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Jeff Koons Payasea por el Whitney

Los dos años de redoble de tambores por la retrospectiva de Jeff Koons en el Museo Whitney suenan como un cojín de la risa. La tartamuda sinfonía ha incluido ruidos de badajo de varias casas de subastas, el duelo de bongos de exposiciones simultáneas en las galerías más grandes de Nueva York (Gagosian y David Zwirner), el compás de aduladores artículos (el New York Times, W, Vanity Fair) y, la semana pasada, el previsible golpe de tambor de Split-Rocker, la segunda planta podada a lo escultura gigante a ser instalada en el Rockefeller Center en 14 años. Un escultor de récords, cuyo precio para una obra de arte alcanzó los 58,4 millones de dólares en noviembre pasado -convirtiéndose así en el artista vivo más caro-, Koons ha reunido finalmente buena parte de sus juguetes de muchacho grande bajo un mismo techo. La pregunta es: ¿Qué podemos pensar de su conspicuo circo? ¿Es Koons el creador más importante desde Picasso o -como inteligentemente lo espetó Stephen Colbert- el payaso de cumpleaños más caro del mundo?.

Jeff Koons, Split-Rocker, 2000, plantas florales vivas, acero inoxidable, tierra, tela geotextil, sistema de irrigación interna. Edición de 1 más 1 PA © Jeff Koons. Cortesía: Gagosian Gallery, NY. Foto: Tom Powel Imaging

La fuerza -o, más bien, la cojera- de la tan esperada muestra del Whitney, Jeff Koons: A Retrospective, demuestra ser, sin duda, pura peluca de arco iris y nariz roja. Una exposición que reúne unos 150 objetos realizados a lo largo de tres décadas, la exposición de Koons cuenta con la mayoría de sus grandes éxitos hechos en fábrica. Ésta incluye, por ejemplo, aspiradoras en cajas de plexiglás iluminadas con neón; las versiones en acero inoxidable y bronce de conejitos y Popeyes inflables comprados en tiendas; «pinturas» de foto-transferencias pixeladas del artista teniendo sexo con su ex esposa, la ex estrella porno Cicciolina; versiones en serie de obras espejadas y brillantes que rompieron todos los récords de subastas; y, por último, una pulida escultura de 4.762 kilos y tres metros de alto hecha para parecerse a (¿qué otra cosa?) Play-Doh. Así como instalar esta última obra requirió que el museo removiera las puertas principales, disfrutar de esta monumental pila de… kitsch requiere de una remoción similar: la del propio pensamiento crítico. Es lobotomía por el arte.

Vista de la exposición Jeff Koons: A Retrospective, en el Whitney Museum. Imagen vía Arrested Motion

Vista de la exposición Jeff Koons: A Retrospective, en el Whitney Museum. Imagen vía Arrested Motion

Jeff Koons, One Ball Total Equilibrium Tank (Spalding Dr. J 241 Series), 1985, vidrio, acero, reactivo de cloruro de sodio, agua destilada, balón de baloncesto, 164,5 x 78,1 x 33,7 cm. Colección de B. Z. y Michael Schwartz © Jeff Koons

Jeff Koons, New Hoover Convertibles Green, Blue, New Hoover Convertibles, Green, Blue Doubledecker, 1981–87, cuatro aspiradoras, acrílico y luces fluorescentes, 294,6 x 104,1 x 71,1 cm. Colección del Whitney Museum of American Art © Jeff Koons

Reunidas por primera vez en la exhibición más costosa del Whitney -que es también el último hurra del museo en el edificio de Marcel Breuer, antes de reubicarse en el Meatpacking District de Manhattan-, las obras en A Retrospective parecen menos una exposición de arte radical comisariada que la noche de fantasía de un adulto en la tienda de juguetes FAO Schwarz de la calle Broadway. El museo ha desplegado los objetos de Koons en sus tres plantas, de manera cronológica pero también en función de su fácil popularidad, lo que confiere una visualidad infantil uniforme. Y para su primera presentación en una institución de Nueva York, Koons y el museo han exponenciado la cursilería infantil del artista. Los resultados son a la vez espectacularmente banales, superficialmente celebratorios y cínicamente alegres. Dicho en términos musicales, si los objetos de Koons pudiesen cantar, habrían interpretado a todo pulmón la Macarena y el tema de SpongeBob SquarePants. Y luego las repetirían en loop en un centro comercial.

Toda la carrera de Koons -como la de George W. Bush y Honey Boo Boo- se debe a lo que Bertrand Russell llamó una vez «el triunfo de la estupidez». Tras un conjunto de batallas que este ex corredor de Wall Street comenzó a librar a finales de 1970, la evolutiva producción de Koons se fue despojando progresivamente de todo contenido, hasta que llegó a sus actuales monumentos a la vacuidad, fabricados con precisión y valorados en hasta nueve dígitos. Mientras que a sus 29 años el artista se comprometía a celebrar el consumismo a través de reformulados anuncios publicitarios y balones de basketball suspendidos en peceras, más tarde pasó a reproducir burdas figuras de Hallmark que adoptaban los ideales del lujo y diletantismo del Rococó Francés.

