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Toda Vanitas es un Borrador

I

Se cuenta que hubo un autómata construido de tal manera que a cada jugada de un ajedrecista (oponente) replicaba con una jugada que le aseguraba el triunfo en la partida.

Un muñeco en atuendo turco, con la pipa del narguile en la boca, sentado ante el tablero que descansaba sobre una mesa espaciosa. Mediante un sistema de espejos despertaba la ilusión de que esta mesa era por todos lados transparente. En verdad, dentro de ella había un enano jorobado, que era un maestro en el juego del ajedrez y conducía la mano del muñeco por medio de hilos.

                                                                                                                                                                              Walter Benjamin

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Vista de la exposición Monkey’s Mirage, de Alejandra Prieto, en Y Gallery, Nueva York, 2015. Cortesía de la artista

En 1769 el inventor, escritor y eminente ajedrecista austrohúngaro Wolfgang von Kempelen construyó un autómata ajedrecista. El artefacto tenía el aspecto de una mesa abierta con todos sus mecanismos a la vista. Aparentemente. Sentado ante ella había un maniquí ataviado de turco que simulaba mover las piezas. En realidad no era ese mecanismo visible quien jugaba, sino un enano escondido en su interior. La máquina fue sumamente exitosa, protagonizando varias giras por Europa, una por Cuba, como primera parte de un tour planeado por Hispanoamérica, y otra por los Estados Unidos de América. Entre los adversarios derrotados por ella se cuenta a Benjamin Franklin, a Napoleón Bonaparte, en dos ocasiones, y al pionero de la computación Charles Babagge. Esto último no deja de ser una ironía del destino, si se tiene en cuenta que más de un siglo después sería precisamente otro autómata –el software Deep Blue– quien en 1996 derrotaría al campeón mundial de ajedrez Gary Kaspárov. En esta exposición –Monkey’s Mirage– Alejandra Prieto nos presenta un objeto que simula ser un ouija. El aparato es una mesa redonda de un metro de diámetro sobre la cual se han tallado las veinticuatro letras del alfabeto y los diez primeros números del sistema decimal. Oculto bajo la mesa hay un sistema mecánico que posee un imán en virtud del cual una esfera de hematita se desplaza de signo en signo. Así es como escribe; o coquetea con la ilusión de que “algo” está escribiendo. Pero al revés de los tableros de ouija de fines del siglo XIX, en la ouija de Prieto lo que escribe no es un conjunto de espíritus que se expresan moviendo un puntero o un vaso. Lo que se transcribe son frases que se obtienen mediante un software que posee un motor de búsqueda en posesión de un número determinado de palabras clave –como fantasma, máquina, pájaro, obsceno y noche– relacionadas con temas referentes a los objetos que componen esta muestra (ya diré cómo pienso que se vinculan). Ese motor va a diversas páginas web –tanto estáticas como dinámicas– en donde busca la palabra en cuestión para que el programa reproduzca la oración que le sigue inmediatamente a la frase conteniendo dicho término. Así, por ejemplo, a una oración conteniendo el adjetivo “obscene” ha de seguirle la próxima en la página que es el caso (por ejemplo: “It is derived from the Latin obscaena (offstage) a cognate of the Ancient Greek root skene, because some potentially offensive content, such as murder or sex, was depicted offstage in classical drama”). Si se dan las condiciones necesarias, esa frase podría ser perfectamente reproducida por el artilugio informático recién descrito.

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Alejandra Prieto, Ouija, vista de la exposición Monkey’s Mirage en Y Gallery, Nueva York, 2015. Cortesía de la artista

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Alejandra Prieto, Ouija, vista de la exposición Monkey’s Mirage en Y Gallery, Nueva York, 2015. Cortesía de la artista

