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IDEA TONTA NÚMERO 2 Y PLEGAR EL PAISAJE, DE CRISTIÁN SALINEROS

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El pasado 26 de marzo abrió al público la muestra Idea Tonta Número 2, del escultor chileno Cristián Salineros, en el Centro Cultural El Tranque, en Lo Barnechea, Santiago. La sala es ocupada en su totalidad por una figura volumétrica de la cual parecen emerger o sumergirse objetos elegidos al azar, todo recubierto por cinta de enmascarar.

En paralelo, fue inaugurada su escultura al aire libre Plegar el Paisaje, una especie de tótem de casi 14 metros de alto y 5 de ancho realizado con acero carbono y cubierto con acero inoxidable. La obra, instalada de forma permanente en el contiguo Parque Cultural El Tranque, se compone de más de 3 mil pliegues de diferentes tamaños.

En los siguientes dos textos se profundiza en cada una de esas obras.

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IDEA TONTA NÚMERO 2

Por Javier González Pesce

Siempre he comprendido el trabajo escultórico de Cristián Salineros como la parte material de un pensamiento sobre el espacio. De alguna manera cada escultura es una porción corporeizada de una idea sensible, una teoría o una observación. Algo así como si las ideas o percepciones pudiesen tener apéndices, órganos que las complementen, las que se salen de un espacio conceptual y falto de sustancia, para hacer presencia en el mundo, conviviendo físicamente con los cuerpos y las cosas. Es como si a la liviandad y economía del pensamiento intelectual le saliesen quistes, los que no ocupan un espacio intelectual, sino uno físico. Estos quistes se alojan, no en la cabeza de quien piensa, pero si en el espacio pensado. (Es importante que entendamos en este caso al quiste como una acumulación de materia constructiva, cuya forma se comunica con el espacio y desde este con posibles espectadores.) En este proceso (intelectual-material-sensible), espacios determinados son visitados por entidades corpóreas (esculturas), las que, como seres silenciosos, (físicamente) reclaman presencia. Podríamos denominar a este proceso como uno de pensamiento espacial materializado.

Para la exposición en el Centro Cultural El Tranque, Cristián ideó una pieza escultórica en diálogo específico con la sala de exposiciones. Un gran volumen con forma orgánica recubierto de cinta de enmascara que recorre el espacio, generando en este una presencia enigmática, así como si fuese un silencioso y gran cuerpo en reposo. El volumen tiene unas porciones como objetos y elementos protuberantes, los que en términos formales complementan la figura orgánica en su forma, dotándola de “partes” reconocibles. De esta manera el gran cuerpo abstracto tiene secciones, momentos, que nos interpelan desde una ambigua relación de familiaridad. En estas “partes” reconocemos objetos habituales, elementos de uso diario. Este encuentro material confronta entonces a un ente orgánico, abstracto y misterioso con elementos y volúmenes por todos identificables, en un acontecimiento de complicidad material y volumétrica. Pero este momento de encuentro no solo confronta lo abstracto con lo objetivo, sino también dota a la pieza escultórica de una temporalidad, de una suerte de narrativa o incluso performatividad. Al ver la pieza no distingo si el gran volumen engulle a los objetos o si estos emergen de él. Pareciera ser que esta asociación material causase (dentro de su quietud escultórica) una especie de fricción, de movimiento estático, tal vez generando una inquietud en la mirada que licua lo visto. La cinta que cubre todo genera además una especie de piel, una cáscara que resta a los elementos de sus superficies y solo nos los entrega como formas (recubiertas). Una breve capa de cinta, neutraliza todas las superficies volviendo la presencia y particularidades de cada objeto inciertas, diluidas, fantasmales. Todo se ablanda, todo se encuentra, todo se funde. En algún punto al enfrentarme a estas esculturas de Salineros, me encuentro dudando de la presencia del objeto. Curiosamente uno no sospecha de la presencia de una forma en el espacio, sin embargo, se duda de que la forma sea además la cosa contenida. Es como si el breve gesto de recubrimiento, no solo nos ocultara las superficies (materialmente) particulares de las cosas, pero además las suavizase, las volviese livianas, las encogiese. Entonces la escultura (u objeto escultórico) en si pareciese ser el testimonio de una presencia, pero una presencia en un código específico de realidad alterado. El objeto está ahí presente, lo reconozco en su forma, sin embargo, la ambigüedad de su presencia pareciese cambiar su naturaleza. Creo que no es tan desajustado pensar que esa forma (la del objeto escultórico) nos pareciese, mas que la presencia del objeto, el recorte de este en el espacio. Es como si viésemos un espectro; una versión del objeto que carece de corporalidad, no así de presencia. Para Idea Tonta Número 2 el espectro es una amalgama entre una corporalidad orgánica y elementos reconocibles.

