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Artistas Visuales:el Punto Ciego del Trabajador Cultural en Chile

La relación entre arte y trabajo ha aumentado paulatinamente su relevancia en el último periodo. Con ello, crece también la importancia crítica del funcionamiento de una industria creativa, visto cotidianamente como un modelo de desarrollo cultural con fisuras por doquier. En el caso chileno, los medios especializados han publicado distintos análisis y citado en diversas ocasiones un informe recientemente publicado por el Observatorio de Políticas Culturales (OPC) y el Proyecto Trama / Red de Trabajadores de la Cultura: El escenario del trabajador cultural en Chile. El informe es particularmente relevante no sólo por los temas abordados, sino también por sus negativas conclusiones, las cuales irrogan por igual a todos los así llamados “trabajadores de la cultura”.

El escenario del trabajador cultural en Chile aporta un estudio de mediana extensión, pero de gran impacto. Cubre una parcela general en donde dibuja su marco conceptual y sus objetivos, para luego aplicarlo al territorio nacional. Luego el informe ofrece una perspectiva regional que va realizando distinciones particulares por disciplina artística y, finalmente, ofrece conclusiones obtenidas en torno al análisis de estos datos. El levantamiento de dichos datos se concentró en el Catastro de Trabajadores de la Cultura realizado en el contexto del mismo Proyecto Trama, pero también recogió otros estudios previos principalmente realizados por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (CNCA), claramente buscando nutrir a este informe con una perspectiva de las políticas culturales en los últimos años. Pese a constituir un aporte indudablemente positivo, el informe no está libre de sesgos ideológicos y perspectivas que, para el área de las artes visuales, condicionan muchas de las conclusiones que terminan ofreciéndose.

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Feria Ch.ACO 2014. Foto: Felipe Ugalde

En un primer lugar, el informe genera supuestos categóricos que construyen una medición tramposa. La manera en la cual sus conceptos básicos son abordados en su primer apartado introductorio, dejan entrever la aceptación de nociones economicistas sin una gran adecuación al sector cultural, con lo cual se marca un estándar de comparación que avecina un negro futuro. Sin ir más lejos, se categoriza rápidamente el tipo de trabajo que los trabajadores de la cultura realizarían entre público, privado e independiente, ejerciéndose un juicio de valor sobre la falta de empresarización en el rubro y, con ello, la directa recomendación a acoger lógicas de organización empresarial para el fortalecimiento de dicho rubro. En este sentido, y como era de prever, el sector cultural tiende a ser reticente a las formas o estructuras productivas empresariales, por lo cual ha demostrado cierta dificultad para ser juzgado bajo las lógicas de otras industrias creativas que sí han acogido con menor traumatismo estas dinámicas (como las de videojuegos). Dicho de otro modo, es en estas simples observaciones en donde se encuentran determinadas raíces de comparación desigual, según la cual este informe parece una ironía bien documentada: sugiere mayor empresarización, pero evidencia el fracaso de estos intentos de empresarización sostenidos en el último periodo. El mapa de las industrias creativas es un laberinto difícil de ser recorrido.

Ya la sola diferenciación estricta entre disciplinas (y, a su vez, entre creadores, técnicos y gestores) no permite comprender adecuadamente las metodologías híbridas de trabajo en la cultura, ejerciendo una simplificación que es natural a una adecuación ostensiva. En la práctica, muchos de estos artistas o trabajadores transitan entre diferentes disciplinas y, también, realizan papeles multiversos entre la misma gestión y creación, pero dichos puntos medios no pueden ser identificados con claridad en la caricatura utilizada para desarrollar el informe. No obstante, se comprende que sus intenciones son marcadamente cuantitativas y que, a pesar de recurrir a otros mecanismos cualitativos, éstos parecen ser secundarios al momento de efectuar simplificaciones para el rubro. Podemos asumir que es plausible aún estas distinciones fronterizas estrictas, toda vez que son las mismas que siguen en Chile los Fondos de Cultura y que, por ello mismo, la praxis habitual de los trabajadores de la cultura ha tendido a la construcción tipológica de estas especializaciones, pero aquello no quiere decir que dichas distinciones no se encuentren muchas veces obsoletas.