Pero volvamos al mundo de los objetos: como en la ouija de Prieto y el Turco –no hablaré del significado que para Occidente tenía esa palabra en el siglo XVIII–, el estadounidense Deep Blue tenía un componente objetual: era un brazo robótico quien movía las piezas frente al ajedrecista ruso. Se invertían los papeles. Ahora era la máquina quien vencía al humano. En 1854, 85 años después de su construcción, el Turco, donado al Museo Peale de Filadelfia, fue destruido en un incendio. En 2007 se expuso en el ZKM de Alemania una reconstrucción del autómata. El título de la muestra es decidor: Wolfgang von Kempelen. Mensch– [in der] –Maschine (Wolfgang von Kempelen. Hombre– [en la] –Máquina). Resuena ahí el cliché del conductismo de Gilbert Ryle: ghost in the machine (Ryle, 1949). Lo del conductista Ryle es sólo una metáfora: no podemos saber nada de los estados mentales si no es a través del comportamiento. Esta es como un “escarabajo dentro de una caja” que permanece cerrada (Wittgenstein, 1953). Algo produce ruido, pero no sabemos qué es ni como describirlo en términos exactos.

Traigo a colación el ingenio de Von Kempelen a propósito de la ouija sin espíritu –ni humano ni de ultratumba– que Prieto presenta en la exhibición. Hay un asunto con el que la obra entra en relación: el animismo y la creencia, algo cómica, de que una máquina puede tener estados mentales que le permitan, por ejemplo, jugar al ajedrez o escribir palabras provenientes desde el más allá. En el plano de la informática esta controversia nace de la mano de la computación, aunque en ese caso los estados mentales se localizan en el más acá de los circuitos lógicos y dentro del ordenador. El primer documento de esa polémica es un célebre artículo de Turing, donde el matemático se pregunta si “puede pensar una máquina” (Turing, 1950). En el plano de la Antropología, en tanto, el animismo constituye un problema más viejo que el hilo negro. Fue Sigmund Freud quien, a partir de la literatura de E. T. A. Hoffmann, describió el carácter “ominoso” –“unheimlich” (Freud, 1909)– de maniquíes, autómatas y dobles (y el doble no puede ser sino un elemento relevante en una exposición que incluye un espejo).

El animismo, por otra parte, emparentado con el motivo del doble, se remonta al paleolítico y se relaciona con la atribución de espíritu, en un sentido antropomorfo, a los objetos más diversos: árboles, piedras, truenos, animales, montañas, ríos… y después máquinas (no en el paleolítico, desde luego). Pero lo ominoso es literalmente un efecto. Tiene una duración y también tiene un final. Nace y después muere. El análisis de Freud parece simple: ominoso es el retorno de lo familiar en lo infamiliar. Por eso, esa inquietante extrañeza puede deshacerse. Cuando un sueño es interpretado su carácter ominoso se disuelve. Cuando sus elementos, condensados y desplazados, son reconducidos al campo de lo familiar y lo conocido, lo inquietante se disuelve de un modo parecido a como se deshace un nudo. Algo similar ocurre con Deep Blue. La apariencia de lo inteligente se desvanece en el justo momento en que se devela como algo programado. Para que un ente parezca inteligente –o animado– el andamiaje de lo que finge no debe verse. Menos debe percibirse que existe. Menos todavía como es que trabaja y de qué modo funciona. Si viéramos que Deep Blue no es más que un gigantesco organigrama de relaciones hipervinculadas, veríamos que simplemente se limita a responder con A donde ve Z. Es difícil decir que hay algo así como imaginación en Deep Blue. Claro que la hay, pero programada por otro. No hay, en todo caso, lo que Heidegger llama un pensar reflexionante o lo que Kant denomina un juicio reflexionante. Ese es todo el asunto. Hay sólo relaciones de causa y efecto en un gran conjunto de variables. Tampoco hay, aparentemente, ánima alguna escribiendo sobre la mesa de Prieto. Por eso, su objeto no puede ser una afirmación o una negación, sino apenas un comentario al mito del fantasma en la máquina que, a su vez, construye determinado fantasma de la máquina. Éste predica que las máquinas pueden poseer –o llegar a poseer– estados mentales. Si es que ya no los tienen: desde Deep Blue hasta una simple calculadora. Esta última cuestión, no obstante –y en atención a los prolíficos debates entre partidarios de la inteligencia artificial dura (strong AI), como John McCarthy, y filósofos de la mente, como John Searle– constituye una pregunta empíricamente abierta e imposible de ser diligentemente descrita en este breve texto. Hay numerosos argumentos a favor y en contra. Según McCarthy, sí habría un ánima escribiendo, sólo que inhumana. Searle sostiene lo contrario: en lo concerniente al lenguaje natural, no hay ánima que no sea humana. Lo que escribe sobre la ouija es un programa alojado en una máquina debajo de la mesa. Alguien tuvo que programar esa máquina. Bajo esa perspectiva el gesto de Prieto no puede ser interpretado ni como negativo ni como afirmativo, sino más bien como escéptico. Como Sexto Empírico, Alejandra Prieto se limita a “contar lo que me pasa” (Sexto Empírico, Siglo II d. C.), en este caso construyendo una ouija que escribe del modo como lo he descrito un poco más atrás.