Cuando Cristián me presentó el proyecto, habitualmente hacía uso de una imagen de referencia, esta imagen era la de una pelea de dibujos animados. Es una convención gráfica que cuando las caricaturas se pelean, la agitación material (gráfica) genera una suerte de nube, polvo en suspensión, que nos oculta a los cuerpos en disputa. Desde esta informe masa emergen puños, cabezas trozos de objetos; una opacidad amorfa con momentáneas partes como cosas que sabemos reconocer. Estas peleas animadas, producto de su fricción, producen una especie de volumen (la nube), un tercer cuerpo que contiene a los anteriores así como a cualquier cosa que en este pueda ingresar. Luego realizamos otros paralelos. La arena movediza, por ejemplo, nos parecía una pertinente referencia material; una superficie que ejecuta el acto de tragar, de incorporar materialmente lo que entra en contacto con ella. Otra imagen que suelo invocar al pensar en este trabajo es el de un remolino; una fuerza móvil sin forma definida, que a su paso succiona elementos generando encuentros materiales inusuales, azarosos y fugases. A veces imagino esta escultura como si fuese un remolino horizontal y sólido, una especie de instantánea corpórea de un momento fugaz, que nos sugiere una interpretación continua y material del espacio, como si este fuese un ente que contiene y vincula lo que existe dentro de sí (entiéndase por esto los objetos, las cosas, lo que vemos, lo que no vemos, el aire, la humedad, las personas, los animales, las plantas y las dinámicas variadas que pudiesen darse entre estos elementos, la vida en sí). Un remolino es además un fenómeno producido por el aire acelerado (un poco al revés de la escultura de Cristián), por viento. De alguna manera es como si el espacio mismo, el ambiente, se encrespase, doblándose acelerado, con fuerza fluvial y translúcida. Lo que estaba dentro de él, por tanto, también se afecta del fenómeno. Las cosas al ser más pesadas que el aire se resisten, aún reaccionan a la gravedad, sin embargo, el remolino los termina por mover, alterando momentáneamente las condiciones de comportamiento del espacio. El remolino es una temporalidad en el que las cosas no permanecen necesariamente sujetas al suelo por medio de la atracción que ejerce la gravedad, el remolino es un momento en el que una espacialidad se agita a tal velocidad, que esta norma (la de la gravedad) se cancela momentáneamente.

Esta escultura nos sugiere un espacio plegado (o encrespado), uno en donde entre los cuerpos siempre hay algo, una opacidad tangible que los pone en relación efectiva, y que a diferencia del remolino, la relación no sería por medio de un flujo, sino por medio de la detención y el volumen.

Pero este espacio plegado (la escultura en sí) se encuentra como encapsulada por la sala misma, la que, en oposición a la escultura se agudiza como contenedor regular, liso, arquitectónico. El espacio que existe entre la arquitectura de la sala y la irregularidad de la figura escultórica que se encuentra en su interior, generan una nueva forma, un espacio nuevo. Este espacio, que antes no existía, resulta ser la arquitectura para la contemplación de la pieza. Una especie de pasillo que se produce en la convivencia de dos estructuras concéntricas (la sala y la escultura alojada en su interior), y que es el único espacio disponible en la sala, por tanto el espacio desde el que se genera la contemplación y la experiencia. Podríamos decir que, de alguna manera, es la escultura misma la que genera (físicamente) las condiciones espaciales para su visibilidad, en una complicidad estructural con la sala. El espacio que hay afuera de la escultura pero adentro de la sala, es una nueva figura, que no solo permite la comparecencia física de otros cuerpos, pero que vincula, en una poética del espacio, a dos volúmenes. Si la escultura produce este espacio en complicidad con la sala, entonces quiere decir que la relación sala / escultura es también parte estructural de la escultura. De esta manera la estrategia espacial de emplazamiento del volumen escultórico reclama a la sala misma como parte de sí. Esto quiere decir que, un cuerpo que entra a la sala a contemplar la escultura, en realidad es un cuerpo que ingresa a una escultura para, desde su parte habitable, contemplar una forma escultórica que transforma la sala que habita (y los fenómenos que en esta ocurren) en una unidad estructural y espacial. Si había una posibilidad que esta escultura tuviese un afuera, la relación formal con la sala que habita la cancela, siendo pertinente llamar a todo lo que acontece al interior de la sala escultura. Solo hay adentro. Es por esto que creo que esta exposición no se puede ver, solo se puede experimentar.

