CUESTIONES DE UBICACIÓN. SOBRE “LA PINTURA ENFERMA” DE ÁLVARO OYARZÚN.
La enfermedad no conduce ni a la cobardía ni al sueño sino a la violencia. Por eso es importante detenerse en algunas exposiciones. Cuando esperamos detectar en ellas una narrativa o alguna operación, de golpe nos sorprenden con una sana cólera y algo de bestialidad. Ciertamente no estamos hablamos de un goce por la pintura sino sobre la causa que puede llevar a un artista a hacer un diagnóstico del arte mediante la pintura. Y si bien es al menos sospechoso decir que el arte contemporáneo necesita de una reanimación, queda la seguridad de que cuando las formas refieren a padecimientos no importa que tan lejos se encuentre la referencia de la enfermedad: lo despiadado está ahí, a la expectativa. En este sentido, La pintura enferma de Álvaro Oyarzún es una buena oportunidad para abordar este fenómeno.
Si estas pinturas, montadas en un espacio pulcro y acotado, no tuvieran repercusión alguna; si eso sombrío que enuncian no se desacomodara en las paredes; si no hubieran órganos atrofiados para alertar a quienes aún piensan honestamente, cuando mucho servirían para distraer a las personas de su insatisfacción. Son estas pinturas, en ese espacio, una dislocación de las formas que provoca una dislocación del pensamiento. De hecho, basta una primera venida para percibir que las obras están “abortando”, por decirlo de alguna manera, a lugares más fecundos que el contexto que las acoge.
Esta exposición puede llegar a ser una experiencia estimulante o en sumo desconcertante. Claramente no al nivel de una lectura, pues con justicia se ha reconocido el trabajo Oyarzún, sino en la medida que somos testigos de algo trágico. Pareciera que estas obras dijeran “soy el pan y no soy el pan”. Los órganos reflejan esa ambigüedad, en tanto el cuerpo es un espacio equívoco por excelencia, ancestralmente señalado como el lugar de falta, de pecado, de flaqueza. Y justamente ahí radica una permanente curiosidad por su castigo.
Así, los órganos se estrellan con las paredes que los sostienen. Es como si promovieran esa distancia, ya que el espacio donde dialogan les resulta ajeno. Tal es el impacto que difícilmente podría decir algo sobre estas pinturas en otro contexto: esto refleja una intención por oponer la suciedad al secreto, la atrocidad al poema, la violencia sádica a un preocupado comentario sobre el arte. Sin duda estamos ante un trabajo sesudo, pero su accidente, provocado o no, es una de las mayores recompensas.
Miradas hacia atrás, estas pinturas dejan la sensación de que detestan las palabras. Quizá las palabras deban ser vistas y las pinturas, en efecto, leídas, pues no basta con leer el texto que las evoca: hay que tenerlas frente a tus ojos. Al tratar con ellas lidiamos con cuerpos privados de una presencia real, cuerpos tanto más precisos en cuanto están abandonados a sí mismos.
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