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CARL ANDRÉ: LA REDENCIÓN DEL OBJETO INDUSTRIAL Y EL ESPECTADOR EMANCIPADO

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Vista de la exposición «Carl Andre: escultura como lugar, 1958-2010», en el Palacio de Velázquez, MNCARS, 2015. Foto: Joaquín Cortés / Román Lores

A propósito de la exposición Escultura como lugar, 1958-2010 [1] que hasta el 12 de octubre de 2015 nos presenta una retrospectiva de Carl André (Quincy, Massachusetts, 1935) en el Museo Reina Sofía, planteamos en este texto una aproximación a su obra, profundizando en el contexto en el cual surge y en algunas de las claves de su creación artística.

La exposición que actualmente se presenta en el Reina Sofía reúne alrededor de 200 esculturas y trabajos en papel realizados por André en los últimos 50 años, incluidas sus obras minimalistas más emblemáticas además de una gran cantidad de series de poesía visual y concreta, collages textuales y obras en papel escritas entre 1958 y 1972. La exposición también reúne, por primera vez en 20 años, un conjunto de objetos titulados Dada Forgeries, que se relacionan con los readymade de Duchamp. No es curiosa esta relación si pensamos que tanto en la obra minimalista como en el readymade el carácter único de la experiencia del artista desdoblada en el “hacer”, es reemplazado por un “acto de transferencia” que se produce al situar un objeto de uso común en el ámbito artístico [2].

El carácter antológico de esta exposición permite, como lo señalan los comisarios de la muestra Philippe Vergne y Yasmil Raymond, comprender la progresión del pensamiento escultórico de Carl André, el cual transita desde la comprensión de escultura como forma, hacia su concepción como estructura, para finalmente decantar en una noción de escultura como lugar. Sin embargo, la diversidad de este conjunto de obras, dentro de las que se encuentran piezas casi inéditas como lo es una vasta producción poética que abarca tanto lo escrito como lo objetual, también permite rastrear el camino del Land Art y del arte conceptual y no sólo las incursiones de André en del campo de la escultura, género que lo ha ubicado históricamente dentro del movimiento Minimalista.

Si obedecemos a esta clasificación historicista, es difícil leer la obra de Carl André sin situarnos al interior de una generación que transformó los paradigmas del arte a partir de los años 60, pues así como su escultura nos invita a olvidar la autonomía del objeto para comprenderlo en contexto, de este modo también su figura no es posible de desligar del movimiento estadounidense en el cual surge. De este modo, cuesta trabajo pensar a André sin el resto de sus coetáneos: Morris, Smith, Stella, Flavin y especialmente Judd, quienes en un corto periodo de tiempo transformaron el contexto histórico en el que se situaron al abolir el Expresionismo Abstracto e introducir abruptamente el Minimalismo. Desde esta perspectiva, la exposición que nos presenta el Museo Reina Sofía nos permite adentrarnos no sólo en el pensamiento artístico de Carl André, sino en la concepción de arte de todo un movimiento artístico.

Ahora bien, ¿qué se puede decir del tema que ya no se haya dicho? ¿Qué se puede pronunciar sobre el movimiento minimalista más allá de señalar que sus preocupaciones formales tendieron a la geometría mediante la apropiación de materiales industriales, que a través de ello buscaron apelar al sentido tautológico del objeto, a eliminar toda estructura retórica y discursiva para renunciar al significado de la obra? ¿O que mediante nuevas formas de emplazamiento introdujeron el concepto de site-specific?

Pues bien, es tal vez este grupo de decisiones en su conjunto lo que conduce a la renovación más notable que en el campo de la escultura introducen estos artistas: trasladar la experiencia de producción o conformación del objeto escultórico, al lugar de la experiencia espacio-temporal del espectador, poniendo en curso una transformación que hasta nuestros días redefine las condiciones de recepción del objeto artístico.

En esta línea, uno de los gestos críticos de la obra de Carl André hacia la tradición escultórica clásica consistió en haber instalado el principio de horizontalidad, contrariando la verticalidad de la figura que por siglos mantuvo a la escultura erguida sobre un pedestal, hasta derribarla y ubicarla directamente sobre el suelo. Así, mediante nuevas formas de emplazamiento, el Minimalismo abre, de parte de Carl André, la posibilidad del arte de ingresar al territorio de lo contingente, al volcar el foco de interés desde una escultura que se observa hacia una escultura que se circula mediante los desplazamientos corporales del espectador. Es así como la escultura ya no se mira sino que se recorre, proponiendo un espectador emancipado desde su propio espacio hacia el espacio de la obra. De esta manera, los minimalistas enfrentan el espacio interior, contenido en y por el objeto, al espacio en su amplitud o apertura, al espacio “expandido”, como lo señala Krauss.