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Alejandra Prieto, Espejo de Pirita, 2015. Vista de la exposición Monkey’s Mirage en Y Gallery, Nueva York, 2015. Cortesía de la artista

II

El mayor lugar común respecto a los espejos –desde el mito de Narciso hasta las teorías de Jacques Lacan– predica que éstos son superficies donde se proyecta y construye el yo, o más bien su imagen. Algo similar podría afirmarse de las obras de arte: que parcialmente éstas son proyecciones del yo. No obstante, el espejo se reserva algo así como un principio de alteridad. La imagen del yo no logra reflejar al yo, así como un globo terráqueo no puede ser el mundo. El yo es una cuestión mucho más misteriosa y compleja. Jorge Luís Borges –grávido– escribe: “Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso. Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres” (Borges, 1944). Alejandra Prieto lleva trabajando con espejos desde el año 2011, cuando produjo un espejo de carbón de 300 x 185 cm. Éste citaba los espejos de carbón de la cultura chavín (1200-200 A.C.), pero recordaba, también, a ese gran monolito negro que vemos en 2001: Odisea del Espacio (1968), de Stanley Kubrick. Este nuevo espejo de pirita de 150 x 220 cm., en tanto, alude a los espejos del mismo material que se encuentran en la península de Yucatán, en el norte del Perú e incluso en el antiguo Egipto. Pero ¿qué podría tener de monstruoso un espejo? Un espejo es, ya lo dije, una superficie de proyección del yo. Es, literalmente, la cara más visible de su epidermis. Decía el aforista alemán Georg Christoph Lichtenberg: “En la Tierra no hay superficie más interesante que el rostro humano” (Lichtenberg, 1764). Es esa superficie del yo, ya de por sí inquietante – y a la que Lichtenberg sólo pudo acceder en virtud de un espejo–, la que deviene bloqueada por las irregularidades, las grietas, las trizaduras y el débil reflejo de nuestras máscaras y muecas (des)compuestas en la roca pulida. Lo monolítico, en tanto, también es una superficie de proyección, como tan bien lo supo reflejar Kubrick. El mono deviene Homo sapiens desde el momento en que es capaz de proyectarse en el mundo mediante la concepción de la geometría, que es una abstracción matemática de lo real, el advenimiento del lenguaje, la invención de conceptos, el uso de herramientas, la escritura, la ley y la religión (traigo a colación estos dos últimos conceptos en virtud del fantasma de la Kaaba y del Código de Hammurabi, que intuyo tanto en el monolito de Kubrick como en el espejo de Prieto). Y es aquí donde retorna pertinente la mención de Deep Blue, pues el autómata inteligente no es sino una forma más acabada de esa proyección (y que, ciertamente, no es patrimonio de Occidente, si consideramos, por ejemplo, lo prolífico del diseño y construcción de autómatas en el mundo musulmán y en otras culturas de Oriente [1]). Bien lo supo retratar Kubrick en la misma película mediante la inclusión de su Hal 9000, la computadora inteligente que dirigía la nave espacial Discovery. Nunca supimos si Hal 9000 siguió un programa inoculado en él por otro, o si actuó siguiendo sus propias decisiones. Es como si un espejo comenzara a reflejarnos según sus propios criterios y su propia voluntad, modificando tanto nuestra imagen como nuestro yo; y ya no sólo como la imagen de un individuo, sino como una entidad que en su reflejar termina por devorar al sujeto y por condicionarlo a su antojo. Zeus mata a Cronos. Quizás acá convenga hacer breve mención a otra mitología posmoderna: la “singularidad tecnológica”, que derivada de la inteligencia artificial dura, predice que la superación de la inteligencia humana por la inteligencia de máquinas tendrá lugar entre 2030 y 2045. Tanto la ouija, el espejo y el mono tallado sobre la piedra, que comentaré enseguida, entran en relación con todos los asuntos mencionados en este texto.