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UN VIAJE ESPACIAL / UN VIAJE A PÉNJAMON

Por Cristián Salineros

Cuando pienso en el espacio, no puedo dejar de pensar como él se hace presente ante nosotros… ¿existe ese espacio antes de nosotros, o lo construimos en la medida que existimos en él o con él? Y si el espacio se encuentra en ese preámbulo, casi crepuscular, ¿cuáles son las formas o acciones que deben hacerse para que finalmente aparezca, para que exista? Pienso que no es un asunto simple, ya que no creo que se resuelva con solo poner algo en un lugar o en un espacio para que éste aparezca, porque la concepción que yo tengo del espacio es que éste es posible solo en la medida en que la cosa, las cosas o las acciones que en él habitan, están en una lógica sistémica u orgánica que posibilita la existencia de una totalidad, no desmembrable ni separable. Creo que mi vida es un poco así; en donde las cosas deben encajar de alguna manera para constituir una unidad sensible, emocional y escultórica, por lo tanto, espacial.

Cuando pienso en un proyecto, creo que siempre pienso en la situación del espacio y como me relaciono con él, o como nos relacionamos con él, como si quisiera que efectivamente el espacio forme parte de mi vida, y por tanto debo hacerlo “encajar” en esa unidad sistémica, orgánica y sensible.

Mi obra se ha ido construyendo a partir de lo aprendido, de las cosas que he realizado y por lo tanto esas experiencias han ido construyendo un lenguaje visual en torno a eso, pero no es menos cierto, ni menos importante que mi manera de hablar desde las artes visuales -o desde la escultura si se quiere-, es también producto de mis recuerdos, de mi relación con el mundo, las cosas, los materiales, las personas, el paisaje y la profunda filiación que siento con este concepto en toda su amplitud.

Cuando la Municipalidad de Lo Barnechea me invitó a realizar este proyecto una de las primeras aproximaciones que tuve con él fue saber cuál era el espacio que se proponía como emplazamiento. Fui varias veces al lugar original donde se instalaría la obra; en una de esas ocasiones, baje al lecho del río y observé la relación que había entre montaña y río, uno de carácter vertical y el otro de carácter horizontal, conectados y dependiéndose, como una relación umbilical. Estuve un buen rato ahí, recogí piedras y recordé que cuando pequeño junto a mi padre recogíamos piedras y jugábamos a hacer “patitos”, ya fuese en ríos, en las playas junto al mar o en algún lago; podíamos pasar horas en eso, buscando la mejor piedra, la que hiciera más saltos sobre el agua. Quizás por eso me puse a recoger piedras, quizás inconscientemente las sostuve en mis manos pensando en encontrar esa relación entre escultura, espacio, paisaje y recuerdos. A veces pienso que mi trabajo se nutre de instrucciones ajenas a mi, dadas por aprendizajes anteriores, por cosas que he visto y que he hecho, instrucciones que han ido alfabetizando mi lenguaje visual.

De las muchas piedras que recogí, fui seleccionando (como lo hacía con mi padre) la que creía que contenía la forma que entraría de mejor manera en relación con el espacio, y que sería capaz de dar cuenta de él, como cuando elegía la piedra que daría más saltos sobre el agua. Recuerdo incluso que en ocasiones cuando niño recogía piedras, aunque no estuviese cerca de un lugar con agua, y las guardaba, ya que sabía que en algún momento iría con mi padre a algún “lugar” y tendría la oportunidad de lanzarlas sobre la superficie del agua, haciendo que la piedra encontrase el lugar más apropiado para hacer su mejor acción.

Modelé las piedras, dibujé las piedras, dibujé sobre ellas facetas y estructuras lineales como tratando de dar con un esqueleto, o encontrar la manera de entender esa forma, de aprenderla; los dibujos y bocetos de alguna manera eran intentos de eso, de pensar cómo esta forma pétrea con una existencia concreta se debía transformar en una idea visual que no existe, como un asunto concreto ahora, pero en un estado futuro. Lo único que logré sacar de ellas fueron dibujos exteriores; parecía impenetrable, hasta que en uno de esos dibujos apareció una especie de exoesqueleto, una gráfica estructural que podía representar la forma y que además me permitía plegar su superficie, jugar sobre ella… de alguna manera había una referencia al recuerdo de cómo lo hacían las piedras sobre la superficie del agua cuando jugaba con mi padre, en donde el reflejo tenso de la superficie se veía interrumpido y reinterpretado por los saltos que la piedra daba, desdibujando ese reflejo y construyendo por momentos una nueva realidad.