En los años 90, Koons se enfrentó a la mayor derrota crítica de su carrera, y también a la bancarrota (cuestiones por las que el culpa a su costosa batalla legal con la Cicciolina, mientras que otros apuntan a su serie de la fornicación como un nadir comercial). Koons afirmaba entonces que esos trabajos en vidrio soplado, madera tallada y fotografías sobre lienzo constituían su obra más importante (objetos, insiste aún, que fueron diseñados para promover la libertad y aliviar a su público de «culpa y vergüenza»). Cualquiera que sea la causa más próxima, el fiasco que casi mató su carrera le enseñó una lección, y abandonó toda pretensión posterior de originalidad y comentario visual. Como se desprende de lo que vino después -los sentimentales animales de globos, las múltiples figuras policromadas de dibujos animados, los caballos de Troya anti-intelectuales que son Puppy y Split-Rocker-, Koons nunca volvió a permitir que una idea, buena, mala o indiferente, se atravesara en el camino hacia su verdadero norte: el brillante, vacío y faraónico ideal de arte.

Jeff Koons, Michael Jackson and Bubbles, 1988, porcelana, 106,7 x 179,1 x 82,6 cm. Colección privada © Jeff Koons

Por supuesto, la estupidez del tipo históricamente exitosa siempre ha encontrado oportunistas agentes que quieran jugar con el sistema. En la retrospectiva de Koons, las identidades de esos aliados se detallan en la pared, debajo de los títulos de las obras, claramente identificados como los prestamistas a la exposición (no se trata de personas que están satisfechas con ser etiquetadas como simples mecenas «anónimos»). Un quién es quién de la «filantropía de riesgo», que incluye prominentes nombres como el magnate de fondos de inversión Steve Cohen, François Pinault, Eli Broad y Don y Mera Rubell, estos capos mundiales completan la resignificación que hace Koons de la escultura como contenedora gigante de su dicha aspiracional. El excelente comentario de Robert Hughes, de que el trabajo de Koons es arte que no tiene un propósito más allá de su propia promoción, nunca sonó más verdadero, con una importante salvedad: como con ciertas secretarias, no hay mejor obra de arte para ciertos especuladores que la que está de florero. No sólo halaga a los mega-ricos en su pensamiento de que el arte caro no es solo lindo sino subversivo, también fomenta la mentira de que especular es coleccionar y que cualquier idiota puede jugar el juego.

Vista de la exposición Jeff Koons: A Retrospective, en el Whitney Museum. Imagen vía

El trabajo de Koons tiene que ver con la amputación del juicio. Su estatua de porcelana dorada de Michael Jackson y Bubbles, el chimpancé, por ejemplo, mezcla de forma experta el alto valor de producción con la aceptación irreflexiva (al igual que los espectáculos de Celine Dion en Las Vegas). El artista reproduce juguetes inflables en metal macizo, una jugada que a estas alturas es tan ridículamente familiar como estúpida. Y luego está Balloon Dog (Yellow), una fundición literal de aire caliente en acero inoxidable, que además hace de becerro de oro para nuestros tiempos. Con esta y otras piezas memorablemente vacuas, la pomposa retrospectiva del Whitney define el imponente estilo de nuestra época dorada. Idolos falsos bajo el disfraz de lienzos pintados por números, esculturas diseñadas en 3D e imaginería «crowdsourced», estas y otras obras dan a (cierta) gente lo que éstas (dicen) que quieren: una imagen de una era desconectada, mediocre, creativamente empobrecida, en la que el dinero y el entretenimiento atropellan rutinariamente la imaginación.

Al igual que el jarabe de maíz alto en fructosa, la influencia de Koons es tan omnipresente que despotricar contra ella puede parecer inútil. Tal vez lo mejor es señalar al propio artista y considerar por un momento lo que le dijo a Carl Swanson, de la revista New York, el año pasado: «Suprimir el juicio permite sentirte, por supuesto, más libre, y tener la aceptación de las cosas, y todo está en juego, y te permite ir más allá».

Esas son las palabras de un curandero, un evangelista peinado con secador, un vendedor de Home Shopping Network. En la jerga payaso, el arte de Koons es todo cojín de la risa. Tal vez para su próximo truco, agrandará eso y lo fundirá en bronce.

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Texto escrito y publicado originalmente en inglés por Christian Viveros-Fauné para la sección de arte de The Village Voice, Nueva York, 2 de julio de 2014. Republicado y traducido con autorización del autor y The Village Voice. Traducción: Alejandra Villasmil con edición del autor.

Christian Viveros-Fauné

Escritor y curador chileno afincado en Nueva York. Ha sido marchante de arte y director de feria de arte. Fue galardonado con la Beca Creative Capital/Warhol Foundation en 2010, nombrado crítico en residencia en el Museo del Bronx (Nueva York) en 2011 y ha sido profesor en la Universidad de Yale, Pratt University y la Academia Gerrit Rietveld de Holanda. Es colaborador habitual en The Village Voice, ArtReview y Sotheby's, y ha organizado exposiciones en galerías y museos de todo el mundo.

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