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Alejandra Prieto, Mono con Navaja, 2015. Vista de la exposición Monkey’s Mirage en Y Gallery, Nueva York, 2015. Cortesía de la artista

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Alejandra Prieto, Mono con Navaja, 2015. Vista de la exposición Monkey’s Mirage en Y Gallery, Nueva York, 2015. Cortesía de la artista

III

No sólo los espejos de carbón ocuparon un lugar importante entre las culturas indígenas del antiguo Perú, sino también los monos. A este respecto, la historiadora del arte boliviana Teresa Gisbert cita a un misionero jesuita de apellido Arriagada: “En las ventanas de la iglesia echamos de ver muy acaso, que estaban dos micos de madera, y sospechando lo que era, se averiguó que los reverenciaban, porque sustentasen el edificio, y tenían sobre ello una larga fábula” (Gisbert, 1980). Por algún motivo, los monos aparecen a la base de algunas iglesias del antiguo virreinato. Así se ve, por ejemplo, en la columna del sotocorro de la Iglesia de Santa Cruz de Jerusalén (Julí), a orillas del Lago Titicaca. Pero poco de eso debió traspasarse al mulato José Gil de Castro (1785-1841), pintor peruano quien en 1816 retrató, en los albores del Chile republicano, a Don Ramón Martínez de Luco y Caldera y su hijo Don José Fabián. El tercer objeto que compone esta muestra es una pequeña roca con un tallado. Lo que vemos ahí es un mono que se mira en un espejo con una navaja en la mano. Esa imagen es una cita: en su mano izquierda Don José Fabián sostiene un medallón donde aparece pintado precisamente ese mono y no otro. Respecto a él, el crítico chileno Justo Pastor Mellado escribe: “El mono era un emblema del pintor que imitaba las cosas. El mono es un imitador de los gestos humanos. Pero hay un chiste en que un tipo se afeita y descubre que en el edificio de enfrente hay un mono que lo imita en todo. El tipo se moja la cara, el mono se lava la cara. El tipo toma la navaja, el mono toma la navaja. El tipo invierte el filo de la navaja y se la pasa por el cuello, el mono lo mira y le hace una tapa. El pintor es como ese mono, que hace la tapa y revierte la situación” (Mellado, 2010). Poco hay, en definitiva, de los monos sostenedores si seguimos a Mellado, que más adelante agrega: “Lo que está puesto en escena es la dinámica del corte con la filiación y la fidelidad a la Corona, en un momento de ascenso de las fuerzas de medio pelo que –a juicio de los detentores de La Ley– se asemeja en peligrosidad a un mono con una navaja en la mano” (Mellado, 2010). La interpretación de Mellado, aguda por cierto, se prestaría para una imagen en que fuerzas de medio pelo –expresión que en Chile se usa para nombrar sujetos de extracción social baja en una vía de ascenso mal vista por las capas más altas– comienzan a pretender participar de eso que él llama La Ley. Pero como lo vemos en Kubrick, antropológicamente La Ley procede del mono –tan mono como el otro mono– que, sin embargo, de pronto se descubre reflejado en nada menos que La Torre de Babel o el obelisco de Luxor. Y es eso lo que lo distingue. Esa diferencia es provista por el mismo Kubrick, cuando un mono aporrea a otro con un hueso. Pero antes ha visto que verá a la Kaaba, que escribirá el código de Hammurabi, que construirá Tiahuanaco y que levantará pirámides en Mesoamérica. Ha visto que se verá reflejado en el agua, en un espejo y después en una pantalla de cristal líquido: como mono (post)humano. Con respecto a estos otros monos, solemnes y egipcíacos, cabe señalar –a propósito del principal objeto con que entra en relación la ouija– que todas las conexiones a la Internet que hay en Latinoamérica pasan por los Estados Unidos de América (así como casi todas las conexiones que se están construyendo en África están siendo provistas por la República Popular China). En un escenario tan asimétrico, el corte con esa nueva corona se hace casi imposible para los monos decimonónicos que, por otra parte, tienen una escasa comprensión del nuevo poder que los domina y, por otra más, carecen de los recursos tecnológicos para subvertir la situación. Los modelos revolucionarios de la modernidad se han vuelto imposibles en un mundo en donde, como lo señala Julian Assange: “En este espacio etéreo, este espacio aparentemente platónico de flujo de ideas en información, ¿podría existir la noción de fuerza coercitiva? ¿Una fuerza capaz de modificar registros históricos, de intervenir teléfonos, separar pueblos, convertir la complejidad en escombros y levantar murallas cual ejército de ocupación? La naturaleza platónica de Internet, los flujos de ideas e información, está envilecida por sus orígenes físicos. Sus pilares son cables de fibra óptica que se extienden a lo largo del suelo oceánico, satélites que giran sobre nuestras cabezas, servidores informáticos alojados en edificios en ciudades de Nueva York a Nairobi” (Assange, 2012). En efecto, palabras como “nube” no son más que eufemismos para presentar como inmaterial algo que poco tiene de inmaterial. Se trata de un asunto tan matérico como las piedras y los volcanes. En ese contexto, tanto la ouija como el espejo, y el mono que se mira en él, devienen alegorías sumamente pertinentes. Agrega Assange: “Pero la independencia de América Latina está aún en pañales. Los intentos desestabilizadores de Estados Unidos todavía son moneda corriente en la región, como ocurrió, no hace mucho, en Honduras, Haití, Ecuador y Venezuela” (Assange, 2012). Está claro cuál sería la nueva navaja: salir del analfabetismo digital y ser capaces de producir un software y hardware criptográfico ilegible para el nuevo poder; o al menos intentarlo. No obstante, no se ve demasiado interés en ello de parte de los nuevos pelucones; y tampoco de parte de los nuevos monos con navaja.

