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CERRILLOS Y SU FUTURO. ¿Y AHORA QUÉ SIGUE?

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Recientemente se hizo público que Beatriz Salinas, directora del Centro Nacional de Arte Contemporáneo de Cerrillos (CNAC) dejará su cargo durante abril de este año. Su desempeño fue corto, no llegó siquiera a los dos años de duración, cuestión extraña al pensar en lo bullado que fue tanto el proceso de instalación del centro, así como también la elección de su dirección. Pareciera que la escena local transita con demasiada rapidez desde la euforia a la apatía, sobre todo cuando es la prensa la que “maneja” los debates públicos. En este caso, desde que Salinas llegó al cargo, la apatía más absoluta envolvió al CNAC, y las múltiples voces que auguraban el colapso absoluto del espacio, así como los que lo celebraban, decidieron abandonar la discusión. Con esto, toda la programación del centro quedó un poco a la deriva y a merced de una desidia un tanto inexplicable.

Ante la renuncia de Salinas, es pertinente revisar lo que ha sido del CNAC y cómo se puede pensar en él hacia el futuro. Esto podría sonar difícil, en especial en el contexto imperante, donde cualquier plazo que se extienda de lo estrictamente inmediato es ansiosamente castigado por la escena (probablemente una consecuencia de las políticas estatales que financian proyectos cortos y terminan periodizando a todo el circuito de acuerdo con sus convocatorias anuales). Sin embargo, me parece necesario activar un debate reflexivo sobre este espacio, salir del lugar común de debatir nombres y candidatos a la dirección para, así, comenzar a pensar en torno a proyectos.

Parte del “diagnóstico” que podemos hacer del CNAC depende mucho de las exposiciones, que funcionan como “primera defensa” del espacio, puesto que son las instancias donde los públicos (especializados y generales) pueden relacionarse de manera más directa con las instituciones. Generalmente las exposiciones no son la expresión completa de lo que un Centro de Arte es y hace, pero sirve muy bien para tomarle la temperatura y ver cómo están funcionando las cosas. En torno a esta pregunta, habría que reconocer rápidamente un problema que quienquiera que sea el o la que asuma la dirección deberá abocarse con urgencia. La exposición más “importante” del espacio -luego de la inaugural– es Algoritmos del viento. Una exposición de medio ambiente, arte y evolución, de Theo Jansen, que consistió en un evento masivo y “preformateado”, es decir, formulado desde afuera del centro. Si bien todo Centro de Arte o Museo recibe permanentemente exposiciones temporales que vienen “cocinadas” desde fuera, no es para nada saludable que el mayor logro de una institución sea una exposición como ésta. Uno hubiese esperado que los primeros años del CNACC estuviesen cargados a las producciones propias; mal que mal, el sentido que tenía la creación de este lugar era la producción de exposiciones de arte contemporáneo chileno, junto con su investigación y conservación.

Es importante reivindicar las producciones locales, no por un acto de chauvinismo fuera de tiempo, sino que por el modelo de desarrollo del circuito que promueven. El CNAC fue provisto de distintos organismos que aspiraban -por lo menos en su diseño- a la implementación de un programa propio, de una identidad propia, diferenciándose así del gran centro cultural chileno, el Centro Cultural Palacio La Moneda, que se ha organizado precisamente desde la política de traer exposiciones hechas afuera y destinada a públicos masivos. Contar con un Comité Curatorial, el CEDOC y la colección de la Galería Gabriela Mistral (GGM) exige de parte de una institución demostrar más interés en mirarse a sí misma.

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Sin embargo, las exposiciones organizadas desde el Centro -que sí han existido- lamentablemente han dejado mucho que desear. El primer caso, Lo que ha dejado huellas, donde se expuso la colección de la GGM, fue un ejemplo de falta de comprensión de la labor que el CNAC debería desempeñar. Esta exposición funciona en el diagrama del Centro como el “punto de partida” de la función de conservación de este espacio, es decir, inaugura un espacio-función y le da sentido al CNAC en su misión. Esta tarea es en cualquier institución la más importante, puesto que contar con una colección te distingue de una simple caja vacía a la que hay que llenar año a año (un centro cultural) y te convierte en un lugar autónomo y con un capital simbólico que trabajar. Para Lo que ha dejado huellas se optó por dos curadoras (Florencia Loewenthal, directora de la GGM, y la artista Magdalena Atria), que no eran investigadoras en arte contemporáneo, por lo que no estaba el conocimiento para poner en valor las piezas desde la investigación curatorial vinculada a colecciones. En este caso, no era necesario armar un ejercicio curatorial de “juego”, donde la curaduría brillara como ejercicio en sí mismo; lo que había que hacer (y todavía hay que hacerlo) es posicionar patrimonialmente las piezas, darles un sentido a partir de la investigación realizada sobre la colección (es decir, desde sus características únicas). Esta labor, en la ecología de la institución, la debió realizar el área de investigación, teniendo en cuenta que además posee un centro de documentación, área fundamental en casi cualquier exposición histórica.

