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HIMNO DE MI CIVILIZACIÓN. ENRIQUE JEŽIK EN FUNDACIÓN OSDE

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Lo que sí recuerdo es la lenta caminata de mañana por el pasillo del departamento hasta encontrar a mi padre sentado en el sillón, llamándome con la boca abierta. Al girar, sin saludarlo, vi que la imagen que tenía delante, adentro del televisor, era la de una torre echando humo y un conjunto de palabras en inglés que no pude traducir de inmediato. Mi padre, sentado en un living dentro de una torre, miraba en vivo el derrumbe lento de otra torre a más de ocho mil kilómetros de distancia. Si bien sentimos, al instante, ese temor lejano de un derrumbe cultural sin eufemismos, ninguno de nosotros aquella mañana pudo adivinar que aquel 11 de septiembre se inauguraba una nueva era de lo visual.

Apenas dos meses después de esa escena doméstica, Jean Baudrillard aclaró en su artículo en Le Monde que con aquella transmisión del ataque y caída de las Torres Gemelas por primera vez una imagen se globalizaba al mismo tiempo en que ponía en entredicho la globalización de la que era vehículo. No hubo, durante todo ese fin del siglo XX, ninguna imagen que articulara tan bien la forma y el contenido del derrumbe, lo lejano y lo cercano, lo real y lo figurado sin dejar resquicios para la metáfora. La transmisión en vivo del ataque a las Torres Gemelas, puntillosamente planificado para escenificarse en tiempo real, trajo a la muerte misma al interior de todos los domicilios: ya no huellas de la muerte ni archivos de la muerte, sólo contundencia y exceso de realidad en simultáneo. Ese mismo nivel de contundencia es el que logra Enrique Ježik (Córdoba, Argentina, 1961) en todos y cada uno de los videos que componen En defensa propia en Fundación OSDE, la primera muestra antológica de Ježik en su país natal, curada por María Teresa Constantin.

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Quizás esos dos conceptos sean los que mejor nuclean las obras de Enrique Ježik. La contundencia y el exceso de realidad son para Ježik sus materiales y, a la vez, sus objetivos primordiales. Acostumbrados como estamos a emitir discursos, más o menos perfectibles, en torno a las obras de arte, las obras de Ježik se nutren de una contundencia pasmosa que anula los discursos inmediatos, y que colabora aún más que las acciones que describen en la construcción del clima de violencia.

Un hombre castigando con diversos martillos un costillar no es una imagen violenta por el sólo hecho de ver astillarse un pedazo de carne sino por la sencilla y cruel razón de que no es más que eso: un hombre martillando un animal muerto. Si fuera otra la pretensión de Ježik, si su objetivo fuera describir minuciosamente el horror, la sangre o el despellejamiento, utilizaría un registro audiovisual de alta definición, construiría una puesta de luces que empujen los colores de sus imágenes, o presentaría los objetos ahí mismo transformando la violencia en mero espectáculo. Costillar, de Ježik, no tiene la sensualidad plástica de Buey desollado de Rembrandt ni tampoco carga en su interior con la espectacularidad de A thousand years de Damien Hirst. La metáfora, o la capacidad de simbolización, para Ježik parecieran ser irrelevantes luego de la rotundidad visual del 11 de septiembre de 2001 (año con que coincide Costillar), y cuando esa metáfora es posible, las oportunas cédulas de cada video en Fundación OSDE se encargan de limitar y circunscribir esa deriva, allanando el camino para experimentar el horror de lo rotundo muy cerca del horror de lo terrible.

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Es que las imágenes de Ježik, salvo las dos que incluyen vísceras y carne animal, nos ponen delante de una modalidad de violencia que de tan naturalizada parece nueva: la de la contundencia de las máquinas de demolición, la de los grupos policiales antidisturbios o la de un hombre probando tres armas sobre un cubo de madera en la helada ciudad de Izhevsk. No vemos ni sentimos la violencia, simplemente la reconocemos con todo lo que esconden esos objetos y esas acciones, y eso hace más terribles a las obras de Ježik.