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Alejandra Prieto, Imbunche, 2015. Vista de la exposición Monkey’s Mirage en Y Gallery, Nueva York, 2015. Cortesía de la artista

IV

El cuarto objeto que Prieto presenta es una escultura en aluminio fundido y pintado que cita un dibujo del Mundus Subterraneus (1665) de Athanasius Kircher. No me detendré tanto en la referencia como en una asociación que, no obstante, comparte algunos rasgos con ella. Como se sabe, en dicho libro Kircher intenta trazar un paralelo entre la Tierra y el cuerpo humano, comprendidos ambos como organismos vivos y como sistemas abiertos que intercambian materia con el exterior. Pero lo que la escultura representa –al revés de la Tierra y de cualquier sistema abierto (sea un ser vivo, una ouija o un espejo)– no tiene ninguna apertura hacia el exterior. La escultura representa un sistema completamente cerrado: dos cuerpos similares a un estómago de animal –utilizados, por ejemplo, para la fabricación de las primeras gaitas– unidos mediante dos trompas que se parecen a las de los elefantes o a las de los mosquitos. Es acá donde se hace levemente pertinente la mención de un personaje de la mitología mapuche y sobre todo de la mitología chilota: el imbunche. El folclorista chileno Oreste Plath lo describe como “un ser humano deforme que lleva la cara vuelta hacia la espalda. Las orejas, la boca, la nariz, los brazos y los dedos torcidos. Anda sobre una pierna por tener la otra pegada por detrás al pescuezo o a la nuca. No tiene la facultad de hablar” (Plath, 1973). El imbunche originario no tiene los orificios del cuerpo cosidos. De hecho es en versiones posteriores –por ejemplo en El Obsceno Pájaro de la Noche de José Donoso (1970)– donde un personaje asociado al imbunche, el mudito, aparecen con los orificios del cuerpo cosidos; orificios cosidos; puertas y ventanas tapiadas y casas donde la luz no entra. Es por lo mismo, que desde la literatura, y desde una perspectiva más culta y académica, el imbunche ha sido leído como una metáfora de la clausura y el encierro propio de la cultura chilena, o de cierta cultura chilena. El ensayista y profesor de literatura chileno Roberto Hozven cita a la antropóloga, también chilena, Sonia Montecino: “Imagen de un modo de comprender ciertas características nacionales del encierro, lo contrahecho, lo monstruoso y la manipulación del poder” (Hozven, 2012). Lo que el mono de Gil ve en el espejo puede ser, en efecto, el deseo de ser un aristócrata provinciano –algo apolillado quizás- encerrado en su propio reflejo: un imbunche que, a su vez, produce más imbunches. Tenemos, entonces, cuatro elementos: 1) El mono de Gil (que no es ni el egipcíaco y épico mono de Kubrick ni tampoco el orwelliano mono de Assange). 2) El espejo de Gil (que tampoco es el trascendental espejo metafísico de Kubrick). 