Esto nos lleva a un punto importante relativo a la labor patrimonial que un centro como éste debe desarrollar. Por un lado, está el propio edificio que alberga al CNAC, que tiene de por sí un valor patrimonial, pero que en este texto no discutiré, porque me parece menos urgente que lo demás. Y por otro, está el patrimonio de las colecciones que están asentadas en el centro, a saber, la colección de la GGM y el acervo documental del CEDOC. Ambos depósitos poseen un valor único en el campo local y responden a condiciones históricas específicas que dan cuenta del proceso de institucionalización de la práctica artística e investigativa en Chile. La colección de la GGM son obras de arte, piezas disponibles para su exposición; mientras que el caso del CEDOC son en su mayoría documentos para el estudio, que ante el auge documental han adquirido en sí mismos un valor expositivo (no solo como fuentes para la investigación historiográfica). Es decir, el CNAC cuenta con dos focos expositivos complementarios y que solo pueden ser puestos en valor mediante su permanente activación, ya sea con exposiciones o investigaciones constantes. Si estos objetos no son apropiadamente trabajados por especialistas, no lograrán adquirir el valor social que las valide en tanto que patrimonio no solo de los especialistas, sino que de toda la ciudadanía. De ahí que cualquier exposición que involucre –por ejemplo– las piezas de la GGM, debe ser trabajada por la investigación histórica, de modo que le de valor patrimonial (e incluso monetario, que es un efecto secundario), así como también un lugar en los relatos historiográficos presentes o futuros.

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Otra exhibición realizada por el CNAC fue Diáspora, que en su curaduría mostró profundos problemas, ya que ante la multiplicación de obras se terminó perjudicando al foco central del evento, que era la instalación Werkén de Bernardo Oyarzún, proyecto ganador del concurso para el Pabellón chileno de la 57° Bienal de Venecia. Ante la decisión inexplicablemente “democrática” de poner a todos los artistas que expusieron en la ciudad de Venecia, se perdió el valor agregado de Werkén, que fue escogida entre muchos proyectos para representar al país en la Bienal. Sin embargo, desde el área de investigación se diseñaron conversatorios que aspiraban a nutrir paracuratorialmente a la exposición, donde otros artistas chilenos insertos en el espacio “global” del arte contemporáneo expusieron proyectos o portafolios, de modo que se podía comprender mejor la curaduría (aun cuando fuese fallida). Es vital mantener bien “aceitada” al área de investigación, puesto que no existe ninguna posibilidad de proyectar a futuro al CNAC si no es a través de un trabajo reflexivo sobre el circuito local y la historiografía del arte.

Entre los proyectos que intentan encumbrar a la investigación como actividad autónoma (es decir, no supeditada necesariamente al programa expositivo), se encuentra el Concurso de Ensayos del CEDOC, que en su última convocatoria quiso cambiar el foco de sus anteriores versiones (quizá demasiado obsesionado con los fantasmas de la Escena de Avanzada), para darle proyección a la nueva escala y orientación de trabajo que implica para esta institución ubicarse en el CNAC. Y luego está el Glosario de conceptos del arte contemporáneo chileno, que a pesar de la larga espera que ha significado su lanzamiento, debería implicar un estímulo al trabajo en red que el CEDOC debe seguir llevando, para así cubrir aquellos espacios que la investigación procedente de la academia no ha cubierto (principalmente los relativos a la divulgación, a la curaduría y los vínculos con lo político).

Es importante proyectar la incidencia que las investigaciones tienen (y pueden tener) para el desarrollo del arte contemporáneo chileno, y en ese nicho que los privados no buscan trabajar, es el Estado quien debe tomar la delantera. Así como existe el trabajo académico, hay investigaciones no-tradicionales que escapan a la norma de la indexación y que el arte contemporáneo tiene la capacidad de albergar, puesto que sus resultados se orientan hacia el ensayo, la curaduría o incluso la producción de obra (en el caso de la investigación artística, formato de trabajo que cada vez adquiere más terreno en las universidades). Justamente, hacia ese tipo de actividades es que un Centro de Arte Contemporáneo debe orientar su trabajo, tal como lo hacen otras instituciones expositivas que han vinculado virtuosamente el trabajo de colecciones, la exposición y la curaduría (el caso del Museo Reina Sofía es paradigmático en este sentido, puesto que progresivamente busca convertirse en un productor de conocimientos para la contemporaneidad, más que solo el mausoleo donde las obras van a morir).

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Sobre las proyecciones del CNAC se suele aducir que el espacio carecería de la autonomía administrativa necesaria frente al Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio (MINCAP), cuestión que dificulta y entorpece cualquier gestión. Este problema, que puede parecer grave y paralizante, será resuelto únicamente en la medida que quien (o quienes) lleguen al CNAC lo hagan con un proyecto de desarrollo, donde se expongan las necesidades regulatorias básicas para el correcto funcionamiento del espacio. Si el diseño institucional fue negligente en su origen, nada impide que este modelo sea modificado, siempre y cuando el MINCAP y su Macro Área de Artes de la Visualidad se comporten a la altura del desafío de construir institucionalidad pública para el arte contemporáneo (que sabemos, en su perspectiva patrimonial ha sido descuidada por el énfasis en la política de concursabilidad que ha cruzado a diferentes gobiernos). Esto exige sobre todo la capacidad de evaluar correctamente los focos centrales del espacio y no dejarse llevar por los cantos de sirenas que pueden engañarnos.