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Vista de la exposición «Carl Andre: escultura como lugar, 1958-2010», en el Palacio de Velázquez, MNCARS, 2015. Foto: Joaquín Cortés / Román Lores

Podemos decir entonces que la obra minimalista habita en esta coexistencia, pues en la medida en que la escultura desciende tanto física como ideológicamente de su espacio “aurático” para ser objeto banal y ocupar el mismo nivel que el espectador, ésta se contamina al existir en la continuidad entre interior y exterior. Esto ocurre en la actual exposición de André, por ejemplo, en las piezas donde la sucesión formal de una cosa detrás de otra, donde la serialidad, el intervalo y la repetición funcionan como un juego visual y formal de re-ordenamiento del espacio, a través del cual el espectador circula y transita para generar una relación con éste. Por ejemplo, a través de la obra Lever, consistente en 139 ladrillos sin fijar, el espectador puede realizar variados desplazamientos a suerte de intervenciones coreográficas en el espacio, haciéndose parte de la obra a modo de protagonista emancipado, es decir, no a la manera de un observador ubicado a priori en un lugar fijo y físicamente distanciado del objeto, sino integrado al interior de la obra.

Tanto como el emplazamiento, la proveniencia material prefabricada del objeto minimalista le propina su principal fuente de exterioridad, generando la transformación de los valores artísticos presentes en la época, los cuales habían sido instalados por la tradición positivista del arte europeo y por el movimiento estadounidense del expresionismo abstracto defendido por Greenberg. Parte de su planteamiento se sostiene sobre una base que los minimalistas intentarán desinstalar: que el material utilizado en la obra, en este caso la action paiting, no posee movimiento propio, sino que se adapta a un gesto propiciado por el artista. El objeto es, así, producto de un acto que expresa un estado interno, emocional y psicológico del sujeto, resultado de un proceso íntimo de la personalidad del artista, lo cual carece, para el pragmático pensamiento minimalista, de credibilidad y sustento.

Por otra parte, tanto las composiciones del arte europeo como las del expresionismo abstracto -pensemos por ejemplo en la escultura cubista de acero soldado o en las expansiones pictóricas de Jackson Pollock- estaban siempre limitadas a una solución cerrada, es decir, sus formas materiales no se adueñaban del campo exterior existente más allá de su condición de objetos, manteniéndose siempre dentro de un territorio impenetrable para el espectador. Además, obedeciendo a la tradición formalista de la estructura compositiva europea, las formas al interior de un cuadro o de una escultura eran ordenadas a la manera en que señala Frank Stella: La base de su concepción de conjunto es el equilibrio. Haces algo en una esquina y lo equilibras con algo en otra esquina” [3], obedeciendo a una composición relacional que como declara críticamente Donald Judd están ligadas a una filosofía racionalista que establece formas de ordenamiento a priori.

Así, pues, los minimalistas buscaron operar una neutralidad compositiva tan absoluta que elimina cualquier tipo de jerarquía visual que pudiera acaparar la atención exclusiva del ojo expectante. Es como si, mediante un sistema de borradura de las categorías visuales y a través de la serialización y sucesión de intervalos perfectamente calculados en un exacto ordenamiento, homogéneo e indiferenciado, el minimalismo reafirmara la procedencia material industrial de la obra. Esta noción está en la base del discurso de André, quien declara: “Creo que el arte es en realidad un espacio abierto. No hay que perseguir formas ideales ni establecer jerarquías. Las cosas tienen propiedades. Percibe esas propiedades” [4].

En su actual exposición queda en evidencia cómo el escultor ha tomado distancia de la elaboración material del objeto, borrando de éste toda huella de manipulación humana, mediante la pulcritud con la cual trata la superficie de los objetos y en la inmaculada forma en que realiza la perfectamente controlada y milimétrica organización espacial. Por ejemplo, en la obra Arrecife, realizada el 1969 con 65 tablones idénticos de polietileno de 51 x 23 x 25 cm. ubicados sobre el suelo, la ausencia de jerarquía compositiva y el impecable emplazamiento no imponen un centro de interés privilegiado, ni tampoco determinan una visión frontal ni predeterminada del conjunto, sino que su aprehensión depende de la posición y desplazamientos del espectador, atribuyendo el significado del objeto a las condiciones que se encuentran fuera de sí y contrariando de este modo el sistema de abstracción y alusión moderno.