3) El Imbunche (sólo puedo recordar esa escena de 2001 donde los astronautas se cubren los oídos ante el insoportablemente agudo sonido que emite el monolito cuando aparece sobre la Luna y éstos intentan fotografiarse junto a él [motivo que, por cierto, daría pie a otro texto sobre “él”]), y 4) Finalmente, ese autómata de Babel –Hal 9000, que es el que les ha permitido llegar a los viajeros al lugar donde el monolito iconoclasta los transforma de nuevo en monos para castigar su demasiado humana iconofilia. Después hay un corte y vemos una medialuna. No puede ser casualidad. El monolito es Dios. Pero no queda claro quién inventó a Dios. Es decir, no sabemos si lo que ensordece es Dios propiamente tal, o si es, acaso, el monstruoso reflejo en el paralelepípedo de piedra de sus inventores; todos nosotros, a fin de cuentas. Y es acá –frente al espejo de pirita pulida que Prieto nos presenta– que la figura freudiana del retorno vuelve a cobrar algo de sentido. Lo mismo ocurre con El Turco y la ouija y también con la medialuna que aparece después del espejo.

Para cerrar esta IV parte, y en relación al simbolismo del espejo, quisiera concluirla citando, nuevamente, a Borges: “Un versículo de San Pablo (I, Corintios, 13, 12) inspiró a León Bloy. Videmus nunc per speculum in aenigmate: tunc autem facie ad faciem. Nunc cognosco exparte: tunc autem cognoscam sicut et cognitus sum. Torres Amat miserablemente traduce: Al presente no vemos a Dios sino como en un espejo, y bajo imágenes oscuras: pero entonces le veremos cara a cara. Yo no le conozco ahora sino imperfectamente: mas entonces le conoceré con una visión clara, a la manera que soy yo conocido.” Cuarenta y cuatro voces hacen el oficio de veintidós; imposible ser más palabrero y más lánguido. Cipriano de Valera es más fiel: “Ahora vemos por espejo, en oscuridad; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; mas entonces conoceré como soy conocido.” Torres Amat opina que el versículo se refiere a nuestra visión de la divinidad; Cipriano de Valera (y León Bloy) a nuestra visión general.” (Borges, 1952).

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Alejandra Prieto, Imbunche, 2015. Vista de la exposición Monkey’s Mirage en Y Gallery, Nueva York, 2015. Cortesía de la artista

V

Por último, cabe una consideración a la superficie del espejo. Ésta está compuesta por un conjunto de palmetas de pirita, pulidas y unidas con resina. La resina es transparente. Bajo ella se pueden apreciar grietas y pequeños huecos. Se vislumbran ahí, en esas pequeñas cavidades, unas diminutas formas geométricas.

Se podría contextualizar en otro ámbito la superficie del espejo; o del cuadro monocromo de piedra dorada –o de metal pétreo (si así se prefiere)– y hacer toda una lectura con respecto a esta clase de asuntos, más ligada a la historia del arte, y particularmente del arte abstracto y minimalista, como ya lo hice en otra ocasión (Schopf, 2013).