Esto último se relaciona con la importancia que se le ha dado al área de mediación, casi equiparándose a la de colecciones e investigación. Si bien parece ser un acuerdo tácito el aceptar sin reflexiones de por medio el énfasis participativo/comunitario (el Museo de la Solidaridad Salvador Allende – MSSA se está orientando a lo mismo), cabe preguntarse qué efectos institucionales tiene tal trabajo, y políticamente qué se busca conseguir. Pero primero, habría que decir que la mediación no es un fin en sí mismo, ni mucho menos una práctica aislada (a menos que hablemos de prácticas artísticas “relacionales”, donde participar es el eje procesual de las obras): esta depende siempre del contexto. Sabemos, tal como indiqué más arriba, que los dos puntos focales del CNAC son sus colecciones de arte y documentos, y que un tercer elemento sería su edificio en tanto que hito simbólico para Santiago y, muy particularmente, para la comunidad circundante. En este cruce, uno asumiría que la mediación debe trabajar sobre esos tres nodos, a partir de lo que los lineamientos curatoriales establezcan como prioridades. Por lo tanto, si bien puede parecer “bueno” fomentar el trabajo participativo/comunitario en búsqueda de, por un lado, justificar la presencia misma del CNAC en el espacio que ocupa; y por otro, dar lugar al trabajo de los artistas “comunitarios” (habilitando así al centro como “espacio de creación vivo”), eso puede ser pan para hoy y hambre para mañana. No me parece prudente que una institución mandatada a conservar, exponer e investigar colecciones de obras y documentos se oriente desde lo artístico a trabajar aisladamente lo colaborativo/participativo, puesto que, si bien puede resultar fructífero a futuro para los portafolios de los artistas que se desempeñan en esa área, uno podría preguntarse qué es lo que está ganando el patrimonio del CNAC con esto. Personalmente, me arriesgaría a decir que, ante todo, lo que prima en este énfasis participativo (el Programa Hélice es el ejemplo) es básicamente un modo “ingenioso” de sortear la falta de programa expositivo, así como también cubrir la evidente debilidad de personal que sufre hoy el CEDOC (¿hasta qué punto puede proyectarse un espacio vital para el arte chileno, solo con pasantes y sin funcionarios fijos e investigadores?). Esto puede maquillar la sensación de vacío e irrelevancia del CNAC por unos meses, pero no puede convertirse en la estrategia a largo plazo de un lugar que tantas expectativas generó.

No queriendo ser majadero, considero vital que la institucionalidad cultural y el campo artístico en general comprenda la importancia que puede tener un espacio como el CNAC, que con el CEDOC podría convertirse en un hito central para promover un ecosistema artístico más acorde a las propias condiciones que la práctica artística contemporánea ha establecido a nuestro circuito. Es sabido que nuestra institucionalidad cultural resiste dificultosamente los desafíos del trabajo de estudio, conservación y exhibición, tanto de arte moderno como contemporáneo, partiendo por cuestiones tan simples como la ausencia de la labor curatorial como tal en los museos (pensemos que en el museo más importante del país, el Museo Nacional de Bellas Artes – MNBA, aún el rol curatorial está explicado en el organigrama como “asistente de dirección”, privándolo así de la autonomía más mínima); pasando por la generación de propuestas expositivas propias desde los equipos de investigación de cada espacio; hasta la ya cansina dependencia institucional de los proyectos FONDART para construir la programación anual. Sin un trabajo en red, donde educadores, investigadores, curadores, artistas e incluso coleccionistas puedan hacer convivir sus proyectos e intereses al alero del Estado, se me hace sumamente difícil pensar en una institución museal que pueda convertirse a futuro en el centro neurálgico de la producción contemporánea, y que le procure al arte local un lugar concreto en el imaginario ciudadano y así logremos efectivamente su democratización.

 


Imagen destacada: Centro Nacional de Arte Contemporáneo, en Cerrillos, Santiago de Chile, 2016. Foto: Natalia Espina / CNCA (hoy MINCAP)

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Diego Parra

Nace en Chile, en 1990. Es historiador y crítico de arte por la Universidad de Chile. Tiene estudios en Edición, y entre el 2011 y el 2014 formó parte del Comité Editorial de la Revista Punto de Fuga, desde el cual coprodujo su versión web. Escribe regularmente en diferentes plataformas web. Actualmente dicta clases de Arte Contemporáneo en la Universidad de Chile y forma parte de la Investigación FONDART "Arte y Política 2005-2015 (fragmentos)", dirigida por Nelly Richard.

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