EL DELITO PERFECTO. SOBRE «CIRCA», DE NICOLÁS FRANCO
El gris predominante de la instalación, el setting aséptico de las paredes blancas que recuerda las de un cuartel policial, las luces de neón que inhiben y desnudan, las cédulas didácticas al pie de las grandes fotografías en blanco y negro, los mismos caracteres matéricos, de máquina de escribir, utilizados para archivar las generalidades de los presos: la sensación al entrar a la exposición de Nicolás Franco en el Museo de Arte Contemporáneo (MAC) del Parque Forestal es la de estar en frente a un delito recién cumplido, donde el espectador tiene que relacionar las pistas para encontrar al culpable.
Como en todos los libros y las películas policiales hay un muerto, unas huellas, unos testigos y ausencia del culpable.
El mismo título de la exposición, Circa, indica una posibilidad que no se cumple con certidumbre, una hipótesis que se puede o no avalar, un acercamiento imperfecto, que nunca se da por seguro y por cumplido, así como la culpabilidad de un asesino. Una dualidad, la de víctima y verdugo, que Dostoievski analizó con morbosidad en Crimen y Castigo, en donde el asesino que pasa por distintas etapas psicológicas es al mismo tiempo la víctima de una situación económica y social que lo supera y lo impulsa a delinquir, es cruel y un feroz calculador al esconder su delito, no tiene conciencia de su gesto y, sin embargo, busca la salvación a través del castigo, necesita y obtiene su redención a través de la condena.
El cadáver objetual, una lápida horizontal que cubre casi todo el suelo, hecha de palabras a modo de testamento moral y prueba de lograda civilización, pertenece al Chacal de Nahueltoro, verdugo sin educación que es a su vez una víctima social.
Justiciado en los años sesenta por el Estado chileno, por ser culpable de un crimen múltiple, rescató su imagen pública a través de la educación carcelaria, asumiendo los valores del sistema y transformándose en el símbolo de la redención del pueblo analfabeto. Su impulso primordial a delinquir, animal, instintivo, movido por la ambición de tener poco dinero para satisfacer sus vicios, lo transforma en una víctima inconsciente, porque actúa fuera de las lógicas sociales, sin conocimiento moral, es uno más del lumpen, sin orgullo de clase, alguien a quien Marx tanto despreciaba.
En frente a ese cadáver que provoca distanciamiento, inquietud, condena y pena, el culpable es por descarte cada espectador que visita la exposición, porque es partícipe del sistema de valores que conforman el concepto de Estado: educado por las instituciones a respetar las leyes establecidas, posee la certidumbre del conocimiento, logra el dinero suficiente para sus vicios a través de su trabajo, reprime su instinto de muerte sublimándolo en algo socialmente aceptable como un hobby, condena sin dudar la gratuidad feroz del asesinato y la desfuncionalidad de quien no se somete a las reglas sociales, pero rescata firmemente la voluntad a conformarse a la moral común a través de la educación y exalta la humillación del arrepentimiento cristiano.
Testigos de ese proceso sin fin entre natura y cultura, eros y tánatos, que remiten a la pregunta última sobre nuestra identidad, sobre nuestro ser en el mundo, son las grandes fotografías de paisajes, que desde las paredes blancas observan el delito sin opinar.
Imágenes anónimas, en blanco y negro, sin fecha de ejecución y que muestran lugares indeterminados, representan los símbolos de un territorio pre y post humano: montañas, arboles, desiertos que trascienden la peculiaridad del relato histórico y contextualizan el debate dentro de un marco más amplio, atemporal, donde la singularidad de cada uno se relativiza y las jerarquías de poder se anulan.
En ese grado cero de civilización, el mundo que Hobbes con desprecio definía de “homo homini lupus”, los conceptos de culpabilidad, condena y salvación no existen.
Cada uno es expuesto a su soledad existencial, deconstruyendo las nociones aprendidas sobre bien y mal, inmerso con su cuerpo efímero en esa naturaleza monumental, abrumadora, en gran parte deshabitada que se impone con fuerza implacable hasta en el lenguaje, tan peculiarmente animalizado, en la cotidianidad de los que habitan en Chile.
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