Pero no haré hincapié en eso.  Quisiera trabajar otro vínculo. Más coherente con lo hecho hasta acá, me parece volver sobre más fuentes literarias. Las formas geométricas ocupan un lugar singular en uno pocos autores que conozco bien. Producen un asombro extraño. Thomas Bernhard en su novela Corrección (1975), narra la historia de un hombre ya fallecido –Roithamer– que en vida se propuso algo tan imposible como construir una vivienda en forma de cono en el centro exacto de un bosque. La primera aporía que surge es: ¿cómo ha de delimitarse el centro exacto de un bosque? Al respecto, Bernhard escribe “(…) la construcción del Cono, para esa obra de construcción como obra de arte, que había proyectado para su hermana en tres años de trabajo ininterrumpido y había construido en los tres años siguientes con la mayor de las energías, calificada una vez por él mismo de casi inhumanas, y precisamente en el centro del bosque de Kobernauss” (Bernhard, 1975). Delimitar el centro exacto de un bosque –al cual debe conducir, para colmo, una carretera que nadie conoce–, así como construir una morada en forma de cono perfecto, cuya altura sea, además, coincidente con la altura de todos los árboles que lo rodean, es, de hecho, algo tan humano como inhumano. Esos son imbunches austríacos. Roithamer –que en el fondo es Wittgenstein– deseaba encerrar a su hermana en el cono “para su felicidad perpetua” (Bernhard, 1975). Cualquiera que conozca el Haus Wittgenstein de Viena –que el filósofo y lógico diseñó para su hermana– no demora demasiado en reparar lo mucho que se parece a una cárcel. Dicho sea de paso: uno de los principales personajes de Corrección –y alter ego de Roithamer– es un taxidermista de nombre Höller. En algo lo de Bernhard recuerda no sólo a lo de Donoso, sino también a la Torre de Babel o a las pirámides, de las cuales ya he hecho mención. Humano e inhumano, por otra parte, no se comprenden el úno sin el ótro. A lo inhumano de Bernhard se le puede acoplar algo igualmente humano de Borges –tan aficionado a asuntos babilónicos– en el ya citado Tlön Uqbar, Orbis Tertius: «A la madrugada, el hombre estaba muerto en el corredor. La aspereza de la voz nos había engañado: era un muchacho joven. En el delirio se le habían caído del tirador unas cuantas monedas y un cono de metal reluciente, del diámetro de un dado. En vano un chico trató de recoger ese cono. Un hombre apenas acertó a levantarlo. Yo lo tuve en la palma de la mano algunos minutos: recuerdo que su peso era intolerable y que después de retirado el cono, la opresión perduró. También recuerdo el círculo preciso que me grabó en la carne. Esa evidencia de un objeto muy chico y a la vez pesadísimo dejaba una impresión desagradable de asco y de miedo. Un paisano propuso que lo tiraran al río correntoso. Amorim lo adquirió mediante unos pesos. Nadie sabía nada del muerto, salvo «que venía de la frontera». Esos conos pequeños y muy pesados (hechos de un metal que no es de este mundo) son imagen de la divinidad, en ciertas religiones de Tlön» (Borges, 1944). Pues bien, pecando de subjetivo, me resulta casi imposible no ver en los cuatro objetos que componen esta muestra –y sobre todo en los pequeños huecos cúbicos sobre la superficie pulida– tanto al cono de Roithamer como al de Tlön. Acá el motivo del doble retorna otra vez, y retorna en otro retorno especular: la escultura que cita a Kircher es una especie de reflejo objetualizado que enfrenta a dos cosas idénticas en el espacio. Su refracción está marcada por la unión de las trompas. Su simetría es monstruosa (“fearful symmetry”, dice William Blake del simétrico rostro del tigre [Blake, 1794]). Recordemos, a propósito de simetrías, la escena de Kubrick que comenté un poco más atrás. El mono, tras apalear al otro simio, arroja un hueso al aire que luego se convertirá en navío espacial. Pero antes se ha descubierto a sí mismo –“humano demasiado humano”– aporreando los restos óseos de un tapir. Como banda sonora escuchamos el poema sinfónico Así habló Zaratustra (1896) de Richard Strauss. Pero cuando el hueso, la navaja o el espejo ya son nave, se escucha El Danubio Azul, vals compuesto por el más frívolo –y quizás más dionisíaco–  Johann Strauss; en 1867. Dos conos, dos hombres con el mismo nombre –(en cierto sentido gemelos, como las gemelas –dobles–  de otra película de Kubrick, The Shining de 1980, o como lo que ocurre en Dr. Strangelove, de 1964, donde Peter Sellers interpreta a tres personajes).