Si bien los minimalistas buscaron ser la contraparte fundamental a la tradición positivista del arte europeo, su transgresión ocurría fundamentalmente dentro de la galería, es decir, al interior de un espacio neutro y descontaminado, un sistema cerrado y definitivo que hacía desentenderse a la obra del conjunto de factores sociales y culturales presentes tanto en el espacio público urbano como en el paisaje natural. Además, la exaltación de las cualidades formales y físicas de los objetos mediante el tratamiento acabado de las superficies y la precisión estructural conllevó a los minimalistas a mantener una idea puritana de éstos desarrollando una inherente búsqueda de lo bello y así una noción fetichista del arte.

La crítica al minimalismo subyace así en la forma en cómo estos objetos industriales permanecen inmaculados al interior de la sala de exposición, sin dejarse alterar por el peso de su contexto. En este sentido, se podría decir que el minimalismo, en su intención por crear una obra de orden tautológico, canaliza paradójicamente un evidente objetivo por realizar la modernidad, en una especie de positivismo tecnológico que congrega en ciertos aspectos el fetichismo del arte Pop y asimila la herencia histórica de Duchamp. Así, el Minimalismo difícilmente pudo hacer caso omiso a la tradición, ya que al emplear elementos de origen comercial de alguna forma estaba estableciendo conexiones con el readymade, así como al serializar objetos con significado cultural estaba haciendo guiños con el Pop, redimiendo la banalidad del objeto en su afán por sacar a relucir sus condiciones estructurales a través del “brillo” de su inmaculada superficie..

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Vista de la exposición «Carl Andre: escultura como lugar, 1958-2010», en el Palacio de Velázquez, MNCARS, 2015. Foto: Joaquín Cortés / Román Lores

[1] Esta exposición pertenece a una itinerancia Dia:Beacon, Nueva York (5 de mayo, 2014 – 9 de marzo, 2015); Hamburger Bahnhof Museum für Gegenwart, Berlín (7 de mayo – 25 de septiembre, 2016); Musée d’Art Moderne de la Ville de Paris, París (20 de octubre, 2016 – 12 de febrero, 2017); The Museum of Contemporary Art, Los Angeles (7 de mayo – 18 de septiembre, 2017).

[2]  Al igual como ocurrió con Duchamp al negar el carácter absoluto de la pintura retiniana, del mismo modo los minimalistas realizan un procedimiento extremo al conferir al material manufacturado la condición de obra, problematizando la pregunta sobre el contenido o significado de ésta. El acto de transferencia minimalista; la descontextualización del objeto, pretenden de cierto modo aludir al acto de Duchamp en La Fuente, que determina a través de un mínimo gesto, un cambio en la posición en el caso de La Fuente y una disposición determinada de los bloques de ladrillos refractarios en el caso de la obra de Carl André, un nuevo sentido estético fundado en una lectura antiformalista de la obra “presentada”. Es decir, si bien a diferencia del acto minimalista el gesto de Duchamp nos devela la construcción de una metáfora, la búsqueda de un cierto antropomorfismo; urinario cambiado de su posición normal para hacer referencia a una forma uterina, en ambos casos no encontramos frente a una desafección por toda idea que pudiese representar la expresión personal y subjetiva del artista.

[3] Glaser, Bruce, Questions to Stella and Judd,  citado por Krauss en Pasajes de la escultura moderna, Akal, 240

[4] André, Carl, catálogo de la exposición Escultura como lugar, 1958-2010, Museo Centro de Arte Reina Sofía.

Marcela Ilabaca Zamorano

Nace en Santiago de Chile, en 1978. Es escultora e investigadora independiente. Magíster en Artes con mención en Teoría e Historia del Arte por la Universidad de Chile y Licenciada en Educación por la Universidad Alberto Hurtado. Su trabajo busca interrogar las tensiones entre escultura y contexto, y explorar los diálogos entre modernidad y arte latinoamericano. Autora del ensayo “Las políticas de emplazamiento en la obra de Carlos Ortúzar” (CeDoc y LOM Ediciones, 2014). Desde el año 2014 forma parte del equipo permanente de Artishock, aportando a la reflexión sobre la experiencia de la escultura en el mundo contemporáneo. Actualmente, está a cargo del proyecto de investigación “Catálogo Razonado de Esculturas de la Colección MSSA. Etapa 1: Periodo Solidaridad (1971-1973)”, financiado por Fondart 2019.

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