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EL ÁNGEL CAÍDO Y LA NINFA QUE DANZA: UN LIBRO RECIENTE DE ADRIANA VALDÉS

El libro más reciente de Adriana Valdés, De ángeles y ninfas (Santiago, Orjikh editores, 2012) toma como punto de partida el encuentro fallido de Walter Benjamin (1892-1940) y Aby Warburg (1866-1829), que nunca llegaron a conocerse, para explorar las posibles conexiones y contrastes de la obra de ambos pensadores a partir de la cuestión de las imágenes, pero también como punto de partida para discutir el tema de la imagen hoy. Se trata de un libro sumamente breve y concentrado, escrito en un tono amigable para el lector, sin ser nunca complaciente, didáctico, ni simplificador: una lección de claridad y concisión, pero también de agilidad y libertad intelectual.

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Tras una rapidísima reseña de ese encuentro que no tuvo lugar, la autora revisa en el segundo capítulo el carácter intempestivo y hasta “horripilante” del pensamiento de Aby Warburg, aquello que en su obra ha sido reprimido por sus propios herederos y discípulos intelectuales, aquello que amenaza con desfigurar los bordes de la disciplina de la historia del arte en la que se ha hecho esfuerzos por encasillarlo, siguiendo sobre todo las críticas de Didi-Huberman a Gombrich y Panofsky en La imagen superviviente. El capítulo siguiente, “Ninfas y ángeles”, explora la obsesión de Benjamin y Warburg con estas imágenes, y con el tema de la imagen como desafío al pensamiento en general, mientras que el cuarto capítulo (“Ángeles y ninfas”) propone algunos puntos de contraste entre ambos autores a partir de esas mismas imágenes: si la ninfa representa una vitalidad cargada de erotismo que irrumpe en medio de composiciones más bien hieráticas como supervivencia dionisíaca, los ángeles benjaminianos parecen en comparación más bien “rígidos, pasmados, estáticos” (33), figuras de una perplejidad paralizada y desprovista de dinamismo. El ensayo termina cotejando las cuestiones del coleccionismo y el montaje como métodos junto a la temática de la distancia y el espacio de la imagen y del pensamiento en el Atlas Mnemosyne y el Libro de los pasajes, de Warburg y de Benjamin respectivamente, antes de pasar a unas breves “Palabras finales” que abren el tema del libro hacia la presencia de la imagen en el mundo contemporáneo, y hacia la necesidad de un pensamiento “con y de las imágenes” (53).

Se trata, como ya se dijo, de un libro que tiene mucho que enseñar a quienes intenten comprender mejor la obra de los dos autores estudiados, y plantearse rigurosamente el tema de la imagen en sus relaciones con la historia, el pensamiento, la sociedad y la subjetividad. Se trata, sin embargo, también de un libro en el que discretamente aparecen numerosos hilos y motivos provenientes de otros libros de la autora, desde su recopilación de ensayos críticos Composición de lugar. Escritos sobre cultura (1995) hasta su más reciente Señoras del buen morir (2005), un libro de poemas en el que la voz de la ensayista se condensa en breves meditaciones, muchas veces en formato epigramático, construidas a partir de retazos de frase, cadencias oídas de paso, e imágenes tomadas de la experiencia y la memoria personal y colectivas. Intentaré aquí asomarme a algunos de esos motivos y sus resonancias.

En el umbral de Composición de lugar hay inscrito un epígrafe de las Tesis de filosofía de la historia Walter Benjamin: “Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo ‘tal y como verdaderamente ha sido’. Significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro.” Esta especie de divisa que inaugura el primer libro de la autora parece acabar de explicarse, o al menos desplegarse de manera más explícita, recién en este último libro, en el que por primera vez aborda cuestiones teóricas de manera directa: la obra entera de Adriana Valdés parece situarse bajo el desamparado signo de esta fórmula, que nos sugiere que no hay objetos estables que pudiéramos volvernos a aprehender de modo definitivo, a resguardo de toda incertidumbre, sino que estamos condenados a captarlos sólo en la medida en que permitimos que esos restos de un pasado que no acaba nunca de pasar nos muevan, por así decirlo, el piso, desestabilicen las certezas desde las que intentábamos pensarlos. Creo que en la escritura de Adriana Valdés esto no se aplica sólo a la comprensión del pasado, remoto o reciente, sino a la relación con las obras artísticas y literarias que la autora ha dedicado tanto esfuerzo a criticar y comprender: creo que es esta fragilidad, esta precariedad, la que le da a sus ensayos esa intensidad característica, esa persistente resistencia al lugar común y a lo ya sabido, esa capacidad de contemplar al sesgo, haciendo aparecer lo aún no dicho y revelando los límites de lo que puede decirse. Este libro funcionaría, entonces, como una especie de prefacio a posteriori de Composición de lugar y Memorias visuales (2006).