Ahora bien, para el caso exclusivamente de las artes visuales, el informe ofrece un panorama increíblemente interesante. Este tipo especial de trabajador, aquel que se auto-define como un artista de la visualidad, se configura como un punto ciego recurrente: son escasos o nulos los datos que se integraron exclusivamente para esta disciplina, advirtiéndose la presentación de una investigación coja en lo que a artes visuales se refiere. Así, son absolutamente inexistentes los datos que se relacionan con los tipos de trabajo en creación y producción de artes visuales, dato clave que, sin perjuicio de ello, no fue obstáculo para elaborar el perfil tipológico que el informe pretende. Reconocer la ausencia de esta importante información no sólo merece un reproche a la fidelidad del estudio, sino también genera extrañeza en torno a los enfoques bajo los cuales se ejecutó la investigación misma. A su vez, se abordaron referencias comparativas sobre el nivel de industralización y difusión de esta área por regiones, estudio que nuevamente es parcelado y que se vincula, más bien, con el análisis de meros datos cuantitativos que no profundizan en los reales modos de producción del capital cultural.

Uno de los aspectos más relevantes en lo referido a las artes visuales son los comentarios al grado de asociatividad del sector. Entendiendo que esta asociatividad es fundamental como una de las distinciones claves que hacen de la cultura un campo no estrictamente “competitivo” (sino más bien, fortalecido por el trabajo de redes colaborativas), resulta imprescindible intentar desarrollar este aspecto del rubro. No obstante, el informe arroja un panorama en donde las artes visuales aparecen como un hermano pobre de las otras disciplinas, contabilizándose en asociaciones y gremios, mas no en sindicatos. Estas asociaciones son actores importantes en la manera en la cual se miden dichos niveles colaborativos, toda vez que las agrupaciones artísticas tienden a gestionar una suerte de “asociaciones ficticias” cuyos objetivos se vinculan a la concreción de proyectos específicos, pero no a la afectación comunitaria de sus asociados. Es una historia habitual la reunión y disolución de colectivos artísticos, equipos de trabajo, plataformas o grupos creativos que suman sus individualidades para ejecutar alguna iniciativa FONDART o montar una exhibición colectiva, pero que no logran dar continuidad a su propia forma de compartir la productividad. Así, resulta particularmente relevante no sólo identificar el número de asociaciones activas en el área de las artes visuales, sino también el nivel de salud que poseen, antigüedad, impacto y opinión en el fuero público, ya que son estos organismos los que, finalmente, contrastan opiniones que inciden activamente en la crítica a distintas políticas públicas culturales.

La construcción de redes fértiles dota de cohesión no sólo laboral a estas instancias asociativas, sino también otorga un peso político a la voz de los artistas. Hilando fino, la categorización enunciada en un comienzo también reproduce una igual segregación en el cáliz o enfoque de estas redes, las cuales tienden a atomizarse más que a expandirse. En el caso cotidiano, los creadores reproducen un modo de relacionarse que suele ser endogámico, muchas veces miope de las realidades de otras disciplinas, y tradicionalmente auto-referente; el salto cualitativo de esta organicidad depende, también, de que el artista asuma su función política como actor partícipe de una sociedad compleja, generando instancias de participación no sólo gremial, sino también ciudadana.

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Artoon de Pablo Helguera. Cortesía del artista

Retornando a lo enmarcado en la industralización y difusión, las artes visuales son estudiadas según dos sesgos importantes; en el primero, la industralización es medida sólo a nivel de la configuración de personas jurídicas con fines de lucro (empresas), mientras que en el segundo, la difusión se mide siempre a nivel de instrumentos de comercialización. Dicho de otro modo, el informe cimenta un escenario de comparación desigual en donde el sector es confrontado con un ideal abstracto de industralización, constatándose rápidamente el alto grado de informalidad en su desarrollo económico, como también el bajo nivel de crecimiento de las escasas empresas (en su mayoría, microempresas con precario progreso). Por otro lado, los mencionados instrumentos de comercialización concentran su atención en el trabajo de las galerías de arte nacionales, pero dejan fuera del marco de aplicación la celebración de ferias y la venta en el extranjero, la cual, sin más, es una de las más relevantes para el sector.