Del 2 pasamos al 3 y eso, por cierto, ya implicaría salirse de la figura del doble para entrar en el motivo del trino, al cual tanto le debe la representación de la Santísima Trinidad en el Barroco Andino, pero también en los íconos bizantinos y rusos, que constituyen su fuente.

Pero para eso necesitaríamos de otro espejo más –salvo que el tercer trino no sea ni más ni menos que el otro mono; o simplemente el otro otro.


[1] Véanse, por ejemplo, los autómatas musicales antropomorfos del kurdo Al Jazari (1136-1206) o los Karakuri japoneses del los siglos XVIII y XIX. N. del A.


Referencias bibliográficas:

  1. Assange, Julian. 2013 (2012). Criptopunks. La libertad y el Futuro de Internet. Santiago, LOM.
  2. Bernhard, Thomas. 1983 (1975). Corrección. Madrid, Alianza Editorial.
  3. Blake, William. 1794 (1998). El Tigre. En: Poesía Completa. Barcelona, Ediciones 29.
  4. Borges, Jorge Luís. 2002 (1944). Tlön Uqbar, Orbis Tertius. En: Ficciones. Madrid, Alianza.
  5. Borges, Jorge Luís. 2002 (1952). El Espejo de los Enigmas. En: Otras Inquisiciones. Madrid, Alianza.
  6. Freud, Sigmund. 1993 (1919). Lo Ominoso. En: Obras Completas. Buenos Aires, Orbis.
  7. Gisbert, Teresa. 2008 (1980). Iconografía y Mitos Indígenas en el Arte. La Paz, Editorial Gisbert y CIA.
  8. Hozven, Roberto. Imbunche y Majamama, dos Archivos Culturales Chilenos.Atenea (Concepc.)[online]. 2012, n.506, pp. 153-169. ISSN 0718-0462.  http://dx.doi.org/10.4067/S0718-04622012000200010. Recuperado de: http://www.scielo.cl/scielo.php?pid=S0718-04622012000200010&script=sci_arttext
  9. Lichtenberg, Georg Christoph. 2002 (1806). Aforismos. Barcelona, Edhasa.
  10. Mellado, Justo Pastor. La Ley del Mono. http://www.justopastormellado.cl. Fecha de ingreso: 10 de septiembre de 2010. Recuperado de: http://www.justopastormellado.cl/niued/?p=551
  11. Plath, Oreste . 1983 (1973). Geografía del Mito y la Leyenda Chilenos. Santiago, Nascimento.
  12. Ryle, Gilbert. 2000 (1949). The Concept of Mind. Chicago, University of Chicago Press.
  13. Schopf, Demian. La Cáscara del Sentido (sobre “Realidad de Aspecto”, de Alejandra Prieto. http://www.artishock.cl/ . Fecha de ingreso: 16 de enero de 2013. Recuperado de: http://www.artishock.cl/2013/01/16/la-cascara-del-sentido-sobre-relacion-de-aspecto-de-alejandra-prieto/
  14. Sexto Empírico. 1993 (Siglo II d. C.). Esbozos Pirrónicos. Madrid, Gredos.
  15. Turing, Alan M. 1950. Computing Machinery and Intelligence. En: Mind, New Series, Vol. 59, No. 236. Oxford, Oxford University Press.
  16. Wittgenstein, Ludwig. 1967 (1953). Philosophische Untersuchungen. Frankfurt am Main, Suhrkamp.

Demian Schopf

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