Justamente esa obra, Estructura construida por policías antiterroristas de las fuerzas especiales y tres armas automáticas (2004), además de despejar dudas con su título voluntariamente descriptivo, reúne dos de las líneas de fuerza más interesantes de Ježik que se anudan al concepto de contundencia. Por un lado la primera contundencia, la de la acción, desarrollada en el mismo territorio donde se fabrican aquellas tres armas, diseñadas por Mihail Kaláshnikov, que el artista prueba contra la estructura, y que han dado varias vueltas al mundo de la mano de la desgracia: el fusil de asalto AK-103, la escopeta Saigá y la ametralladora PKM. La imagen insiste, el título insiste, la precariedad de la filmación insiste en desnudar el racionalismo de las fabricaciones militares al mismo tiempo que salva el puente entre la industria militar y la industria del miedo. Hiela la sangre ver a Ježik disparando no porque su acto sea peligroso sino porque no hace otra cosa que disparar sin objetivo: lo que ves es lo que es. Una rosa es una rosa, un arma es un arma y el principio de identidad se agujerea como la estructura cúbica de madera.

De inmediato entonces la otra contundencia, la que le pertenece a la lectura especializada de la historia del arte: aquel cubo de madera, y su presencia tautológica (parafraseando a Didi-Huberman) evocan al objeto escultórico minimalista. Es que Ježik, autodefinido como escultor, continúa la línea del minimalismo (ya desde sus instalaciones de la década del 90) y enlaza la presencia inquietante de la caja fúnebre, con el silencio de los cubos de Tony Smith, por ejemplo, y con el parloteo audiovisual de la caja televisiva (basta ver Securité de 2002, esa instalación con un andamio y cinco televisores que ofrece una edición simultánea de material mediático de los conflictos franceses de los últimos años).

Ježik recupera en sus videos el pathosformeln de la violencia minimalista (oportunamente señalado por Anne Chave hacia 1990 en El Minimalismo y la retórica del poder), los medios milenarios de la muerte y la destrucción que hoy tiene forma audiovisual en las pantallas. El temor de mi padre, inscripto en su humanidad durante años de gobiernos militares, reencarnó ante el cubo de la televisión del living donde explotaba la pasmosa opacidad del terror del atentado. Así, la obra de Ježik nos vuelve a confirmar que el Atlas Mnemosyne de Aby Warburg hoy cambió los recortes renacentistas sobre paneles de madera por la simultaneidad de la pared de televisores o la convivencia de la página central de YouTube. Es el ya viejo mundo nuevo de los medios audiovisuales el que, primero, señala Ježik como formas de lo terrible. Recién después aparecen las herramientas y la geopolítica coyuntural con que se enlazan sus acciones.

Se hace necesario entonces subrayar algo que la exposición En defensa propia tiene la inteligencia de marcar en la obra de Ježik. No solamente su voluntad por mostrar el tórax militarizado con que respira la cultura hegemónica occidental, ni su insistencia en resaltar la nimia contextura del cuerpo humano cuando se enfrenta con el control policial, o cuando delimita su espacio propio ante los chispazos de cuatro cortadoras de acero. Desde su planeamiento ambiental En defensa propia permite que el sonido brutal de los videos se ensimisme y ocupe el espacio de exhibición formando una pieza sonora indistinguible pero tan letal como las imágenes de donde provienen. Ježik parece haber entendido, hace tiempo ya, que nuestra cultura audiovisual da la misma relevancia a la imagen y al sonido, abriendo así un nuevo campo de batalla contra-hegemónica por fuera de los ojos, en ese espacio brumoso que ocupa lo audible.

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Si Serge Gruzsinsky desarrolló con claridad el lugar que ocuparon las imágenes en la desigual batalla de conquista de América, viene siendo tiempo de que pensemos qué lugar ocuparon los sonidos (la transculturación que también vehiculiza la voz, la música, una misa, un himno) en esa misma guerra aún latente. En una época donde la defensa por imágenes es ya ingenua o ineficaz frente a la desigual repartición del poder visual, ¿cómo será la guerra de sonidos que sucede debajo, o delante, o detrás o donde sea que se ubiquen los sonidos, tan ubicuos como los mismos conflictos bélicos que lee Ježik? Defenderse con un sonido es posible porque es posible recordar al grito como la defensa primigenia, la más gutural y ancestral que emite el miedo: en defensa propia primero gritamos y luego producimos la imagen del llanto. Por eso las imágenes de Ježik, o mejor dicho los sonidos de Ježik, son los que advierten de la otra guerra de conquista cultural del capital, la del espacio sonoro, algo que Mayra Estévez denomina “régimen colonial de la sonoridad”.