Siguiendo esto último, el estudio ofrece nuevamente una mera enumeración de ferias y otros certámenes a nivel nacional, indicando incluso el error no menor de afirmar que Chile sí posee una Bienal de Artes Visuales. Dado que el informe no indica a qué bienal está haciendo mención, hemos de suponer que se refiere a la acogida que la Bienal de Artes Mediales ofrece a un buen número de artistas visuales, pero no podemos perder de vista la naturaleza que dicha bienal posee, a saber, el desarrollo de los nuevos medios más que el crecimiento del sector mercantil del arte visual nacional. En este sentido, el informe confunde abiertamente las distintas funciones que juegan bienales, ferias, galerías y salas de exposición, englobándolas en un mismo apartado y concediéndole un fuero comercializador que no entra en detalle alguno. Con ello, no es complejo reconocer que el estudio, ciertamente, no desarrolla a mediana profundidad ninguna de las aristas relevantes que, para el área de las artes visuales, articulan la proto industria que el sector ha fomentado. Es difícil concederle crédito como una real identificación fidedigna del escenario concreto a nivel local, aunque es suficiente como un perfil general mínimo bajo el cual colocar alarmas de atención.

Ahora bien, este “escenario” de los trabajadores de la cultura da pie para cuestionar la efectividad de esta relación virtuosa entre industria, trabajo y producto. A 11 años desde la constitución del CNCA y tras varios periodos de políticas públicas de fomento de la industria creativa, hoy vemos una primera fotografía grisácea de la dirección que adquieren estas medidas. Fuera de la baja profundización y los puntos ciegos que posee el referido informe, la precarización de los trabajadores de la cultura es un aspecto evidente que, indudablemente, responde a una frustrante relación con el Estado. La actual condición de dependencia a los FONDART y otros fondos gubernamentales ha educado al artista a deformar su profesionalización, exigiéndose conocimientos económicos vacíos y aprendiendo conceptos paupérrimos que le permitan llenar formularios de postulación. En la otra vereda, las gestiones autónomas proliferan cada vez más, pero muchas de ellas se perfilan al margen de una institucionalidad que simplemente no las comprende del todo. El tejido de este sistema es lo que, desde las relaciones más básicas de generación de experiencias estéticas, construye la vilipendiada idea de una cadena industrial, red que se precariza año tras año con la ilusión de un sueldo estable o un emprendimiento cultural. Ante esto, la clásica intervención de los escasos actores políticos en la materia ha esgrimido la repetición de lógicas que justamente aumentan sus desventajas: insistir en la distinción entre fuentes públicas y privadas es considerar la salud cultural de un país como un problema de contrastes entre el negro y el blanco.

El encadenamiento de fomento a estas economías creativas puede que genere estabilidad en el Chile futuro, pero su conducción actual ha demostrado ser un ouroboros de fracaso y frustración. Fracaso y frustración del creador que debe ofrecer siempre “resultados consumibles”; fracaso y frustración del gestor que sólo se dedica a completar formularios; fracaso y frustración de un público que observa a las artes como un mero grupo de sujetos curiosos sin entender que ellos también “trabajan”. El cambio de dirección depende no sólo de una empresarización o de la sola profesionalización basada en “coaching”, “incubaciones” e “innovaciones”, sino de un real acercamiento a la médula que articula el arte con el trabajo. Superar la comparación agria de una idea comercial que aún no ha advertido la distinción entre el bienestar económico, social y cultural es un tarea que requiere comunión ya no sólo sectorial, sino también capacidad de construcción de nuevos espacios de gestión política. Dichas gestiones deben saber superar la distinción petrificante de lo público y lo privado, transitando entre esta membrana con un alcance que fortalezca los procesos y no sólo los resultados. En todo ello, el rol del Estado chileno es de una subsidiaridad impresentable para un país latinoamericano contemporáneo, función bajo la cual se generan todo tipo de malformaciones salvajes de la competencia privada que fagocitan al trabajo cultural. No es el Estado el que debe asumir subsidios utópicos al artista para mejorar sus condiciones de vida, sino que es el Estado, como referente político de la más básica cultura simbólica de un pueblo, el que debe balancear las competencias desiguales entre cada rubro.

Para las artes visuales, sin embargo, aún siguen presentándose informes con datos ausentes y conclusiones poco esperanzadoras, condiciones que hablan de un escenario pasado que no debiese representar aquel escenario que sigue. El que sigue, como ha de esperarse, ya es materia del debate sobre nuestra nueva institucionalidad artística, cultural y patrimonial: la formación del Ministerio de Cultura y Patrimonio y la demanda por una ley para las Artes de la Visualidad.

Francisco Villarroel

Estudió Derecho en la Universidad de Chile. Asesor jurídico de la Asociación Nacional de Funcionarios de la Dirección de Bibliotecas Archivos y Museos (ANFUDIBAM) y del Sindicato de Trabajadores del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. Miembro del comité de especialistas del FONDART Nacional de Artes Visuales.

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