Pero este libro reciente no sólo está emparentado con la obra crítica de Adriana Valdés, sino que dialoga estrechamente con su brevísima obra poética. Hay en Señoras del buen morir un poema que me parece estar comunicado de manera subterránea con los temas de este otro libro más reciente:

La ventanilla del tren

refleja un instante tu imagen, estás

parado allí mirándome, sombra

sobre un vidrio negro, tú

desapareces de pronto, hay un túnel

y vuelves y trato no mirarte directo

porque entonces te vas, te vas (“En viaje”, 33)

Lo que vincula esta mínima viñeta con el ensayo De ángeles y ninfas no es sólo la referencia a una imagen que no puede aprehenderse sino mirándola indirectamente, de modo sesgado (un motivo que aparece con frecuencia en los ensayos sobre artes visuales y literatura de la autora), ni el tema de la aprehensión fugaz de un conocimiento, recuerdo o percepción destinados a escapársenos irremediablemente, sino la relación con la muerte, con la desaparición (la propia y la de los otros) que ronda en ambos libros de modo diverso. Aparece también, en un nivel más sintomático, en el ritmo entrecortado del poema (“estás / parado”, “tú / desapareces”), el tema de la interrupción, de la irrupción de algo inesperado en los intersticios de la regularidad monótona de un tiempo predecible.

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Si Señoras del buen morir se centra en una inquietante relación de la muerte con lo femenino desde su portada, que adorna un fragmento de la Danza de la muerte de Holbein (las tres damas de compañía que le sostienen la orla del vestido a la emperatriz que la muerte se lleva), De ángeles y ninfas explora una relación de lo femenino con la supervivencia que tiene mucho en común con la imagen que ilustra su portada, extraída de un libro de Ioannis Caramuelis: en ella, dos ángeles provenientes del libro Mathesis biceps: vetus et nova (1670) parecen jugar una suerte de partido de tenis con una estrella de ocho puntas que rebota sobre el suelo (habría mucho que decir sobre Caramuelis y su relación con los temas del libro, y con el barroco que tanto ha interesado a Adriana Valdés, pero la prosecución de esa pista se la dejo a los lectores).

Si el libro de poemas explora primordialmente el tema de la muerte como desaparición, como apagarse y como interrupción, me parece que este nuevo libro da pistas para pensarla como metamorfosis (una pista que aparecía ya en el poema “And death shall have no dominion” de Señoras), como persistencia a pesar de la caducidad de la carne, el cansancio del cuerpo, de lo inevitable de ese túnel oscuro al que todos nos encaminamos. Quien sabe si lo que queda no sean ciertas imágenes, ciertas figuras, las letras que trazamos sobre el papel o la pantalla, las constelaciones en que nos transfiguramos cuando dibujamos sus contornos para que los puedan descifrar otras pupilas.

Leyendo este libro, no pude sino pensar en un muerto con el que también dialoga, creo, involuntariamente: Raúl Ruiz, que ya había propuesto en su Poética del cine una conversación imaginaria entre Warburg y Benjamin, a partir de su interés en el dinamismo de las imágenes, en su “inconsciente óptico”, y en lo que él llama las fuerzas centrífugas y centrípetas que las habitan, problemas que no sólo se trabajan en su breve obra ensayística, sino que también se piensan, incesantemente, en su obra fílmica: pienso, por ejemplo, en Marcel, en una escena de El tiempo recobrado, sacudiendo sus alas como una gaviota, una suerte de ángel alelado o albatros cautivo, captado por la cámara que lo congela (una imagen vinculada a la del “muñón de alas” que Valdés comenta en su libro sobre Lihn).

Tal vez el mejor comentario a De ángeles y ninfas, el mejor modo de leerlo, sea un contrapunto con las imágenes que suscita en nosotros, con las imágenes que desde nuestra memoria o las pantallas de las que estamos constantemente rodeados nos asaltan al leerlo: se me vienen a la cabeza los ángeles del video “Losing my religion”, de R.E.M., que inquietó mi adolescencia (el ángel negro, andrógino, de alas doradas, y el ángel viejo, herido, de plumaje desgreñado, con peluca y una suerte de pañales,  al que le meten el dedo en la llaga), los ángeles de Wenders (la espléndida Natassja Kinsky, pero más aún el ángel desconcertado de Bruno Ganz y el ángel epicúreo de Peter Falk, con su media sonrisa enigmática y su impermeable viejo, inolvidable), el ángel femenino de pechos descubiertos que rompía sus cadenas en la moneda de diez pesos con la que crecí, que acaba de ser reemplazada por una efigie de O’Higgins, y que recién descubro que conmemoraba el golpe de estado, y por fin, ese ángel caído pagano de bronce cuyo cuerpo yace frente al Museo de Bellas Artes en Unidos en la gloria y en la muerte. Si pienso en ninfas, se me viene a la cabeza la curiosa semejanza de Carmen Miranda y su sombrero de frutas, con la ninfa que irrumpe en el cuadro de Ghirlandaio que comenta Valdés (El nacimiento de Juan Bautista), la líquida ninfa que emerge al final de un poema de Lihn (“estanque del que fluye, envuelta en sus cabellos / y bajo los nenúfares, una ninfa, una ninfa…”), o la inquietante nínfula que huye de su casa en la reciente Moonrise kingdom, de Wes Anderson, y danza en la playa, aún torpe, inocente, de pechos pequeños y breve vestido, pintada en exceso, o disfrazada de pájaro en la escena en que el protagonista la ve por primera vez.

Es el espacio entre ese ángel caído, pesado, de bronce, y esa frágil danza en que despunta un deseo aún indefinido, el que este libro explora y en el que permite adentrarse.

Fernando Pérez Villalón

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