Plegar el Paisaje no es solo un asunto de la superficie, ya que en la medida que existe la superficie significa que hay algo en lo profundo; es una relación de ambas cosas, como el río y la montaña. La obra a través de este viaje en el tiempo por más de tres años se ha cuestionado en su concepción, en su realización y en su montaje. Esto me ha llevado a pensar que la obra inconscientemente no solo se resuelve por su superficie: este es solo un aspecto, y aparentemente la primera manera de relacionarse con el espacio. El tiempo y los acontecimientos han hecho que la obra tenga un peso específico, un grado de autonomía más allá de su apariencia, que en otros proyectos no había encontrado.

Plegar el Paisaje comenzó a propósito de un lugar específico y de la relación que debería establecerse con él. Sin embargo, y luego de deambular por varios lugares de la comuna, entendí que esta obra en particular contenía su propio espacio y era capaz de establecer relaciones con cualquier lugar. Es una obra que habla muchos idiomas y que por tanto se comunica muy bien con los diversos emplazamientos.

Este tiempo de la obra deambulando en busca de su lugar permitió de alguna manera -como en su momento lo hicieron los dibujos- dar un paso atrás, o detenerse para entender y contemplar aquellas cosas que todavía no eran parte la obra, pero que paradójicamente si existían en ella, como su propia condición espacial y la no dependencia física de un lugar específico. Si bien ha sido un largo viaje, a veces pienso que el recorrido siempre es más importante que llegar al destino mismo. Agradezco ese tiempo, agradezco esa pérdida que se transforma en ganancia.

El encuentro con el lugar

Es raro buscar un lugar para instalar algo sin que ese algo realmente exista. En ese sentido, la búsqueda del lugar siempre fue una utopía, ya que probablemente nunca hubo un lugar que encontrar en la medida que tampoco había una obra física que instalar: había una idea, maquetas y cientos de dibujos, por tanto, había infinitos lugares que encontrar, o tal vez ninguno.

Recuerdo que cuando era niño, íbamos con mi familia de paseo, a cualquier lugar, y cuando yo le preguntaba a mi papá que a dónde íbamos, el respondía: “A Penjamón…”. Pero, ¿dónde es eso? o ¿qué es eso?, decía yo, y el respondía: “Es un lugar, y para allá vamos…”. Por tanto, solo por el hecho de mencionarlo, suponía que existía; de hecho, sigo pensando que existe; pienso que quizás Penjamón es el lugar que le corresponde a esta escultura. Mi padre vio mis dibujos, vio mis maquetas y le comenté como quería hacer esta obra; además era fundamental para mí esas conversaciones, ya que mi padre es ingeniero metalúrgico y un nato constructor de cosas, un homo faber por excelencia. Él alucinaba con la posibilidad de esta compleja estructura, de geometría imprecisa y llena de especulaciones técnicas y estructurales; vio, opinó, intentó entender y se fascinó cuando vio las primeras maquetas. Siempre me preguntaba cómo iba el proyecto de Lo Barnechea… No lo vio terminado, pero sé que se lo imaginó siempre mejor de lo que realmente es.

Creo que el ser humano nunca es más ser humano que cuando construye cosas.

Quiero pensar que el parque donde se instala la obra es mi propio Penjamón, o nuestro Penjamón. Sé que la obra no tendrá inconvenientes de habitar ahí, ya que es una obra muy diplomática, que sabe escuchar y acoger sobre ella el contexto, replicando su entorno, comunicándose con él y estableciendo por ende una relación. La obra pareciese tener la necesidad de establecerse en un lugar para saber qué lenguaje hablar, plegando sobre si misma ese paisaje, construyendo por momentos una nueva realidad, como la piedra saltando sobre la superficie del agua.

Es un encuentro feliz. La obra encontró su lugar y un lugar nació al encontrar una obra; es como si la obra dijera: “Soy como tú me ves, y tú eres como tu me ves, por lo tanto, pertenezco a este lugar, a tu lugar, a nuestro lugar”.

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Imagen destacada: Cristián Salineros, Plegar el Paisaje, 2016-2019, acero y acero inoxidable, 14 x 5 x 6 m aprox. Instalación permanente en el Parque Cultural El Tranque, Santiago de Chile. Foto: Benjamín Matte

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