración de esta situación es la misma que la de la canción. Unos carteles con imágenes impresas de los planetas del sistema solar orbitaron al karaoke, así como los mosquitos revoloteaban en torno a mi cuerpo.

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Una segunda situación consistió en reproducir la relación de la tierra y la luna. Para esto, un bote tripulado por dos personas acarreó la imagen de la luna en torno a una pequeña isla en las afueras de la ciudad. De esta manera, la luna orbitó en torno al pedazo de tierra que parecía flotar en el agua. Esta isla resulta ser además la tumba de la emperatriz Chen. Por muchos años este fue un espacio que convocaba a personas como un hito con contenido político e histórico, componentes que hoy (además de su belleza) lo convierten en un atractivo turístico. Produje un video de la situación, el que posteriormente usé como imagen referencial con el que un pintor tradicional local desarrolló una serie de pinturas que hoy se encuentran en su tienda, en la entrada a la ciudad. Me interesaba que esta situación –por medio de su colaboración- infiltrase el imaginario de la ciudad como una imagen surrealista con un carácter mítico, o como una situación habitual (la puesta de la luna en el horizonte del lago), como una situación construida e instalada materialmente en su espacio original.

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Además, me propuse dar continuidad a otra línea de trabajo en la que me encontraba junto antes de partir a China. Estaba generando modelos del cuerpo humano por partes, las que instalo sobre la superficie de ríos o mares para luego observarlas desarticularse mientras son empujadas por vientos o corrientes. La ciudad de Jinxi se ofreció como un lugar perfecto para estos experimentos, considerando que tiene una alta presencia de ríos, canales y lagos. Edité y exhibí una pieza que había filmado anteriormente en la Laguna Piedra Roja en Santiago, junto a un video que generé especialmente en la residencia: Rostro Humano 1 y Rostro Humano 2.

En Rostro Humano 1 vemos reproducciones a gran escala de partes del rostro (una nariz, dos ojos y una boca) flotando empujados por vientos y corrientes. De esta manera, el rostro es desarticulado por fuerzas ambientales, las que re-editan la configuración de sus elementos. Un cuerpo humano entra en escena e insiste en organizar las piezas para volverlas a la versión ordenada de estas donde reconocemos al rostro. Siento que esta pieza nos exhibe una situación en la que vemos un áspero (sin embargo, fluido) diálogo antagónico entre la voluntad humana por dominar, controlar, regularizar e intervenir con el fin de producir códigos que le son propios, en oposición a una voluntad del medio natural por fluir y proponernos nuevas versiones de lo que conocemos. La voluntad humana de control se irrita ante el constante cambio que propone la naturaleza e insiste (de manera obstinada y poco fructífera) en devolver las cosas a la versión que le parece la adecuada. Las corrientes y ondas son gentiles pero constantes; parecieran insistir en que mirar las cosas desde otro orden es una necesidad.

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Rostro Humano 2 nos muestra réplicas de los mismos elementos flotando entre la basura que navega en el lago. En este caso, el agua trae a la superficie una serie de desperdicios propios de la actividad humana que se encuentran y revuelven con la representación del rostro como en una cazuela de partes absurdas. En colaboración con las corrientes generé un collage de objetos en movimiento que sin duda nos entrega una visión muy falta de esperanza de la irrupción de la vida humana en espacios naturales.

Si bien las primeras dos piezas buscan reproducir sistemas en el contexto de la ciudad, estas últimas pretenden asociarse a medios acuáticos para proponer la identidad misma del hombre y su relación con el medio, como sistemas que debiésemos poner en crisis y también en movimiento, considerando a las energías propias del ambiente como materia en diálogo con las políticas y formas de la vida humana, sumándolas a un estado integral de convivencia y solidaridad.

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Javier González Pesce

Artista visual. Es licenciado por la Universidad ARCIS (Chile, 2008) y Máster en Arte en la Esfera Pública por ECAV (Suiza, 2017). Ha participado en exposiciones colectivas en Chile, Uruguay, Argentina, Colombia, Estados Unidos, Canadá, España, Suiza, Grecia y China. Entre sus exposiciones individuales destacan "Esta Tierra es tal, que para vivir en ella y perpetuarse no hay mejor", en la Galería Gabriela Mistral (Chile, 2017), "Ciels", en el Musée de Art de Sion (Suiza, 2017), y "El ser tan bella no te da derecho a destruir", en el Museo de Artes Visuales (Chile, 2014). Ha ganado el premio de arte joven del MAVI (Chile, 2012), el premio para curadores del Consejo de la Cultura (Chile, 2013), y la Residencia de las Américas del Consejo de las Artes de Montreal (Canadá, 2014).
Desde 2011 co-dirige el espacio de arte Local Arte Contemporáneo (Santiago, Chile), en el que han exhibido artistas como Gonzalo Díaz o Tris Vonna-Michell, y ha generado proyectos curatoriales, organizado exposiciones y escrito numerosos textos. Local ha participado de ferias de arte internacional en Chile, Estados Unidos y España.

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