En el libro de visitas de la exhibición, hace unos días, un visitante escribió: Solo ruido, una porquería innecesaria. Asumo que Ježik puede quedarse satisfecho con semejante “crítica” porque, a diferencia de lo que suele decirse, las imágenes de Ježik no aterran tanto como el paisaje sonoro, ruinoso, que construye: el estrellarse de la tapa del camión que descarga tripas sumado al angustiante chorreo constante en Tripas y sangre (2010), la regularidad del golpe rítmico policial en Ejercicio de percusión (2006), los chirridos de la uña de la grúa en What comes from outside… (2008), los martillazos en Costillar y Fuerza y adversario (2015), y un largo etcétera, develan la tristemente célebre “tortura sin contacto” que tiene al sonido como herramienta, una táctica llevada adelante por Estados Unidos desde 1950 y descrita por Alfred McCoy como “la primera revolución real en la cruel ciencia del dolor desde el siglo dieciséis”. Con trágica certeza los sonidos de Ježik encarnan el carácter brumoso e indefinido que sus imágenes no buscan. Lo que vemos, y oímos, en Ježik es la ópera del siglo XXI, parafraseando las palabras de Stockhausen sobre el atentado a las torres.

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Sin embargo en el centro de esos dos extremos (la imagen cierta, el sonido abierto) se ubica la palabra escrita. Ježik transforma a sus acciones y videos en sentencias escritas que anulan la posible plurivalencia de sentidos de la imagen. Cada fotograma de sus videos, cada acto de su cuerpo se inscribe con la contundencia de una frase. Ježik no esculpe, no dispara; Ježik no cincela, no destruye; Ježik escribe… y lee en voz alta para todos amplificando el sonido del desastre.

Es por eso que el sonido de las obras de Ježik también se hace presente donde aparece la palabra escrita dispuesta como “poesía concreta” en el espacio. Es ahí donde el sonido es una presencia muda, brutalmente interna y casi inconsciente: leer es reproducir, sin sonidos, los ruidos de una lengua adentro nuestro, aprovechando la acústica interior de nuestra formación cultural. Y sabemos que gran parte de esos ruidos que esconde cada idioma nacional también son agresivos: un idioma es un dialecto con ejército. Y en esa batalla interna desigual entre dominantes y subalternos, rebeldes y reaccionarios, entre imágenes sonoras y palabras mudas, se inscribe Traigamos la catástrofe (2018), el poema que obstaculiza, letra a letra, el deambular por las salas de Fundación OSDE.

Desplegadas en el suelo, las chapas oxidadas que conforman la frase que da título a la obra (extraída del discurso del economista Frédéric Lordon durante las asambleas parisinas de 2016) enmarcan una serie, ordenada y geométrica por supuesto, de bajos cajones de madera repletos de fierros que, como un gran renglón, dan base a la frase imperativa. El silencio de esas letras, rodeado por las emanaciones sonoras de los videos de las paredes esconde, pese a todo, un ruido potencial: aquellos fierros que descansan entre las palabras no son más que 1.200 hierros de diámetros específicos listos para construir 600 armas de fuego caseras. Sencillas, domésticas, diametralmente opuestas a las armas de diseño que Ježik empuña en Estructura construida…, los fragmentos de esas escopetas marginales tienen la mudez premonitoria que festejaba Maiakovski hace exactamente un siglo: No es hora de frases altisonantes/¡Silencio, oradores!/Tiene la palabra/el camarada máuser. Esas armas lúmpenes guardan dentro suyo un sonido agazapado. Sólo resta esperar las manos de los que las empuñen.

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Marcos Krämer

Nace en Buenos Aires en 1987. Es licenciado en artes visuales, poeta y ensayista. Además de realizar curadurías junto a distintos artistas contemporáneos, fue parte del área de educación del Museo Nacional de Bellas Artes, y actualmente del área de curaduría del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Publicó “Cortar el horizonte” (Document Art Gallery, 2014) en colaboración con José Luis Landet y “Un reflejo en la penumbra” (Milena Caserola, 2016) sobre el artista plástico argentino Fernando García Curten. Hace años persigue la huella del poeta visual argentino Carlos Gómez y siempre encuentra una nueva definición del fracaso. Este año ha publicado el libro de poemas “Mínimo, Vital y Móvil” (Santos Locos, 2018).

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